En infinidad de ocasiones
le he oído decir con acierto a Alberto que todos llevamos un poquito de Navidad
dentro, pues de no ser así, la existencia sería insoportable. Sé que cuando se refiere
a la Navidad también alude, al mismo tiempo, a la ilusión, a la esperanza,
incluso a la ambición de ser mejor persona, de vivir en
un lugar o en un mundo mejor, de hacer de cada día un descubrimiento, de ir
sumando y creciendo como individuos, de ir creando obra y vida desde la nada. Sé
que cuando Alberto piensa en la palabra ambición, lo hace pensando en los frutos que pueden dar las ambiciones sanas. Pues en su forma de ser y de estar en el mundo no hay nada insano. Y en estas fechas en que la Navidad, evidentemente, está ya en el ambiente; al pensar en una ambición sana se reaviva en mí la gran ambición de mi abuelo que no era otra que el saber, la educación y la cultura. Ambición que canalizaba siempre a través de los libros. Ya que para él los libros
eran un símbolo, eran la cultura y la educación, reunidos en un objeto. Para él con un libro el saber se volvía tangible y de ese
modo nos lo trasladaba y nos lo mostraba. Sentía tal devoción por los libros, tal mezcla de
pasión y salvación, que lo único que deseaba era tener una gran y enorme
biblioteca que recorriese todas las estancias de su casa. De pared a pared. Por ello, nos
acostumbró a todos a leer y amar los libros. Esa ambición tan suya y que tan bien lo retrataba fue su mayor
anhelo como también el más desconocido. Sin embargo, no lo fue para quienes compartimos tiempo y secretos con él, ya que sembró en cada uno de nosotros el amor por
los libros, por la curiosidad y el saber, y lo hizo siendo consciente de que la semilla que sembraba echaría raíces. Mi abuelo siempre fue
listo, audaz, y veloz de pensamiento y de actos como una liebre, y sobre todo muy pero que muy original. Por ello, cuando ahora, año tras año, en vísperas de Navidad, aparece en la prensa el mismo artículo sobre que en
Islandia cada Nochebuena sus gentes se regalan libros yo sonrío, porque recuerdo a
mi abuelo y la costumbre que tenía de comprar libros para todos, para después envolverlos
con papel de colores y pegar en cada paquete un minúsculo papel donde en vez de
escribir el nombre del destinatario del mismo, escribía una palabra del título
del libro. De tal manera que cuando te tocaba el turno y te hacía desfilar por
delante del montón de libros podías pesarlos y sopesarlos, darles la vuelta y
leer la palabra mágica para que así por unos instantes tuvieses todo un mundo de
posibilidades delante de ti, y aun sabiendo que no te quedaría otra que acabar decidiéndote por uno, de contemplar las contemplabas. El que sólo pudiese ser uno el ejemplar elegido, te llevaba a valorar la importancia de la
palabra clave escrita por mi abuelo, ya que era la puerta de entrada a una historia que tras desenvolverla
cuidadosamente formaría parte de tu vida y tú de ella durante unas horas o si
corrías la mejor de las suertes durante toda una vida. Era tan bonita e insólita esta
costumbre de mi abuelo para aproximarnos a los libros
que todavía a fecha de hoy seguimos con ella. Pues de todas las
costumbres que uno puede heredar y ejercitar si hay una que tenga por objeto o como fin elevar
el libro y la lectura como un bien supremo me parece que debe ser protegida como
se protegen las raras avis. Como podéis comprobar, lectores míos, mi abuelo era muy ingenioso y divertido; tanto, que sin darte
cuenta abrazabas sus causas. Y heme aquí, ahora mismo, ya de adulta utilizando
sus mismas artimañas y martingalas. Haciendo mía su ambición. Encontrando
dentro de mí la Navidad tal como Alberto la entiende, por ello, durante semanas he estado leyendo sinopsis y
primeras páginas de decenas de libros para de ese modo escoger con acierto los que van a
hacer las delicias de mis seres amados. Y cuando los he tenido a todos ellos en mis manos,
los he envuelto cuidadosamente y he pegado la consabida etiqueta escribiendo en
ella una palabra del título. Tal cual. Como lo hubiese hecho él. Son tantos
los actos, las actitudes, las frases hechas y los matices de mi carácter en los
que me reconozco como nieta de mi abuelo que aunque ya ha dejado de
sorprenderme, sé que jamás me dejara indiferente y sé que siempre me sentiré bendecida
por ello.
¡Feliz Navidad, lectores míos!
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz