«Con
la naturaleza no se juega impunemente.
Es
más vengativa que Dios.»
―Rosamond
Lehmann―
No sé si muchos de vosotros pero sí que sé que alguno ama la
naturaleza como lo que es: Un espectáculo para los ojos que saben mirarla; una
fuente de aprendizaje para los que saben escucharla; y vida para los que saben
disfrutarla sin dañarla. Creo a pies juntillas en la máxima que Alberto me ha enseñado de: «Quien mata a la vida, la vida huye de él.» Creo en sus máximas
porque nacen de su forma de ser reflexiva, prudente, honrada y honesta. Y
amante y observador nato de la naturaleza como es, por tanto extremadamente
cuidadoso con ella, si te enseña algo sobre la naturaleza debes creerlo. Con él he
aprendido a abrir los ojos delante de ella, he aprendido a diferenciar
los matices, los colores, los sonidos, he aprendido a valorar su belleza y a
respetar su poder. Nos gusta vivir rodeados de naturaleza, eso nos hace sentir
vivos como si estuviésemos en el centro mismo de algo más inmenso de lo que somos
las personas y que se llama Universo. No creo que podamos volver nunca a
quedarnos en el asfalto, ni tampoco creo que separarnos del verde sea algo
posible. Quiero decir que no nos verán ni por tierras áridas, ni por atascos. Muchos
de vosotros aunque viváis en entornos urbanitas sucumbís a la belleza que
podéis contemplar a través del televisor de un volcán en erupción, de una
profusa nevada, o de una caudalosa catarata. Además, seguro, que más de uno para
oxigenarse busca al menos una vez al año escaparse a la montaña o a la playa
como alma que lleva el diablo para mirar de frente y a los ojos aunque solo sea
por unos días la inmensidad que nos regala la naturaleza. ¡Qué hermoso es
sentirla en nuestra piel! ¡Qué extraordinario resulta ser el placer de apreciarla
con nuestros ojos! ¡Qué vivo se siente uno cuando escucha sus sonidos! ¿Verdad?
Nada como unas olas, como el aire meciendo la hierba, como el trino libre de
los pájaros también libres, como el frufrú de las ramas de un árbol, como el
silencioso descenso de los copos de nieve en ese flotar tan suyo, nada como
sentir el viento en la cara que te aparta del cerebro todo lo feo y te deja limpios los pensamientos,
nada como el acurrucarse mientras la lluvia se convierte en el ruido de fondo,
nada como sentir el sol en la piel invadiéndote, y así, en un largo etcétera que también comprende la vida de todos los seres que viven en ella. Luego está el gran poder que posee, en
esa, ―como Alberto la llama―, naturaleza sin pausa ajena a todo, y capaz de todo.
¿Pues qué se puede hacer ante un tornado, una tempestad, un huracán, un tsunami?
¿Quién puede pararlo? Nadie. Ya que nadie hay tan poderoso sobre la faz de la
Tierra para plantarle cara a la naturaleza y detenerla; por ello, ni él ni yo ni muchas personas entendemos qué clase de malignos seres son y cuánta inconsciencia
y rencor albergan en su interior esos individuos que deciden cuando nadie los
ve matar un árbol, por ejemplo, quemar un bosque... Sin ninguna razón. Olvidándose en ese mismo momento que quien
juega con la naturaleza no sale inmune. Olvidándose que quien mata a la vida, la
vida huye de él. Olvidándose que en ese justo y exacto instante la naturaleza con todo
su poder se pondrá en movimiento para crear nueva vida muy lejos de su asesino.
Pues no sé si os habéis dado cuenta, pero es la naturaleza quien es la verdadera superviviente, algo de lo que
lejos estamos de ser los humanos. Y que cuando esos asesinos más pronto que
tarde estén bajo tierra cubiertos de gusanos y criando malvas será la
naturaleza quién baile sobres sus tumbas.
Y os prometo que ni Alberto ni yo
seremos quienes se apiaden de ellos, como tampoco lo harán todos los hombres y
mujeres de bien.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz