«Nuestros
ventanales están muy
alejados de los lugares donde
normalmente residen los
hombres.
Las ventanas normales no me satisfacen,
necesito un verdadero
ventanal.
Este ventanal verdadero se encuentra en las afueras del pueblo.
Es
como si en esos lugares me estuviera esperando
un compañero sereno, inmortal,
grandioso, siempre lleno de ánimo, aunque invisible.
Cuando llego allí,
comienzo a caminar con él.
Allí, mis nervios se calman finalmente,
mis
sentidos, mi mente realizan su labor.»
―Henry
David Thoreau―
El otro día Alberto, Nuna,
Ernesto, ―un amigo escalador nuestro―, mi padre y yo estábamos
sentados en una montaña, protegidos en la ladera donde al mediodía descansa el
sol, cada uno a su libre albedrío sin reparar en qué era lo que estaba haciendo
el resto. Pero cuando yo saque del macuto uno de los volúmenes de Thoreau para
releer los párrafos que tengo subrayados a lápiz mi padre se fijó en el
ejemplar que sostenía entre mis manos y me dijo: «Siempre he pensado que podría
muy bien ser hijo de Thoreau.» Lejos estaba en ese momento el hombre de saber
que en circunstancias similares yo le había dicho a mi marido que me hubiese
gustado tener como abuelo a Thoreau. Entonces reparé de nuevo en cómo cuando
pasas los cuarenta y tantos y todos tus sueños se han cumplido y eres
consciente de que hace mucho que dejaste atrás todo atisbo de rebelión y estás
congraciado con la vida, empiezas a darte cuenta realmente de dónde provienes;
y tal como el otro día os relaté, empiezas a buscar los puntos con los que la genética
te une a tus progenitores. En ese instante supe que también me parezco a mi
padre en ese naturalista que llevábamos dentro y que se siente hombre y mujer
libre y completo en plena naturaleza, lejos de toda sociedad. Allí, observando
a mi padre, noté como la satisfacción me invadía puesto que no todo el mundo tiene
la oportunidad de ver a las claras de dónde procede, cuál es su origen. Y yo
con cada día que pasa, con cada rato compartido, voy viendo lo que deseo ver ya
que soy de pensar que al instalarnos en la madurez es de vital importancia
constatar de qué materia están hechas nuestras raíces, comprender por qué se es
de un modo y no de otro, por qué se actúa de una manera y no de otra, para que así toda nuestra vida cobre sentido y se torne algo fácil de entender. Hoy,
en este texto, vuelvo a detenerme si no exactamente en la herencia genética;
sí en cómo la genética puede aglutinarse en un gran rasgo que marca nuestra
personalidad y que permanece en todo momento en la trastienda de nuestra existencia,
mostrándose en todos nuestros actos, traspasando nuestro inconsciente y
manifestándose tanto en el fruto de nuestro trabajo como en la persona a la que
amamos y también en la secreta ambición de que quizás se convierta en nuestro
último refugio. Para mí, el rasgo que ha marcado tanto la personalidad de
mi padre como la mía como la de mi marido, es el sentirnos o sabernos
naturalistas, y si bien el diccionario define al naturalista como la persona
que se dedica al estudio de las ciencias naturales; por una vez, y sin que
sirva de precedente, me gustaría alejarme un poco del diccionario y tendiendo a
simplificar, eso sí, con los pies en la tierra, me atrevo a decir que para mí
naturalista es también toda aquella persona que ama la naturaleza y que la concibe
como parte de su ser, de su personalidad, de su carácter, de su día a día, de
su cotidianidad y de su aliento. Naturalista es todo aquel en el que la
naturaleza aflora en su modo de vivir y en su manera de estar en el mundo. Con
lo cual creo que no es ningún disparate decir que mi padre y yo llevamos a un
naturalista dentro, como evidentemente, también lo lleva mi marido cuyo oficio
de fotógrafo muy bien hubiese podido dirigirse hacia otros derroteros que no
fuese convertirse en fotógrafo de naturaleza, pero no ha sido así. Y en ese
naturalista que somos me quiero quedar, porque el ser o el sentirnos
naturalistas es el rasgo más marcado de la personalidad de los tres,
uniéndonos, y es más que evidente que el naturalista que hay en los tres se ha
trasmutado y fundido incluso con el oficio de cada uno, de tal forma que
instintivamente le hemos dado a esa parte oculta de nuestro ser un lugar en
nuestra existencia para que salga a la luz. Pero, si me permitís, lectores
míos, lo que en verdad me apetece hacer, es de los tres, detenerme en la
naturalista que soy yo, porque es ahora cuando he tomado conciencia de cuán
naturalista soy y he sido siempre. Al reflexionar sobre ello, he visto como
toda mi vida ha ido en paralelo a la naturaleza de una forma más que evidente:
Soy hija de un amante de la naturaleza para el cual la naturaleza es una
religión; asimismo fui una niña cuya asignatura preferida tanto en la escuela
como en el instituto eran las ciencias naturalezas puesto que para mí era
importante poder tocar lo que estudiaba; y por otra parte y como guinda del
pastel o colofón me enamoré del que es mi marido, del hombre con el que
comparto la vida desde hace algo más de dos décadas, ―otro naturalista
convencido, como ya sabéis―, cursando ambos Derecho del Medio Ambiente, cuando
el medio ambiente era un asunto del que nadie hablaba todavía y no estaba ni
encima de las mesas ni en ninguna conversación. Así que pensando en todo ello,
he llegado a la conclusión de que la naturalista que hay dentro de mí ha estado
siempre presente en mi vida: definiéndola y marcándola hasta el punto de
adentrarse, cómo no, también en mi oficio, fijando su impronta también en la
personalidad de mi obra, ya que en mi escritura y en cada una de mis novelas la
naturaleza, el mundo natural, el paisaje, los elementos naturales, el clima, la
mar, la nieve, etcétera, siempre ha sido un personaje protagonista, jamás un
decorado, siendo clave en el desarrollo de la trama como factor desencadenante
o como la base en la que se sostiene toda una historia. Y, en esta hora,
repasando mentalmente cada una de mis novelas me doy cuenta de que del mismo
modo como yo huyo del asfalto y solamente encuentro sentido en la naturaleza,
ni a mis historias y ni a mis personajes, los he encerrado nunca entre las
cuatro paredes de un apartamento, ni ninguno de ellos al poner un pie en el
exterior han pisado asfalto. Pensar en ello y verlo con tanta claridad me da la
verdadera magnitud de cómo el gran rasgo que marca nuestra personalidad se
adueña de nuestra vida y vivimos a su son; por ello, tengo que preguntarme a mí
misma, en este instante, que si bien siempre he pensado que la literatura es mi
último refugio, si en realidad no lo es la naturaleza. Sé que si ahora mismo
levanto la vista de estas líneas y se lo pregunto a Alberto, ―él me
responderá con su forma rápida, instintiva y clara que tiene al
contestar―, que está seguro de que mi último refugio es y será siempre una
mezcla de los dos mundos: del literario y del natural. Y, tengo que decir, que
Alberto jamás se equivoca porque está acostumbrado a observar y a no
conformarse con una primera mirada, está acostumbrado a saber mirar; como en
definitiva, debe estarlo cualquier naturalista que se precie o que presuma de
serlo. Aun así sé que la pregunta tengo que contestarla yo. Me lo debo.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz