«Mira, no doy
tabarras ni pequeñas limosnas;
cuando yo doy, me
doy a mí mismo.»
—Walt Whitman—
Hace unas semanas en
mis oídos chirrió una frase como chirrían los goznes de una puerta vieja y
oxidada al abrirla. Mis oídos captaron como una antena la frase que alguien
dejó caer, —para seguidamente quedarse tan ancha—, de que el amor requiere
siempre de un esfuerzo brutal. Y, sé que si oyese mil veces esa frase, mil
veces chirriaría en mis oídos y en todas las partes de mi ser. Sí, lectores
míos, la frase de que el amor necesita siempre de esfuerzo hizo que me girase
sobre mis talones y exclamase al aire: «¿De qué vas? ¿Si la
característica principal del amor es su sencillez? ¿Si sale de ti hacia el otro
ser con total sinceridad, sin requerir de ningún esfuerzo?» Puesto que cuando se
ama de verdad, el amor nace de manera espontánea, franca, natural, sencilla.
Brota del corazón. Ya que el amor no entiende de imposturas y falsedades y está
siempre tejido con los hilos de la alegría, generosidad y paciencia, pero jamás
se deja tejer con los del esfuerzo ni del sacrificio porque entonces eso sería
como cambiarle su verdadera naturaleza. Sería transformarlo en otra cosa muy
distinta. Sería cambiar su orden natural. Sabemos desde nuestra
niñez, —pues así nos lo han enseñado nuestras madres—, que el
amor no es nada diferente a hacer feliz al otro, ya que en esa felicidad, en su
bienestar, está tu propia felicidad y bienestar. Cuando el amor es verdadero
sale por todos lados. Nadie tiene que esforzase. Ni nadie tiene que soportar
nada. El verdadero amor es sencillo. Es no querer que el otro sufra por nada
del mundo. El amor siempre debe sacar lo mejor de ti. Es así de simple. Y si no
es así, es que no es amor. Si hay que poner en ese amor esfuerzo, de decir:
vamos a obligarnos a amarnos, vamos a obligarnos a que esto salga bien, voy a
obligarme a hablarte a besarte a mover un dedo por ti, obliguémonos a estar
juntos, eso ya no es amor, eso es algo que esconde otra cosa, otro tipo de
relación. Pero me niego a que llamen amor a algo que requiere esfuerzo, a algo
que se debe soportar, a algo que se percibe como una carga o como una
rémora. Ya que cuando algo
que debería salir de forma instintiva y sana lo que necesita es esfuerzo, me
suena a trabajos forzados, y el amor si es verdadero, no es un trabajo forzado,
no hay que forzar nada, pues hay ganas y viene todo rodado; y si no, si no hay
ganas, si hay que trabajarlo y esforzarse, como he dicho antes, eso no es amor.
Ahí no hay amor. Y si lo hubo, se ha evaporado. Si alguien te da pereza y debes
esforzarte, ahí no hay amor. Como tampoco, por supuesto, es amor ni hay amor
cuando uno es feliz haciendo infeliz al otro, ya sea negándole el pan y la sal,
maltratándolo física, psíquica y/o verbalmente. Eso no es amor. Ahí no hay
amor.
Yo sé qué es el
amor. Por ello, puedo decir que amar y esfuerzo, son dos conceptos
antagónicos. Siempre he sido de ideas claras, y en cuestión de amor lo
tengo clarísimo. Sé diferenciar entre lo que es el amor y lo que son otras
cosas, y a esas cosas que cada cual las llame cómo le dé la gana, que las
llamen equis, pero no amor, por favor. Y, a esos, que llaman amor a lo que
requiere esfuerzo, que dicen que por amor todo se debe soportar, sólo les
pediría que no maltraten también a la palabra amor, que dejen de decir
sandeces. Pues se les ve el plumero, se les ve que ni saben qué es el amor
verdadero, ni amar. Si no, otro gallo les cantaría, si no, no actuarían como
actúan, ni se llenarían la boca de desatinos.
Así
que lectores míos, no permitáis jamás, negaos siempre a que delante de vosotros
llamen amor a lo que a todas luces no lo es.
Besos y abrazos a
tod@s.
María Aixa
Sanz