.

jueves, 18 de mayo de 2017

LOS ETMON, EL ARQUITECTO Y EL MAESTRO VIDRIERO


Antes de contaros lo que os deseo contar quiero recordaros que el secreto de la singularidad habita en conservar hasta el fin de los tiempos el espíritu del niño que uno ha sido. Fui una niña curiosa que amaba las historias y abrir puertas, soy una mujer curiosa que amo las historias y abrir puertas para ver que hay detrás. Dadme una puerta cerrada, que yo intentare abrirla para ver qué historia se esconde tras ella. Y si una vez abierta y conocida la historia me llevo una desilusión. Al menos, tendré la desilusión. Que es más que no tener nada. En mis viajes con Alberto cuando visitamos ciertos lugares no me gusta quedarme en la superficie, quiero saber más. Siendo como es la arquitectura una de mis debilidades, la construcción de ciertos edificios me maravilla y puedo permanecer durante horas encandilada contemplando hasta el más minúsculo detalle de una edificación, hasta que Alberto me arrastra hacia otro lugar. Pues bien, el pasado año estuvimos en una estación de tren que me pareció desde un principio que era un lugar sublime lleno de magia y energía y me pregunté cuál sería su origen. Preguntármelo era abrir una puerta cerrada. Si al hacerlo me llevaba una desilusión era algo que formaba parte del riesgo. Sin ambages ni disimulos abrí la puerta y me adentré, pues supe que había encontrado un rastro de migas de pan así que me puse a mirarla, a recorrerla, a contemplarla en distintas horas, con distinta luz, con distintos climas, en distintas épocas del año, indagué sin mucho éxito en archivos fotográficos, en libros y mantuve alguna que otra conversación con gentes que conocían el lugar. Esa búsqueda, ese tirar del hilo, duró semanas y semanas, hasta que encontré un conjunto de datos en el misma construcción que sumados a lo que el edificio me contaba de tanto observarlo pude componer y comprender la historia de la que es quizás una de las estaciones de tren más bellas del mundo y también el por qué del efecto que produce en quienes permanecen en ella durante horas. Espero poder trasladaros aunque sea una pequeña parte de ese efecto y que así comprobéis cómo la mayoría de las veces la verdad siempre se esconde tras los pequeños detalles.
De la estación de tren que recorrimos palmo a palmo, no hay constancia de que en otro tiempo hubiese sido una casa aunque de haberlo sido se hubiese parecido más a un castillo, pues cuenta con tejados de color verde en varios niveles y cinco torreones coronados por unos cucuruchos también verdes puestos del revés. Tiene tantas ventanas y de tan distintos tamaños que cuando alguien se propone contarlas acaba siempre despistándose, pero si algo llama especialmente la atención de ella cuando se contempla desde el exterior es el enorme reloj situado en la fachada, flanqueado a su izquierda por la escultura gigante de un león y a su derecha por la de un caballo. No se conoce, ni hay ninguna prueba, de que el reloj en algún momento haya dejado de funcionar ni de no dar los cuartos, las medias horas y las horas con precisión. Jamás el reloj se ha retrasado ni un segundo ni tampoco se ha adelantado; de ello, se han encargado los Etmon. Desde que el edificio tiene memoria eso ha sido así. Los Etmon son la saga de relojeros de mayor prestigio de esos pagos y siempre ha sido habitual ver al Etmon de turno subido a una larga escalera, sujetado por una gruesa cuerda, trajinando en las tripas del reloj. Se conoce desde siempre que a los viajeros les gusta constatar cómo cuando pasean a media mañana por el jardín delantero y están a la altura del reloj, son exactamente las doce menos veinte, ni más ni menos. No se sabe si les gusta ir al compás del reloj o que éste vaya al suyo. Esa es una de esas incógnitas o cuestiones que se quedan suspendidas en el aire pues nadie las formula, ni nadie las contesta, con lo cual nunca se conoce la respuesta, quedándose en el terreno de la duda. De lo que no le queda duda, ni sospecha, a todo aquel que visite el edificio es que los relojes tienen su lugar en él en demasía y pueden encontrarse por todas sus estancias en distintas formas y con distintos husos horarios y con un grabado en alguna parte de ellos del nombre de la ciudad a la que pertenece la hora que marcan. Sí. Los relojes en esa estación siempre han ocupado un lugar especial, ya sea por la fragilidad o quizás por la importancia del concepto tiempo, puesto que si uno se pone a pensar en él, comprende que la vida, al fin y al cabo, dura un rato. Otra peculiaridad de la estación es que si bien de día a la luz del sol tiene un aspecto insólito, como de cuento, incluso bastante fantasmal; por la noche, a la luz de la luna tiene justamente el aspecto contrario, ya que la cálida luz que emana de sus ventanas, le provoca calma a aquel que la mira. La estación por las noches desprende una belleza serena que reconforta, en la misma proporción, que por el día provoca inquietud o zozobra. Se percibe que la estación jamás ha causado durante el día una exclamación de júbilo, ni un atisbo de sentimiento o sensación de  alegría, sino más bien, produce un escalofrío. El interrogante está y la controversia salta al preguntarte si ese escalofrío se buscó o no al construirse, si fue premeditado o no. Si el arquitecto que la diseñó pensaba causar en quién la contemplase lo contrario a la amable admiración. Pero hay que decir en favor del arquitecto, que la estación nunca ha dejado a nadie indiferente, sino que siempre deja a todo aquel que la contempla fascinado. Aunque la fascinación sea perturbadora; fascinado se queda quien la mira, como presa de un hechizo. Y qué decir del estupor que causa cuando aparece de la nada en mitad de la niebla, pues la niebla es bastante habitual por esos pagos en los meses de invierno. Muchos han sido los