.

domingo, 12 de noviembre de 2017

HALLAZGOS


Un día en que me sentía especialmente ávida de una lectura, me precipité, —como hago muchas veces cuando estoy en casa—, a escarbar entre los libros de la biblioteca familiar. Fue entonces cuando sin esperarlo hallé algo que iba más allá de lo que había ido a buscar. Pues al tomar entre mis manos dos libros para ver por cuál me decidía cayó a mis pies una postal que jamás había visto, y eso que la biblioteca familiar no es lugar desconocido para mí. En ese momento, pensé que si no la había visto con anterioridad, era porque igual en tantos años deambulando por aquellas estanterías nunca me había detenido exactamente delante de esos dos ejemplares para sacarlos de su hueco. Deduje inmediatamente que la postal no se encontraba dentro de ellos sino entre ellos. Y como si hubiese esperado ese momento durante toda su vida voló con un vuelo ligero de pluma hasta quedar a mis pies. Al agacharme para recogerla vi que el dibujo impreso en su anverso era especialmente hermoso y no sé por qué razón contemplarlo me llenó de sosiego, de calma. Facultad que todavía hoy conserva. La imagen de tonalidades grises, blancas y marrones de una escena de tres caballos en la nieve y envueltos en la niebla me resultó y me resulta balsámica. Eso fue en lo primero que reparé al observarla detenidamente, no pensé en nada más, ni siquiera intuí que el encuentro no acababa ahí. Pero os aseguro que estaba muy lejos de adivinar lo qué iba a descubrir y a sentir cuando le diese la vuelta. De modo que sin pensarlo dos veces, sin pensar en nada, sólo obedeciendo a mi curiosidad, giré la postal y al ver el reverso de la misma, todo mi cuerpo se estremeció y algo muy parecido a la felicidad del reencuentro me invadió, pues vi la letra de mi abuelo. Me encontré de bruces después de muchos años con la letra de mi abuelo y con dos frases que él había escrito con su letra pulcra. Un pequeño texto, dos frases, unas palabras que mi corazón y todo mi ser, inmediatamente, hizo suyas y abrazó y albergó como agua de mayo. No había reparado hasta ese momento de cuánto extrañaba la letra de mi abuelo; una letra que él había desarrollado a lo largo de su vida, impregnándola de su propia personalidad, desde que había aprendido a escribir durante la guerra. Frente a mí y entre mis manos tenía su letra y tenía sus palabras pero sobre todo le volvía a tener a él. Lo que en su día había escrito en el reverso de aquella postal eran frases que tenía su peso, eran oro puro y pura vida, eran consejo y consuelo, eran su sabiduría. Mi abuelo en el reverso de su postal había escrito: «Sé la sonrisa y la luz en la oscuridad de alguien. Pues en tu interior existe la fuerza y el poder para serlo.» Y del mismo modo como sabía sin ninguna duda que era su letra, desconocía la razón por la cual la postal se había quedado allí. Si era porque se había olvidado de enviársela a su destinatario del que no había escrito ni nombre ni dirección o si estaba allí por algo todavía más grande como presentarse ante alguien en el futuro. Contemplar la segunda posibilidad como algo factible no era extraño. Pues todo aquel que tuvo la fortuna de tratarlo, y me consta que fue mucha pero muchísima gente, sabe que siempre fue hombre de ocurrencias y sorpresas, intrépido y aventurero, por tanto no es para nada un hecho raro ni inconcebible encontrar a fecha de hoy, mensajes suyos repartidos por doquier. Pero lo cierto, lo que en verdad estaba sucediendo, más allá de las conjeturas que yo pudiese hacer es que allí estaba yo con la postal. Recuerdo que volví a leer el mensaje; una, dos, tres y cuatro veces: «Sé la sonrisa y la luz en la oscuridad de alguien. Pues en tu interior existe la fuerza y el poder para serlo.» Sentí un profundo orgullo de ser la nieta de un hombre como él y supe que no quería desprenderme de aquello que era un mandato de mi abuelo a alguien. Por tanto, me pregunté a mí misma: ¿Por qué no podía ser yo ese alguien? 
Así que yo que tengo sus mismas maneras en el modo de proceder y de ser, y con mi carácter idéntico al suyo, —aventurero e intrépido—, actúe como lo hubiera hecho él: con determinación. Me la quedé. La deslicé hasta el bolsillo trasero de mis jeans. Ya que era consciente de que no quería vivir en un mundo donde existiesen esas palabras de él, escritas años ha, y no tenerlas en mi poder para que me acompañasen a todas partes. 
Llamadme egoísta si queréis, os lo permito, lectores míos. Pero no pude resistir la tentación de no quedarme con la postal, y aunque pensé que lo correcto sería dejarla donde la había encontrado porque no era mía, no pude, porque en cambio, sentí que sí que lo era. Además, sabía que si la dejaba allí volvería a perder de nuevo a mi abuelo por enésima vez y no quería volver a pasar por lo mismo. Desconozco cuántas veces un ser vivo es capaz de perder a un ser al que ama y no poner remedio. Yo no pude, lo confieso, y ahora la postal habita dentro de uno de mis libros y me reconforta contemplarla y leerla casi que todos los días. Es para mí una especie de talismán, de amuleto. Porque sí tengo la postal, con las palabras escritas por mi abuelo, le tengo a él. ¿Y cómo renunciar a eso?


Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz