«Dejadme respirar
una buena bocanada
de aire matutino y sin diluir.
¡Aire de la mañana!»
―Henry David
Thoreau―
Yo, al igual que Thoreau, también requiero de esa primera bocanada de aire cada mañana como desayuno. Necesito sentir la energía en los pulmones, en el rostro, en el cabello, en cada poro de mi piel; en definitiva, notar como el cuerpo se despereza y se abre a la vida, cargándose de una vitalidad comparable a nada. Esos valiosos segundos se han convertido en un ritual, ya que no hay mañana en que no los disfrute mientras se calienta el agua en la cafetera. Haga sol, viento o llueva; ahí estoy yo: absorbiendo la energía que la naturaleza me dispensa con cada amanecer. Como ya sabéis, mis queridos lectores, ni Alberto ni yo estamos dispuestos a renunciar a nuestro trozo de pastel, a ese cielo en la Tierra que es la naturaleza.
Y ahora que la primavera va asomándose a cada paso, nuestro día con una facilidad pasmosa empieza con los trinos de
las golondrinas y los jilgueros y acaba cuando oímos el croar de las ranas cuando
la noche va camino de convertirse en madrugada. En esta época se puede tomar conciencia de nuevo, por si acaso el invierno ha hecho borrón y cuenta nueva, de que ni nada hay tan bello ni suculento como los sonidos que
acompañan el trascurrir de los días cuando el invierno queda atrás, ni hay
mayor festival que el despliegue que se produce cada primavera cuando todo
quisqui decide dejar de hibernar. Lectores míos ha llegado la hora de que sepáis la gran verdad del Universo: No vais a encontrar ni mejor música, ni mejor
poema, ni mejor cuadro, ni una más elevada historia que la que cada día la
naturaleza nos muestra y nos cuenta. Ni tampoco mayor lección, ni moraleja.
Por ello, o como ejemplo de ello, seguidamente pasaré a contaros algo que nos sucedió hace unos días y es digno de que quede plasmado en negro sobre blanco por su singularidad.
Deciros antes que nada que Alberto y yo tenemos por costumbre preparar barbacoas los sábados por la noche, es esta una tradición arraigada en nuestra forma de vida, que exportamos allá donde vamos pues no hemos descubierto todavía un pasatiempo mejor para compartirlo con la gente querida que supere a una cena al calor y al olor y sobre todo al sabroso sabor de una barbacoa. De manera que la otra noche mientras estábamos junto a unos amigos preparando la habitual barbacoa de los sábados, asistimos en primera fila y sin esperarlo a
un espectáculo para el cual no habíamos sacado entradas. Era sábado noche, como ya he dicho, y
estábamos de hecho a punto de sacar
la carne y las pizzas de las brasas, cuando un sonido a modo de interferencia de radio se
mezcló con nuestra cháchara hasta hacernos callar. El sonido iba en aumento, a
cada instante era más potente, más firme, más atronador y lo que en un
principio nos había parecido una emisora de radio mal sintonizada, se convirtió
en un juas, juas, juas, descomunal en mitad de la noche. Alzamos al unísono,
todos, la vista hacia el cielo donde la luna llena lucía como un foco empañado
por el vaho del agua que estaba por venir, pues llevaba como en Valencia
decimos: “galdufa”, es decir, la
aureola que anuncia que en las siguientes horas va a llover, al menos durante un par de
días. Así que al ser noche cerrada y la luna estar ensombrecida no
vimos nada, pero fuimos conscientes de una manera rotunda de que no estábamos
solos, sobre nuestras cabezas con unos gritos semejantes a una burla, a una
mofa, estaba sobrevolándonos una bandada de patos que se dirigía al sur, al
norte, al este o al oeste, a saber. Pasaron varios minutos hasta que dejamos de
oír aquel antipático: juas, juas, juas; que nos dio a todos la sensación de ser
la más desagradable de las risas en la más primaveral de las noches. Fue Ernest
con su acertado: «Y sin brújula y probablemente formando una uve»; quien rompió el
silencio que se había instalado entre nosotros. Entonces, supimos con una certeza absoluta que ni buscando por todas las carteleras de espectáculos del mundo, habríamos
encontrado uno que hubiese provocado en todos nosotros, y a la vez, tal impresión
y tanto asombro. No me cabe duda, de que si ese sábado queda guardado en la
memoria de los ocho que éramos, será por la bandada de patos, antes que por
otra cosa.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz