«Creo en la muerte y en los apetitos,
ver, oír, sentir, son
milagros,
y cada parte y cabo de mí
es un milagro.»
— Walt Whitman―
Una de las cosas que más echo de menos de la primavera y del
verano durante el invierno es quedarme en silencio observando con asombro como
una coccinellidae o lo que popularmente
se conoce como mariquita, se pasea por el anverso y el reverso de mi mano para seguidamente,
—al cabo de un rato—, depositarla en un rosal; donde tendrá una larga vida comiéndose
el pulgón. No deja de maravillarme, año tras año, el hecho de que ese ser vivo “diminuto”
recorra mi mano tan campante, que lo haga con absoluta confianza, e incluso con
cierta desfachatez, como si también me echase de menos a mí.
Y es en ese echarse de
menos mutuo, en el valor del echar de
menos, en la gran suerte que es poder echar
de menos donde yo encuentro la
mayor fortuna que una mariquita puede traerme al posarse sobre mi mano.
Se sabe a través de toda clase de leyendas que en casi todas
las culturas del mundo, también en la europea, que las mariquitas son símbolo de
buena suerte. Tanto, que se especifica en la mayoría, que si una mariquita
aterriza sobre una persona es el anuncio de la buena fortuna que le va a
llegar.
Pues bien, si hablamos de fortunas, para mí pocas fortunas
hay más valiosas y reveladoras para el ser humano que el poder echar de menos. Creo con absoluta sinceridad que las
personas somos afortunadas en la medida en que echamos de menos, porque ello significa que hemos amado y conocido, en definitiva, significa que hemos vivido. No hallo por más que busque razón más que poderosa para sentirnos afortunados.
Sentir la “saudade” portuguesa, la “morriña” gallega o “el trobar a faltar” valenciano es lo más parecido a una muestra o al termómetro de cuán afortunados hemos sido en muchísimos momentos de nuestra vida.
Sentir la “saudade” portuguesa, la “morriña” gallega o “el trobar a faltar” valenciano es lo más parecido a una muestra o al termómetro de cuán afortunados hemos sido en muchísimos momentos de nuestra vida.
Sí. Lo sé. Duele. Echar de menos, duele. Pero, cada uno de
nosotros, somos libres siempre de elegir
la forma en qué miramos al mundo, podemos escoger qué sentir ante algo y sobre todo ante una emoción. Por ello, yo
prefiero anular ese dolor hasta hacerlo desaparecer y que este se torne riqueza.
Y me digo a mí misma, cuando echo de menos a alguien o algo, pues se echan de
menos tanto personas como lugares como tiempos: «Si te echo de menos es porque
has sido y eres una parte importante de mí, tanto, para que a fecha de hoy al recordarte:
te sienta como si te tuviese sentado al lado o como si caminase por tus calles
o discurriese por tus días. Y ello me alegra. Me reconforta. Me fortalece. Extiende mi mundo.»
Sí, lectores míos, echar de menos es un privilegio, es de
ser muy pero que muy afortunados. Es lo que nos vuelve todavía más humanos, si
cabe. Con lo cual, deberíamos considerar ese sentimiento como un hermoso tesoro. Porque
cuando algo se echa verdaderamente de menos, de alguna manera estamos con los
brazos abiertos preparados para que regrese a nuestras vidas, tanto metafórica
como literalmente. E incluso en algunos casos, cierto es, daríamos todo lo que
tenemos por poder compartir unos minutos con ese ser o por poder estar en ese
lugar o en aquel tiempo. ¿A qué sí?
De modo que nunca jamás tengáis miedo en echar de menos. Pues
echar de menos no es una casualidad, sino probablemente es la mejor de las venturas,
como lo es que una mariquita al vuelo, mientras aletea cincuenta y ocho veces
por segundo, escoja posarse sobre ti, sí, sobre ti entre tantos otros seres que
habitan tu mismo planeta.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz