Las cannas indicas con su flor naranja se balancean cual bananeros apuntando al cielo, despidiéndose de agosto y de su primer verano en La Madriguera. Miro su movimiento hipnótico. Acabo de comer. Hoy la comida me ha resultado enormemente sabrosa, como si se tratase de un exclusivo manjar en vez de viandas de a diario. Medito (mientras mis ojos siguen el baile silencioso de las cannas) sobre lo mucho que me alejo de lo que no me gusta, en la manera en que se intensifica con los años el apartarme de lo que me desagrada. Advierto al pensar en esa actitud mía en que sin embargo, aunque me irriten sobremanera estos meses lentos y holgazanes del estío, estas horas detenidas en un tiempo de tres meses, me quedo pegada al verano. Me disgusta y no me alejo. Me cabrea y no me aparto. No por no poder escapar, no por no poder salir corriendo, no por no poder volar más allá de las nubes. Me quedo en él y no como una excepción o como un hacer la vista gorda al incumplir mi propia regla de estar en sociedad. No, caigo en la cuenta de que me quedo habitándolo a pesar de los inconvenientes por sus tormentas. Para poder experimentar otro año más la sensación que las acompaña de finitud, de pecio hundido en el océano, de tragedia, de fin del mundo, de caída libre, de euforia ciega, de grandiosa libertad. Me recuerdo andando por un camino solitario de Caótica una tarde de verano y estar el cielo cubierto, atronando sobre mí, y no sentir miedo. Recuerdo a mi madre tendiéndome la mano y yo guardar la mía en la suya y decirle: 《¡Qué ganas de fiesta tiene el cielo!》, y seguir caminando, sintiéndome naturaleza, dichosa y libre. Incluida. No excluida. Aceptada. No juzgada. Observando el mundo natural con los ojos bien abiertos y los sentidos bien dispuestos. ¡Qué yo era, ya! Ahora aquí estoy a la espera de que se forme una tormenta como cada tarde. Tengo las luces apagadas. Las cortinas descorridas. Las puertas de La Madriguera abiertas de par en par. Necesito la tormenta como premio. 《He soportado con estoicismo lo desagradable por ti》, le indico. 《Vamos. Aquí estoy. Cumple otra vez con tu parte del trato》, le ordeno. Retumba el cielo encapotado sobre las colinas de Ngong. Qué maravilla oír de nuevo los inconfundibles tambores de la tormenta. 《África sigue teniendo una canción para mí》, me digo. Sonrío. Las primeras gotas como monedas de cincuenta pesetas golpean las hojas de las cannas y cada hoja de cada planta que compone el jardín. Las golondrinas regresan a sus nidos apresuradamente. Los gorriones se baten en retirada debajo del alero del cobertizo. El halcón vecino deja de planear sobre La Madriguera para guarecerse en lo frondoso del recio árbol al final de la linde. Tomo asiento en el porche preparada para disfrutar del espectáculo. Los relámpagos llegan uno detrás de otro. Cuento los segundos que transcurren desde el relámpago hasta el trueno. 《Estás aquí. Encima de mí》, le digo. Noto la euforia ascendiendo desde mi vientre hasta la boca. La alegría aflora por los labios. 《¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es!》, le grito con entusiasmo. Y llueve. Llueve. Llueve. Llueve ferozmente desde el primer momento. Llueve dejando de lado la mediocridad, las medias tintas. Llueve dándolo todo. Agosto nunca defrauda. Me abrigo. Abrigarse mientras contemplo la lluvia caer. De todos los placeres, este es el más infante. Cuán lejos se va la memoria si instintivamente la dejo marchar en pos de la niña que en Caótica fui. Intuyo que será una tormenta de las largas. ¿Es intuición o deseo? Será lo que será. Pero ojalá durar hasta bien entrado septiembre. Seis o siete jornadas de lluvia sería como el premio gordo de la lotería. No cruzo los dedos, se lo pido a mi Dios. Le pido un buen colofón. Un buen final para la historia de este verano.
“Yo, en cambio, te ofreceré sacrificios y cánticos de gratitud. Cumpliré las promesas que te hice. ¡La salvación viene del Señor! Jonás 2:9”
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 30 de Agosto de 2022 )