«Solo
lo que nadie puede negar existe.»
―Walt
Whitman―
Hace un par de días
pasé por delante de un puesto de flores y vi para mi asombro un cubo repleto de
calas de color morado. Por esa extraña asociación de recuerdos que hace que
éstos circulen por mi mente a la velocidad de la luz: las calas moradas me llevaron
al recuerdo de mi bisabuela, ―mujer férrea cuya disposición oral para contar
historias estuvo siempre fuera de toda duda―, y de ahí, de su recuerdo, mi
memoria me llevó a una historia de un deshollinador que me solía contar cuando
yo era una niña. Me contaba que siendo ella también una niña le resultaba
imposible resistirse a saber que se escondía detrás de una tapia en concreto.
Cada vez que preguntaba le respondían lo mismo: que tras ella sólo había una
casa vieja deshabitada en la que una vez hubo un hermoso jardín, pero que por
aquel entonces sólo existía una casa que era escombros y un jardín que era
maleza. La respuesta que le daban a mi bisabuela no le aplacaba su curiosidad.
Y pensaba: «Si pudiese saltar la tapia, si pudiese saltar la tapia.» Y con el
deseo a modo de soniquete se dormía la mitad de las noches. La tapia era enorme
y le daba la vuelta a toda una manzana, a lo largo de ella había dos viejas
puertas de hierro, ambas cegadas con unos tableros de madera para hacer cambiar
de opinión a todo aquel que quisiera entrar a merodear. Como he dicho antes mi
bisabuela era de voluntad férrea y ni se achantaba fácilmente ni se desanimaba
por muchos escollos que encontrase a su paso. Así la conocí y de esa manera era
ya siendo una niña, de modo que además de pensar cómo saltar la tapia o como
sortear los maderos que sellaban las puertas, tenía de igual forma todos los
sentidos abiertos, como tenía los ojos y los oídos, por si en una de esas podía
averiguar algo de aquel lugar que le facilitase ver lo que ocultaba la tapia; convirtiéndose para ella el descubrirlo en una especie de desafío. Y como el Universo a
veces o muchas veces conspira a nuestro favor, estando una tarde fregando los
suelos, ayudando a su madre en las tareas de la casa y en la crianza de sus
hermanos, oyó, sí, oyó, como su madre y una vecina hablaban de cómo había
enmudecido y también de cuánto se había dejado desde que la casa grande estaba
deshabitada alguien que acababa de pasar y las había saludado con un movimiento
de cabeza. Cuando mi bisabuela oyó que hablaban de la casa grande, es decir, de
la casa de detrás de la tapia que a ella tan intrigada la tenía se puso alerta,
se levantó del suelo e intentando no derramar el agua del cubo, tiró el trapo y
salió disparada hacia la calle; cuando llegó, por fortuna todavía estuvo a
tiempo de ver la espalda y las hechuras de esa persona y por su vestimenta vio
que el destinatario de aquel comentario era el deshollinador. Entonces ella se
preguntó: ¿Por qué el deshollinador había enmudecido y se había dejado al
quedarse vacía la casa? ¿Que tenía qué ver el deshollinador con que la casa
estuviese deshabitada y fuese escombros y maleza según la gente?
Otras tantas
preguntas se agolparon en su mente y reparó, quizás por primera vez, en que
muchas personas a las que muy bien conocía habían visto la casa en todo su
esplendor y sabían cosas sobre ésta que ella ignoraba. Me confesó que se sintió
injustamente discriminada. ¿Por qué no podían contarle la verdad sobre la casa
grande? ¡Y claro, aquello resulto ser todavía más un acicate para su ya
despierta curiosidad!
Conocía al
deshollinador desde siempre, era alguien que siempre estaba ahí, te cruzabas
con él infinidad de veces. Vestía de negro, pensaba ella para hacer que el
hollín no resaltase tanto sobre él, pues ya lo hacía bastante en sus manos y en
su cara. Francamente, mi bisabuela, no sabía cuál era el rostro del
deshollinador de tanto tizne como llevaba sobre él.
Le suplicó un
mediodía a su madre que le contase algo sobre la casa grande, y su madre, le
respondió que no había nada que contar sobre la casa, le dijo exactamente estas
palabras: «La habitaban una familia y de la misma forma como un día decidieron
instalarse en este lugar, un buen día decidieron irse y ya está. No hay nada más
que contar. Fin de la historia. Ya sé que no te vas a conformar con eso, que
tus finales de historias deben de tener una explicación. Pues bien, si quieres
saber... La única explicación que hay detrás de ello es que alguien hizo algo que
nunca debió hacer. Atiende a lo que te digo: Cada uno tiene que estar con los
de su clase. Esa es una buena moraleja. Y ahora no preguntes más. No me vengas
más con la misma monserga.»
Mi bisabuela
enmudeció, se prometió no preguntarle más a su madre para no enfurecerla. Pero
estaba contenta puesto que cada día tenía más información. Dedujo que algo
había pasado en la casa grande y en ello tenía que ver el deshollinador.
Pensó en abordar al
deshollinador, pero lo asumió como algo imposible. Ya que aunque ella no fuese
miedosa, el deshollinador si que la echaba para atrás. Puesto que él nunca
abría la boca, no hablaba con nadie, es más, ella no le conocía ni siquiera la
voz, saludaba a la gente con un movimiento de cabeza y jamás lo había visto con
otra vestimenta que no fuese la del trabajo. Es decir, encima llevaba siempre
más mierda que el palo de un gallinero. ¡Cómo iba a preguntarle nada, a
entablar conversación con él!
Pero entonces fue
cuando mi bisabuela aprendió una de las mejores lecciones de su vida, antes de aprender las
muchísimas más que le tenía reservadas el destino. Y era que cuando menos te lo
esperas salta la liebre, y lo aprendió una calurosa y silenciosa tarde después de
comer cuando pasó de nuevo junto a la tapia rozando con los dedos la pared. Se
percató al pasar por delante de los maderos que tapaban una de las puertas que
uno estaba separado de los otros, dejando a la vista un hueco considerable. Inmensas fueron
sus ganas de entrar. Se mantuvo dubitativa durante unos minutos delante del
agujero. Pensaba que estaba mal entrar en una propiedad ajena, pero también
pensaba que las ocasiones las pintan calvas. Y con el arrojo que siempre la
caracterizó decidió colar su cuerpo de niña por aquel agujero que lo entrevió
como una bendición del cielo. En ningún momento pensó que podía correr peligro.
Esas cosas en los tiempos de mi bisabuela, como en los de mi infancia, no se nos
pasaban por la mente ni por asomo. Y lo que vio era lo que le habían contado: Una espesa
hojarasca y broza y al fondo una casa en ruinas. Mientras cavilaba y sopesaba si sentir
desilusión o no, un ruido la hizo avanzar unos pasos, entonces vio con sus ojos azules y cristalinos como
en mitad de la maleza se abría un claro donde un pequeño jardín seguía cultivándose.
En él predominaban las calas de color morado. Jamás había visto unas calas de
ese color. Siempre las había visto de color blanco. Pero moradas como las
berenjenas nunca. Contemplándolo extasiada como estaba, preguntándose de dónde
habían salido, no oyó como alguien se acercaba a ella. Hasta que escuchó una
voz desconocida. Me contó que antes de darse la vuelta
pensó que era una voz muy hermosa, una de esas voces que te reconfortan y te abrazan, y supo que si no la
volvía a oír, la recordaría siempre. Cuando se dio la vuelta para ver quién le
hablaba, fue tal su sorpresa al encontrarse de frente con el deshollinador que
incluso dio un respingo y un ridículo gritito. Ante lo que él le dijo que no se
asustase. Mi bisabuela se dio cuenta de que tenía delante de ella la respuesta a
todas las preguntas que se había hecho a lo largo de tanto tiempo; por ello, entabló conversación con el deshollinador como si hubiese hablado con él cada
día de su corta vida. De modo que esa tarde sin esperarlo mientras ayudaba al
deshollinador a trabajar en el jardín de calas de color morado, conoció que el
deshollinador se había enamorado de la hija de los moradores de la casa grande
y lo que era más fascinante para él, ella de él. Sabían que eso era algo que no
estaba bien, ella no era de su clase social, pero nada podían hacer con el
fuerte sentimiento que había nacido entre ellos dos, más que amarse, más que
vivirlo, aunque fuese en secreto. Sin embargo, los padres de ella acabaron por
enterarse y pusieron tierra de por medio, llevándosela, sin mirar atrás. Sin
importarles que dos corazones se quedaban en
suspenso, rotos.
Él, —transcurrido un tiempo desde la marcha de ella, cuando la construcción ya se venía abajo y el jardín empezaba a perder su forma—, un poco por
sobrevivir a la perdida, para plantarle cara a la tristeza, pero sobre todo para
no borrar del todo de la faz de la Tierra aquel amor, decidió cultivar en unos pocos
metros la flor preferida de ella: las calas de color morado. Y le dijo
a mi bisabuela: «De este modo nadie puede negar que existe una mujer a la que
amo y un amor que ha sido y es tan real como lo son estas flores. Cada una de estas calas representan una hora de la verdad de nuestra historia de amor.» En ese
momento el deshollinador se restregó el rostro con un paño quizás para borrar sus lágrimas, el caso es que mi bisabuela le vio por
primera vez el rostro sin hollín y pudo constatar que el deshollinador era muy
pero que muy guapo. No le extrañó para nada que quien adoraba las calas moradas
se hubiese enamorado de aquel hombre que tenía aquel rostro y aquella voz. No
sabía por qué el deshollinador le había abierto su corazón, años después pensó
que lo había hecho para que su historia no muriese con él. Y no, no
lo ha hecho, ha llegado hasta los días de hoy y lectores míos a vosotros os la cuento, en vosotros la deposito, para que siga viviendo. Mi bisabuela en gratitud al deshollinador puesto
que sin él saberlo había contestado a todas sus preguntas, sólo le hizo una
petición, pues pensó que nada puede gustarle más a un hombre que pronunciar en voz alta el
nombre de la mujer a quien ama. Así que le pregunto: «¿Y ella, cómo se llama?» Y
el deshollinador con los ojos llenos de vida y una sonrisa en los labios le
respondió: «Osbelia.»
Besos y abrazos a
tod@s.
María Aixa Sanz