Suiza, 24 de enero de 2020
El azul cobalto del cielo de Davos, que tanto te gusta, de cuando el día le da paso a la noche me despide. Dejo la montaña atrás, definitivamente deja de ser mágica sin ti, pero debo confesarte que saberte conmigo ha hecho que mi estancia en ella haya sido de nuevo una experiencia enriquecedora. Te escribo de nuevo desde el tren. Me sé evocando para ti los paisajes, colores y olores que he ido recopilando silenciosa e intencionadamente para los dos con la finalidad de ir construyendo nuestra vida, nuestros recuerdos. El amor es eso. Recuerdos, momentos, tiempo que pertenecen a dos, que significan exclusivamente lo mismo para dos y que van a excluir siempre al resto del mundo. El amor sin recuerdos no es nada. Es como una cometa sin hilo o un patio de recreo sin niños. De nada sirve. Para nada existe. Te veo ahora mismo sentada frente a mí, contemplando al hombre gallardo y brillante en el que me he convertido tras años compartiendo vida contigo. Mirándome con tus ojos rebosando amor por mí, también admiración, por qué no. Si no admiras no amas. Tú no puedes amar sin admirar. No concibes lo uno sin lo otro. Es más, sé que aprendiste a amarme porque me admirabas. Ríes. De pronto ríes y tu risa es como ver caer la primera nevada del invierno y estar a cubierto. Tu risa me hace sentir siempre en lugar seguro. Hablas. No sé qué dices porque el movimiento de tus labios de fresa me hipnotiza y me arrebata el alma. Me agarras de una mano y tiras de mí hacia ti. De poder, me la arrancarías y te la llevarías contigo. Mis manos. Ay, mis manos para ti. Entonces oigo tu voz rústica como tú, llamándome como solamente tú me llamas en el mundo entero. Haces que repare en una fotografía que me tiendes. ¿Quién ha sacado esa fotografía que tan bien nos retrata?, me pregunto. En ella tú estás abrazada al tótem davosiano que yo he encontrado para ti y yo te miro apoyado en uno de los osos esculpidos en piedra que lo rodean. Un paraje salvaje para mi rústica, pensé al tropezarme con él. De modo que te llevé hasta allí y tú te dejaste llevar sin protestar y entusiasmada. No te decepcionó el lugar, al contrario, al verlo te emocionaste como una niña en su cumpleaños y me besaste como una amante madura con la que te sabes eterno. Me seguirías al fin del mundo de proponertelo. Me seguirías con los ojos cerrados como un privilegio. Porque confías ciegamente en mí, confías sin secretos, ni reservas, confías a bocajarro. Vives conmigo a quemarropa. Sientes conmigo como si te fuera la vida y es que te va. Me veo mirándote con respeto, divertido, pero con respeto porque sé que en verdad para ti tu tótem soy yo. Estoy comprendiendo que en realidad soy yo el único receptor de esa energía tuya que tan necesaria me es para vivir. Estoy comprendiendo que hace mucho que a ti dejó de importarte todo lo que no es el berlinés. Estoy comprendiendo que desde hace mucho tú sabes que yo no ignoró nada de ti y de mí. De ahí la fuerza de lo que nos une, de ahí ese latido de corazón al compás, de ese vivir sin respirar sintiendo el vértigo en el estómago de una existencia sin el otro. El tren se desliza por la montaña alpina, mi rostro se refleja en el cristal de la noche. Ese rostro que conoces mejor que yo y que tanto amas. Dejo de escribir. Cierro los párpados. Pienso en ti. Pienso en ti. Pienso en ti. Cuando llegue a la estación franqueare la presente porque ya está sucediendo. Y eso es lo mejor. Que suceda. Lo que sea contigo. Pero que suceda. Suceder, suceder, suceder, querida mía, siempre contigo.
El Berlinés