Este siglo XXI que nos ha
tocado en suerte vivir es campo minado. Todo dura solo un rato. La
globalización ha volatilizado las certezas. La velocidad se ha deshecho de la
tranquilidad. No hay paz, no hay sosiego, no hay margen, no hay seguridad, no
hay confianza, ni orilla donde descansar ni para las sociedades ni para los
individuos. Ante tantas dudas e incertidumbres, busco, vivo y me refugio en lo
tangible, pues de preferir prefiero lo sólido a los quebrantos. Un libro, una
fachada, son los destinos preferidos de una, pues puedo apoyar mi mano en
ellos y al mismo tiempo oír su voz y sentirme mortal pero al amparo de algo que
me va a sobrevivir, que va durar más que yo. Ambos son lugares que hablan y yo
deseo su voz para volver a creer en algo cierto, antes que la voz de lo
abstracto, de lo impalpable, tan fugaz siempre, tan desesperante, en esa
exploración de lo materialmente posible. Mi amado amor, ―cómplice de mis
fechorías, de mis tejemanejes y de mi corazón― y yo, compartimos querencia
tanto por los libros como por las fachadas. Dado que ambos se pueden tocar, dado que
ambos son lugares que hablan, dado que ambos nos cuentan historias, y aunque la historia
que cada fachada esconde detrás tarde un poquito más en aflorar, de contarla, las fachadas, también la cuentan. Sé que mi amado amor y yo en otra vida fuimos amantes y en
los ratos que teníamos libres íbamos de la mano por las calles del mundo, con
un libro en el macuto, admirando, contemplando, observando fachadas. Y, claro, de aquellos polvos estos
lodos. A mi edad todavía no he podido lograr responder a la pregunta de si creo
o no en la reencarnación. No tengo argumentos para decantarme por el sí o por
el no. Y, me pregunto yo: «¿Quién nos dice que no hemos vivido otras vidas en
otros cuerpos pero con los mismos gustos, querencias, miedos y sueños que tenemos en el presente?» Porque al notar
que estamos juntos tan a gusto, tan bien, tan enamorados, tan felices, tan en
armonía, al vernos gozar con un disfrute atávico de esos dos lugares que nos
hablan, no me atrevo a decir que no nos conocimos en otro tiempo. Coincidimos
tanto, en todo y también en ese caminar juntos y de la mano, que es fácil hallarnos felices como niños en
su cumpleaños cuando nos encontramos con una fachada con una puerta secreta, pues entonces nos
inventamos su historia a dos voces, a cuatro manos, con dos imaginaciones que
se compenetran a besos y con mucho amor del bueno. Los dos amamos las
historias, las palabras, los besos, las fachadas y las puertas secretas que nos
regalan corazones como el que yo he encontrado en él y él en mí. Sí, es cierto,
tengo el convencimiento desde el minuto uno de que estamos hechos el uno para
el otro. Si no a santo de qué tanta paz, tanto amor, tanta complicidad. Y tengo la
impresión de que eso es así porque que en otra vida fuimos lo mismo que en
esta, es decir amantes, amigos y cómplices y, por supuesto, devotos y curiosos de
los lugares que hablan, que se pueden tocar, y que le restan volatilidad al siglo porque son capaces de perdurar en el tiempo.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz