«Túmbate conmigo en
la hierba, apaga tus discursos,
no necesito
palabras, músicas ni ritmos, ni costumbres,
ni conferencias,
aunque sean las mejores.
Solo me gusta tu
arrullo, el susurro y las confidencias de tu voz.»
―Walt Whitman―
Demasiadas veces o mejor dicho constantemente a lo largo de mi vida me he sentido como la chamana de la tribu. Y ahora ya, tanto por experiencia como por edad, como la vieja chamana de la tribu. Si bien, la definición en los diccionarios de chamán es: «Hechicero que se supone con poder para entrar en contacto con los espíritus y los dioses, adivinar, y curar enfermos». Lejos estoy yo de adivinar nada, ni curar a nadie, ni por supuesto, conjurar hechizos. Risa me da, sólo de pensarlo. Sin embargo, no me queda otra que preguntarme a mí misma: ¿Si acaso algunas personas creen que poseo toda la sabiduría del Universo cuando en tantísimas ocasiones al confiarme problemas y conflictos de toda índole esperan sin dudarlo ni un instante que les responda con atino?
Pero, en fin, más allá de las preguntas que yo pueda realizarme, es una realidad y soy del todo consciente de que hace mucho que asumí que no podía ni parar, ni detener, la propensión e inclinación que las personas sienten hacia mí a la hora de contarme sus cosas para que yo les aconseje. Esa actitud frente a mí de los otros, que se mantiene en el tiempo como algo frecuente y habitual, es lo que ha hecho que acabe llamándome a mí misma la vieja chamana de la tribu. Y como el tótem que tiene la capacidad de proteger a los demás, que posee la fuerza, la energía y la clarividencia necesarias para que cuando le consultan y da algún consejo no caiga jamás en la falta de respeto, ni rompa la fe depositadas en él, ni tampoco menoscabe el equilibro ni la armonía que proporciona a los otros seres; he aprendido a darle a la gente el consejo o la opinión que me daría a mí misma en cada caso en concreto. Para tal menester se requiere de mucha paciencia y serenidad y también de la capacidad de saber escuchar y observar. Supongo que el ser una persona de naturaleza reflexiva antes que impulsiva me ayuda.
Y si bien es cierto
que podría considerar motivo de satisfacción el que otros me busquen para
resolver sus conflictos, no lo es, pues hay demasiada
responsabilidad en ello. Por tanto, no puedo evitar imaginarme viviendo en un mundo en que
nadie me pregunte nada y al visualizarlo me noto liviana. Porque hay algo en
todo esto, en lo que nadie repara y es: ¿En quién apoya la cabeza la vieja
chamana? ¿A quién le pide consejo ella? ¿Quién escucha sus preocupaciones?
¿Quién la sostiene en su peor hora? ¡Ah, lectores míos! He ahí el quid.
¿Necesita un chamán tener su propio chamán? Pues sí, lectores míos, claro que
sí, evidentemente que sí. Y si yo no tuviese a Alberto en mi vida, —que es quien
mejor me conoce, quien me da siempre los mejores argumentos y quien hace que
vea el mundo todavía con mayor claridad, quien además de mi amor es mi respaldo
y mi equilibro—, esta vieja chamana en más de una ocasión se desmoronaría. Él es
mi norte y mi luz. Alberto es mi norte y mi luz. Y, lo cierto es que no tengo
ni la más remota idea de si los chamanes existen o no. Pero sí que sé que
existe gente de buen corazón que no es cicatera a la hora de echarle un cable
a sus congéneres y que de tan pocos como hay resultan ser raras avis. Así que
si tenéis a alguien cerca de vosotros que se preocupa por vuestro bienestar y
lo hace honestamente, valoradlo, puesto que lo que más abunda en estos días son los egoístas y los egotistas.
Besos y abrazos a
tod@s.
María Aixa Sanz
María Aixa Sanz