que la han visto alzarse delante de ellos por sorpresa a su paso, conmocionándolos. Para seguidamente ir notando como el susto se les pasa al percatarse de la determinación con que la luz de su interior se filtra por las ventanas. Una luz que es capaz de traspasar la espesura de la niebla y llegar al corazón de los viajeros. Sí, sin ninguna duda, la estación en la noche, incluso con niebla tiene el poder de calmar. Algunos de esos seres conmocionados pueden dar fe de cómo han recobrado la serenidad y el aliento gracias a la estación, pues una vez dentro de ella, la calidez y el color miel de la madera con la que están forradas sus paredes y sus techos, las grandes vigas de madera que los apuntalan, apuntalando a su vez una vida segura, junto a las chimeneas en las que arde siempre desde otoño a primavera un buen fuego como si la vida les fuese en ello, les han hecho volver en sí, pasándoseles todo atisbo de inquietud en un santiamén. Muchos de ellos han pernoctado en ella tras haberse perdido o no haber alcanzado su tren y con la llegada del sol y la desaparición de la niebla, se han deleitado con la inmensa vidriera que cubre buena parte del techo de la nave central. Una vidriera en la cual con unas cuantas losetas de cristal de colores dibujaron en su centro el globo terráqueo de color azul, rosa, amarillo y verde. Sobre la vidriera se dice que el maestro vidriero que realizó su diseño, la fabricó, talló cada uno de los cristales y que luego minuciosamente la compuso era ciego, y había aceptado el encargo por una apuesta. Se decía que habiendo perdido la vista a la edad de ocho años, en el mismo taller donde toda su familia había soplado vidrio a lo largo de décadas, la vida le recompensó dotando a las yemas de sus dedos de ojos. El maestro vidriero poseía una habilidad en la punta de los dedos que a todos maravillaba y con ellos podía detectar desde la grieta o impureza más minúscula en un cristal hasta su color. Con ellos podía saber, percibir y detectar incluso lo que el ojo humano era incapaz. Ello le granjeó bastante fama y en vez de tener que echar el cierre cuando heredó el taller, incrementó los encargos. El de elaborar la vidriera de la nave central fue un desafío que asumió como propio y que llevó a cabo con éxito. Muchísimos años después de morir; su obra, ha quedado allí para siempre como también ha quedado su talento y su pericia para elaborar tan singular maravilla. Habiendo cumplido de esa manera con la superstición y creencia de que cuando uno muere debe dejar en el mundo algo tras de sí que ha creado con sus propias manos y que ha nacido de su mente e imaginación, de modo que su alma tenga un lugar al que regresar. La belleza de la vidriera se agranda con el paso del tiempo como se eleva el valor de todo arte, el alma del maestro vidriero es testigo de ello como también es testigo del efecto que su obra provoca en los demás, pues si bien, la vidriera consigue siempre dejar boquiabiertos a los que tienen la fortuna de ver como los rayos del sol la atraviesan y sus colores lo tiñen todo de vida; más boquiabiertos se quedan los que la contemplan cuando nieva ya que entonces se tiene la sensación de estar dentro de una bola de cristal de las que cuando se voltean caen copos de nieve; o qué decir, de lo extraordinario que resulta encontrarse debajo de ella cuando queda toda cubierta de nieve, pues el efecto es de estar viviendo dentro de un mundo que está del revés. En esos momentos y allí en ese enclave, no se puede evitar, os lo prometo, sentir muy adentro la impresión de que si te descuidas saldrás volando para ascender hasta tocar el hermoso dibujo de cristal con las manos, pues el corazón late excitado como si se hubiese convertido de repente en un corazón salvaje y una felicidad súbita acompañada de una música alegre de violín que solamente los oídos de los que están debajo de la vidriera pueden escuchar te impelen a cantar el Aleluya de Leonard Cohen. Algo que deja entrever que vivir en las raíces del mundo sería como vivir más cerca de la fe y de la belleza. Y quizás no se vive allí, quizás una existencia en ellas, resulta ser un imposible, para que el corazón no acabe estallando de pura dicha. Todo es posible. Ya que la vida no deja de ser un juego del que desconocemos la mayoría de sus reglas. Como un baile del que se desconocen a la perfección sus pasos, y aun así queremos seguir bailando y que no acabe nunca. Y, creedme, cuando os digo que esa estación, aunque no sea ni la vida ni un baile y aunque no se conocen ni sus reglas ni si las tiene, es un lugar del que a uno le entran ganas de no querer salir, ni marcharse, una vez dentro. De alguna forma es como haber vuelto al principio de las cosas o a la casilla de la salida o al pasatiempo que más nos fascinaba siendo niños; e incluso, se puede percibir que tal vez acabábamos de abrir la puerta de nuestra propia vida secreta.
El caso es que se tiene la impresión de que todo puede pasar y todo acaba de comenzar. ¿Y por qué sucede eso? He aquí lo que comprendí estando tantas horas en ella, pues sucede que hay lugares que como los seres vivos tienen alma y por ello no pueden dejarte indiferente. En ellos viven los sueños, las pasiones y la energía, es decir, el alma de quienes los idearon, de quienes los construyeron y también de cada ser que ha pasado por ellos. Incluso los tuyos. Por ello, están cargados de energía y te la trasmiten, una energía que viene de muchísimo tiempo atrás, pero no por ello llega a ti con menos fuerza. Es como reconocer en una mujer madura la belleza del vals que la niña que fue, bailó hace mucho pero que me mucho tiempo, y para quien el arquitecto construyo un edificio que debió ser hogar y que se convirtió en una estación de tren de la que todos podemos formar parte.


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz