Escribo en este comienzo de la tarde. Escribo y pienso que igual en esta hora como en tantas otras, otros escriben. Puede que incluso secretamente un diario o una carta que jamás van a enviar. Un gorrión entra y se posa en la balda superior de una de las estanterías de La Madriguera. Le miro. 《¿Qué haces ahí?》, le digo. Se queda quieto, como si hubiese decidido pasar la tarde frente a mi mesa de trabajo. 《No puedes estar ahí. Tus hermanos te echarán de menos》, le indico. Ni caso. Sigo escribiendo. Sobre las cuatro de la tarde suelen pasearse por el porche y les es tremendamente fácil a saltitos entrar en el interior de La Madriguera sin armar ningún tipo de revuelo. Creo que ellos también entienden el jardín, el porche y La Madriguera como un solo espacio. Como un todo en el que ser felices. Me levanto y descorro la cortina por si quiere salir. Pero sigue firme en su decisión de quedarse cómodamente en la estantería que ha elegido, una que está libre de libros y que es una amalgama de recuerdos del mundo natural que habitamos. Concretamente está sentado entre los Señores Honestos junto a unas piñas. Vuelvo a sentarme. Se irá cuando le venga en gana. Vuelvo a la tarea que me ocupa, la de escribir una nueva entrada en el diario natural. Noto mi cuerpo tenso. Esta mañana he tenido que ir a comprar (antes de que alguien me levantase la pieza) una hermosa vajilla que se vendía al mejor postor. Nuna y yo hemos subido a la camioneta a primera hora de la mañana y no nos ha sobrado ni un minuto. Eso sí, hemos regresado satisfechas con la vajilla en la camioneta. Miro al gorrión. Un gorrión ha venido a verme. No puedo resistir la tentación de escribir una frase así. Un gorrión ha venido a verme. La sonrisa de Dios. Dios ha venido a verme. No puedo dejar de sentir lo que siento. Ni dejar de pensar lo que pienso. Ni tampoco no notar como la alegría se adueña de cada centímetro de mi ser. Refresca. Tomo el jersey que tengo en el cesto próximo a la mesa de trabajo y me abrigo con él. Qué dulce sentir en la piel el tacto de una prenda de calidad. El clima, las hechuras, el gorrión resguardado en el interior de La Madriguera están anticipando el otoño en esta tarde del último jueves de agosto. 《Ahora viene lo bueno 》, le digo a mi compañero alado. De pronto me entran ganas de ver las colinas de Ngong. La luz de esta hora subraya sus colores y transforma las colinas en una arboleda verde botella digna de ser contemplada. La vida está para vivirla. Las ganas para ser satisfechas. 《Creo que deberíamos ir》, le sugiero al gorrión. Ir es algo tan sencillo como levantarse de la mesa de trabajo, salir afuera, cruzar el porche y caminar por la senda que nace desde el jardín hasta llegar al otro extremo de la finca de La Madriguera. Y, una vez allí, darse la vuelta, levantar la vista y encontrarlas de frente como quien se encuentra por primera vez con el que se convertirá en el amor de su vida. Al mirarlas se siente la experiencia inenarrable del flechazo. Sí, creo que debería ir. Necesito verlas. Son para mí pertenencia, seguridad y hogar. 《Creo que deberíamos ir 》, vuelvo a decir. Y mi voz tiene eco. El gorrión alza el vuelo y se detiene sobre la repisa de la chimenea, de ahí, se lanza hacia la luz del exterior. Sale por la puerta, cruza el porche y se posa en Júpiter, como si el árbol de Júpiter existiese para ser percha de un gorrión en la tarde. Todos somos la percha de algo o de alguien, pienso. Cierro el diario. Me levanto.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 25 de Agosto de 2022 )