.

lunes, 17 de abril de 2017

LA SILUETA


«No pregunto quién eres, no es algo que me importe, 
puedes no hacer nada y no ser nada, 
salvo lo que yo estreche entre mis brazos.»
—Walt Whitman—


Ayer, como todas las mañanas a primera hora, al salir al porche a  respirar mi bocanada de aire matutino me pareció ver la silueta del Rubio; plantado a unos metros de mí, de la casa. Mirándome con sus ojos azules e infinitos y su metro ochenta y dos de estatura. Supe enseguida que se trataba de un ardid, de una treta, de mi propia memoria que cada cierto tiempo, recrea la figura del Rubio en distintos lugares y me lo muestra divertida. Me dan ganas de gritarle, no al Rubio, sino a mi memoria: «¿Acaso estás loca? Si el Rubio zarpó hace mucho con su barco desde el embarcadero de Caótica para no regresar.» Pero decido no gritarle. Hace tiempo que dejé de gritar y de enfadarme por tantas cosas, que hay días en que no me reconozco. La calma se ha instalado en mí y parece que lo ha hecho para quedarse. Por ello, no le digo ni mu, puesto que sé que todos los ardides que se trae entre manos con el Rubio sólo atienden a una razón: la de los lazos inquebrantables de los verdaderos afectos. Con lo cual, si alguien ha sido realmente importante en tu existencia no es extraño que la memoria utilice todas las tretas habidas y por haber, para que el lazo no se rompa jamás, aunque la persona esté lejos de ti. Cuando conocí al Rubio una mañana de enero en el embarcadero de Caótica donde había atracado su barco y me invitó a una taza de café negro y solo que estaba vertiendo de un termo, supe, al mirarle por primera vez a los ojos que sería una persona determinante en mi vida. Entended, lectores míos, como personas determinantes a esos seres con los que se produce al conocerlos un antes y después en la existencia de uno. Seres con los que tu ser es capaz de notar en primera persona la imposibilidad de soltarlos, la resistencia a dejarlos ir. Seres que al final de la vida si un día te dispones a contarlos con los dedos de las manos no suelen ser más de una docena. Pues bien, cuando le conocí supe que el lazo que se crearía entre los dos superaría toda una vida. El Rubio era uno de los seres más extravagantes que habían llegado a Caótica. A ratos encantador, otras enternecedor, siempre embaucador y también en alguna hora diabólico, ya fuese por eso o a saber por qué razón, todo lo que contaba y todas las ideas que se le ocurrían derrochaban ingenio. Y aunque conozco todo del Rubio, pues quizás soy la persona que llegó a conocerlo más y mejor de toda Caótica, no puedo decir, así a las claras—, a qué se dedicaba en concreto, pero quizás por lo mucho que lo conozco puedo decir que del mismo modo hubiese podido pasar por un filibustero, como por un criador de caballos, como por un domador de circo o un poeta. Al Rubio le gustaba contarme sus historias de navegante y sus cuentos chinos mientras bebía café, fumar puros habanos mientras leía mis novelas y compartir conmigo bocadillos de atún cuando la mar estaba brava. Recuerdo que antes de partir, después de vivir más de una década en Caótica, me regaló una caracola de mar y me dijo: «Para que no me olvides.» Y en días como el de ayer en que la memoria en uno de sus ardides me muestra su silueta en el horizonte, cuando entró de nuevo en la casa, tomó la caracola entre mis manos como si ésta fuese mi posesión más preciada y le digo, parafraseando al propio Rubio: «¡Manda huevos Rubio, qué sola me has dejado!» Y es que Caótica tiene la virtud de crear lazos capaces de durar varias vidas entre personas que no se conocían de nada, algo que en otras partes del mundo es del todo inalcanzable, improbable e inviable. De ahí, el enorme poder de Caótica.


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz