Un día en que me sentía
especialmente ávida de una lectura, me precipité, —como hago muchas veces
cuando estoy en casa—, a escarbar entre los libros de la biblioteca familiar.
Fue entonces cuando sin esperarlo hallé algo que iba más allá de lo que había
ido a buscar. Pues al tomar entre mis manos dos libros para ver por cuál me
decidía cayó a mis pies una postal que jamás había visto, y eso que la
biblioteca familiar no es lugar desconocido para mí. En ese momento, pensé que
si no la había visto con anterioridad, era porque igual en tantos años deambulando
por aquellas estanterías nunca me había detenido exactamente delante de esos
dos ejemplares para sacarlos de su hueco. Deduje inmediatamente que la
postal no se encontraba dentro de ellos sino entre ellos. Y como si
hubiese esperado ese momento durante toda su vida voló con un vuelo ligero de
pluma hasta quedar a mis pies. Al agacharme para recogerla vi que el dibujo
impreso en su anverso era especialmente hermoso y no sé por qué razón
contemplarlo me llenó de sosiego, de calma. Facultad que todavía hoy conserva.
La imagen de tonalidades grises, blancas y marrones de una escena de tres
caballos en la nieve y envueltos en la niebla me resultó y me resulta
balsámica. Eso fue en lo primero que reparé al observarla detenidamente, no
pensé en nada más, ni siquiera intuí que el encuentro no acababa ahí. Pero os
aseguro que estaba muy lejos de adivinar lo qué iba a descubrir y a sentir
cuando le diese la vuelta. De modo que sin pensarlo dos veces, sin pensar en
nada, sólo obedeciendo a mi curiosidad, giré la postal y al ver el reverso de
la misma, todo mi cuerpo se estremeció y algo muy parecido a la felicidad del
reencuentro me invadió, pues vi la letra de mi abuelo. Me encontré de bruces
después de muchos años con la letra de mi abuelo y con dos frases que él había
escrito con su letra pulcra. Un pequeño texto, dos frases, unas palabras que mi
corazón y todo mi ser, inmediatamente, hizo suyas y abrazó y albergó como agua
de mayo. No había reparado hasta ese momento de cuánto extrañaba la letra de mi
abuelo; una letra que él había desarrollado a lo largo de su vida,
impregnándola de su propia personalidad, desde que había aprendido a escribir
durante la guerra. Frente a mí y entre mis manos tenía su letra y tenía sus
palabras pero sobre todo le volvía a tener a él. Lo que en su día había escrito
en el reverso de aquella postal eran frases que tenía su peso, eran oro puro y
pura vida, eran consejo y consuelo, eran su sabiduría. Mi abuelo en el reverso
de su postal había escrito: «Sé la sonrisa y la luz en la oscuridad de
alguien. Pues en tu interior existe la fuerza y el poder para serlo.» Y
del mismo modo como sabía sin ninguna duda que era su letra, desconocía la
razón por la cual la postal se había quedado allí. Si era porque se había olvidado
de enviársela a su destinatario del que no había escrito ni nombre ni dirección
o si estaba allí por algo todavía más grande como presentarse ante alguien en
el futuro. Contemplar la segunda posibilidad como algo factible no era extraño.
Pues todo aquel que tuvo la fortuna de tratarlo, y me consta que fue mucha pero
muchísima gente, sabe que siempre fue hombre de ocurrencias y sorpresas,
intrépido y aventurero, por tanto no es para nada un hecho raro ni inconcebible
encontrar a fecha de hoy, mensajes suyos repartidos por doquier. Pero lo
cierto, lo que en verdad estaba sucediendo, más allá de las conjeturas que yo
pudiese hacer es que allí estaba yo con la postal. Recuerdo que volví a
leer el mensaje; una, dos, tres y cuatro veces: «Sé la sonrisa y la luz
en la oscuridad de alguien. Pues en tu interior existe la fuerza y el poder
para serlo.» Sentí un profundo orgullo de ser la nieta de un hombre
como él y supe que no quería desprenderme de aquello que era un mandato de mi
abuelo a alguien. Por tanto, me pregunté a mí misma: ¿Por qué no podía ser yo
ese alguien?
Así que yo que tengo sus
mismas maneras en el modo de proceder y de ser, y con mi carácter idéntico al
suyo, —aventurero e intrépido—, actúe como lo hubiera hecho él: con
determinación. Me la quedé. La deslicé hasta el bolsillo trasero de mis jeans. Ya
que era consciente de que no quería vivir en un mundo donde existiesen
esas palabras de él, escritas años ha, y no tenerlas en mi poder para que me
acompañasen a todas partes.
Llamadme egoísta si
queréis, os lo permito, lectores míos. Pero no pude resistir la tentación de no
quedarme con la postal, y aunque pensé que lo correcto sería dejarla donde la
había encontrado porque no era mía, no pude, porque en cambio, sentí que sí que
lo era. Además, sabía que si la dejaba allí volvería a perder de nuevo a mi
abuelo por enésima vez y no quería volver a pasar por lo mismo. Desconozco
cuántas veces un ser vivo es capaz de perder a un ser al que ama y no poner
remedio. Yo no pude, lo confieso, y ahora la postal habita dentro de uno de mis
libros y me reconforta contemplarla y leerla casi que todos los días. Es para
mí una especie de talismán, de amuleto. Porque sí tengo la postal, con las
palabras escritas por mi abuelo, le tengo a él. ¿Y cómo renunciar a eso?
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz