«Los árboles son las
columnas de la tierra,
si los derribamos el cielo caerá sobre nosotros.»
―Proverbio hindú―
Todos tendríamos que tener
un gran árbol al que podernos abrazar. Que hubiese sido testigo de toda nuestra
existencia. Desde nuestros primeros pasos hasta el caminar que poseemos cuando
nos asentamos en la madurez para si acaso, ―si
así lo deseamos―,
entierren nuestras cenizas debajo de él y poder de esa forma fusionarnos
todavía más con sus raíces. Todos deberíamos tener un árbol en el que creer. En
el que la fe se materializase como algo más tangible que un sentimiento. Pues
desde el principio de los tiempos el árbol ha sido quien ha posibilitado que a
su alrededor brote la vida con sigilo y sin estruendos y que se construya la
humanidad y también las sociedades. El árbol no sólo ha sido madera, alimento,
oxígeno, cobijo, sombra y punto de reunión, sino que ha sido el origen de todo
lo que conocemos, incluso del aire que respiramos. Convirtiéndose de ese modo
para los seres vivos, para cada uno de los seres humanos que han poblado el
planeta, en nuestro Dios en la Tierra. Por ello, no hay que olvidar, que el gran
árbol siempre será y es el tótem al que adorar y respetar, del que tomar
ejemplo, pues él distingue como nadie el bien del mal. Nadie como él sabe más
de echar raíces, de sobrevivir, de renacer, de lo injusto de la intemperie, de
las dádivas del sol y la serena, de sanar, de proteger, de curar, de crear ya
no sólo vida sino confianza en los otros, por ello se llora al árbol que no
está, se le echa a faltar, se disfruta cuando existe y lo podemos tocar.
Entonces, lectores míos, ¡cómo no tener fe en alguien qué es padre y madre de
todos nosotros! ¡Cómo no tener fe en quién ha sido refugio tanto de nuestro
espíritu como de nuestros cuerpos! La fe tangible, para los habitantes de la
Tierra, siempre serán los árboles, por ello todos deberíamos tener uno. Planta
un árbol y crearas vida, planta un árbol y tendrás lluvia, planta un árbol y
tendrás oxígeno, planta un árbol y afianzaras la fe porque comenzaras a creer
en un ser vivo que tiene un poder indiscutible, desconocido y colosal. Intenta
matar a un árbol y lo único que harás es arrancarte a ti mismo del vientre de
la Tierra, con lo cual deberás emplear todo el tiempo que te resta de vida en
ir asumiendo que no gozas de la protección de la
naturaleza, ni del favor del Universo. Cuando escribo estas líneas, sé de lo
que hablo, pues siempre escribo desde mis vivencias: yo tengo un árbol al que
quisieron matar y al que me abrazo siempre desde niña pues además de ser mi
amigo, es vigía de mí existir; por ello, puede contar todo de mí. No tengo
secretos para él. Y he estado las suficientes veces a su sombra, abrigo y
amparo para poder decir con la boca grande que por fortuna llevo bastón de
laurel. Tengo su bendición. Me consta y lo sé. Y le amo por estar ahí, por
existir en mi pequeña vida, por todo lo que me ha dado y me da. Y si algo me ha
enseñado desde su gigantesca fuerza y su fabuloso vigor es que de la misma
forma como un amor sin una historia no es un amor y una existencia sin historia
es un vacío; una vida sin un árbol es un despropósito. Pues quien no ha tenido
un árbol desconoce la fe y sin fe la vida es un imposible. Yo creo en mi árbol.
Yo creo en los árboles. Por tanto, sé que es la fe.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz