«La vida es una enfermedad
terminal», así de contundente se muestra David Mitchell al respecto de esto a
lo que llamamos vida y que ocupa
nuestros días. Leí esa sentencia, pues a sentencia suena, y no pude no estar de
acuerdo. Y como siempre, empezaron a asaltarme las preguntas: ¿Cuándo nos damos
verdaderamente cuenta de ello? ¿Qué día tomamos conciencia de que esto no es
para siempre? ¿En qué hora se da cuenta uno de que va encaminado a desaparecer?
¿Es el día en que se nos cae el primer diente, ―no me refiero al de leche―; o
es el día en que nos miramos en el espejo y contemplamos nuestras canas,
nuestros kilos de más; o es quizás, cuando empiezan a dolernos músculos que no
sabíamos ni que teníamos; o es, tal vez cuando comprobamos que ciertas ganas se
evaporan con facilidad y sin remordimiento alguno? Detengámonos pues, en ese día. En ese preciso momento. Sí, en el día,
en el minuto, en que vemos que el cuerpo ha empezado a asumir desde hace tiempo
todo lo que nosotros ni siquiera todavía nos hemos empezado a plantear. Ese
día, ese instante, esa hora, ese minuto tenemos que tenerlo en nuestro haber no
como el día en que la decadencia se ha apoderado de nosotros, sino al revés,
ese instante es en el que deberíamos gritar: «Por fin, lo logré»; teniendo en
cuenta que la vida es una enfermedad terminal. Y es que hacerse viejo es un
logro. Aceptarlo y convivir con todo aquello que desde hace unos años ya no
somos, también. Mirarte en el espejo y decirte: «Te soporto»; o incluso quizás:
«Me gusta el hombre o la mujer, en el o en la, que te has convertido»; decirte
eso, o ser consciente de ello, sin sentir la necesidad de burlar los años con
trapitos, ni comportamientos, ni subterfugios que la mayoría de las veces
resultan ser ridículos, es tener la cabeza bien amueblada. Porque cumplir años
si algo de maravilloso tiene es que aniquila los fervores de la inexperiencia,
y otorga una tranquilidad en la que es muy cómodo vivir. Entonces, ¿qué podemos
demandar para vivir si no los mejores años de nuestra vida, si que los más
maduros y tranquilos? Pues hacerlo, al menos, con la persona amada. Reír juntos
y vivir juntos, hasta el punto y final. Y por supuesto, no hacerle mucho caso a
la imagen que los espejos nos devuelven a partir de los cuarenta; pues ellos,
―los espejos―, no tienen ni puñetera idea de lo mucho que nos ha costado llegar
hasta aquí.
Besos y abrazos a
tod@s.
María Aixa Sanz