Continúan en mí eternas, perpetuas y con más ansias, si cabe, las ganas de aprender. Van en aumento. Tornándose, en mi existencia, eje vertebrador que cohesiona cada día de mi vida y patio de recreo donde la ilusión nunca muere. Ni a mi yo interno, ni al externo, ni a mi mente, ni a mi cuerpo le es posible vivir sin aprender, es más, regresar a lo auténtico ha desbordado las ganas de estar aprendiendo a tiempo completo. Pero ello, no me hace ignorar, el hecho de que poseo rasgos, características, usos y hábitos que no se deben a ningún aprendizaje buscado, aunque si bien sé que no nací con ellos, sé que si hubo alguna lección y algún aprendizaje fue tan sutil como infante; puesto que observo en mí actitudes que de niña vi en mi abuelo. Como por ejemplo: La costumbre de desayunar cuando llega la primavera en una mesa en campo abierto, en mitad de lo silvestre, rodeada de flora y fauna. En mí cada mañana veo a mi abuelo, que se sentaba así cada día; incluso, los alimentos que desayuno no distan mucho de los que se tomaba él. Nuestros desayunos son copiosos y salados, en los que la pieza clave e imprescindible es un bocadillo sabroso. Recuerdo perfectamente como en sus desayunos no faltaba nunca una abundante ensalada y un tomate partido por la mitad sólo para él. Así que sin darme ni siquiera cuenta me encuentro a mí misma disfrutando al verme de ese modo, repitiendo una costumbre que hice mía sin ser consciente de ello cuando era niña; disfruto al ver en mí a mi abuelo en gestos, risas y actitudes. Puesto que esta manera de desayunar no sólo es un acto sino también es una actitud que se diferencia mucho de solo comer, engullir o saciar el hambre. Hay algo en esta manera de desayunar en mitad del campo abierto teniendo por techo el cielo que es una celebración de la vida, es una pequeña fiesta diaria, un honrar a la primavera, es decirle basta ya al estar encerrado, es una clara apuesta por las vibraciones positivas. Porque pudiendo estar al aire libre, lo contrario, lo percibo como un delito, un pecado o una blasfemia. Además, hay algo diferente en esa manera de desayunar a todos los momentos del día en los que se engulle comida, y es que en esa hora, al menos para mí, los sabores explotan en mi boca, es como si en ese instante de la mañana, mi paladar pudiese alcanzar por primera y única vez en ese día el verdadero sabor de cada alimento. Convirtiéndose el comer en un auténtico festín para los sentidos. Supongo que eso se debe a que en ese momento se llega a la mesa con el hambre por estrenar, como unos minutos antes lo ha estado el día. Y, es muy cierto, que cada día puedo constatar, en ese ínterin, en esa hora serena, tanto la dicha y el efecto que ese desayuno sin complejos produce en mí como el encontrarme, un día tras otro, a mí misma sin buscarlo rememorando muy vivamente recuerdos y anécdotas de mis seres amados que llegan a mí como polaroids de otros tiempos que me hacen sonreír. Y me advierto en una secuencia en la que se repite la misma historia: un abuelo, ―al que nada le gusta más en el mundo que el estar aprendiendo a tiempo completo como un desafío a sí mismo―, que desayuna sintiéndose afortunado en una mesa en campo abierto, en mitad de lo silvestre, rodeado de flora y fauna, convirtiendo el desayuno en una ofrenda por tanto y por todo; y a una nieta, ―a la que nada le gusta más en el mundo que el estar aprendiendo a tiempo completo como un desafío a sí misma―, que desayuna sintiéndose afortunada en una mesa en campo abierto, en mitad de lo silvestre, rodeada de flora y fauna, convirtiendo el desayuno en una ofrenda por tanto y por todo. Sin saber dónde acaba uno y empieza el otro. Lo que me lleva a preguntarme: ¿Si en verdad no estamos toda la vida sentados, ―metafóricamente hablando―, en una misma mesa que se sucede en el tiempo?
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz