«Pies para qué los quiero
si tengo alas para volar.»
—Frida Kahlo—
Aquí ya ha llegado el
frío, el viento, la ventisca, y la nieve. El viento no para de aullar y de ulular,
y si atiendes, oyes como te dice: «Soy el inviernooooooooo y ya estoy aquí de
nuevoooooooooo. Dadme la bienvenidaaaaaaaaaa.» En ese momento, cuando oigo
hablar al invierno, aplaudo y doy saltos de alegría. Pues el invierno me llena
de dicha. El invierno me sienta bien. Y si en verano, —que no es mi época
preferida del año—, disfruto de cada día como si fuese el último, qué decir del
invierno. Estaba yo el otro día cocinando un rico y esponjoso bizcocho de
invierno con manzanas y pasas, y reparé en que sólo me he aburrido una tarde en
los once meses que llevamos de año. Al ser consciente de ello casi que me
resultó increíble, pero es que no soy de aburrirme, no sé aburrirme, y eso que
dicen que aburrirse de cuando en cuando es necesario e incluso saludable. Pero
yo soy incapaz. No puedo. Y en esas cavilaciones estaba mientras colocaba la
manzana sobre el bizcocho cuando oí el golpe seco de cuando alguien deja
caer la tapa del buzón de correos después de introducir una carta o un paquete
en él. Así que minutos después cuando deposité el bizcocho en el horno, salí
con mis botas calentitas y mi abrigo, para ver qué encontraba y en el
buzón hallé un sobre marrón del que al leer el remite rasgué enseguida el
cierre para ver qué contenía. En él había tres fotografías de la misma imagen
tomada de la luna llena reposando sobre el esqueleto de un viejo árbol muy
conocido y muy amado por mí. Acompañando a las fotos una nota decía así: «Cuenta
la leyenda de este lugar que con la luna llena de noviembre…» Me
emocioné. Era un regalo de mi padre. Siempre ha utilizado las mismas palabras
como pie para contar una historia que él inicia y que yo continúo, y de esa forma la contamos a dos voces, inventándonosla sobre la marcha,
improvisando, creando de ese modo y de la nada una historia que igual
puede hacernos desternillar de la risa como llorar. Pero el hecho es que ese ir
tirando del hilo entre los dos siempre nos levanta el ánimo y por qué no
decirlo siempre nos hace venirnos arriba como dos chiquillos. Y es que mi padre tiene
como yo muy poco de aburrido. Es poco dado a aburrirse porque si no le gusta
lo que hay: lo cambia, lo transforma o se lo inventa para crear un nuevo presente sin mirar atrás. Algo que he heredado. A ambos nos gusta
crear vida donde no la hay. Nos gusta dibujar sonrisas en los rostros propios y
ajenos. Nos gusta vivir disfrutando. Prueba de ello, de nuestro carácter
positivo, de que siempre andamos trajinando con algo y en algo, es nuestro
amado y perenne árbol que ahora es esqueleto, —puesto que un criminal, un ser
perverso, decidió quitarle la vida sin compasión y sin piedad—, y aun así
nosotros nos negamos en redondo a talarlo, a desahuciar a quien durante muchísimas décadas fue morada y plenitud. Es tal nuestra resistencia a acabar del todo con
él que desde el minuto uno pensamos en su reconversión, en revertir la
fatalidad en la medida de lo posible, y decidimos dejarlo ahí como testigo de la maldad humana, pero también y sobre todo, para que sirviese
de agarradero para otras plantas, de hogar para los insectos, de percha y nido para los pájaros y de apoyo para la luna. De modo, que feliz como una perdiz como estaba, por haberme
encontrado en el buzón con el eco de la voz y de la forma de ser de mi padre, entré
en casa rauda y veloz, y en la nota tras sus palabras, escribí: «Cuenta la leyenda de
este lugar que con la luna llena de noviembre la paz y la felicidad
reinan en la vida de la niña que una vez decidió subirse a los árboles porque
desde el suelo el mundo se le quedaba pequeño y al oír el eco de una voz que la
llamaba, meditó sobre si volar era algo más que una posibilidad…» Dejé en ese punto
la historia, porque supe que a mi padre le encantaría y se la envíe tal
cual. Sabiendo que al cabo de unos días un nuevo párrafo
escrito por él llegaría a mí, para que yo a continuación añadiese otro y seguir así hasta el fin de los tiempos. Y, si dejé la historia en ese punto fue a propósito puesto que uno
de los sueños que mi padre y yo compartimos es el de poder volar. Y dada la
imposibilidad de tal hecho para el ser humano, mi padre y yo, nos inventamos
nuestra particular forma de hacerlo. Si no podemos volar, dejamos que vuele
nuestra imaginación, siempre juntos y de la mano. Y en el aire y de esa manera permanece a todas horas suspendido y flotando el eco de nuestro gran sueño.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz