Observo el perfecto gladiolo que adorna La Madriguera. Nadie está dentro de nosotros para saber realmente cuál es la magnitud de los sentimientos que nos invaden, ni de la emoción que en ciertos momentos nos embarga. Nadie sabe de la medida de nuestro esfuerzo y padecimiento para estar donde estamos. Cuando observo el cansancio, la experiencia, los años buenos y los no tan buenos, en el rostro de un hombre o de una mujer, me produce un enorme respeto, puesto que siempre pienso lo mismo, pienso, que nadie excepto él o ella conoce el verdadero significado de lo que está viviendo. Nadie sabe realmente el valor de lo conseguido, de los pequeños y grandes logros, de las gestas particulares, quizás inconfesables, que quedan ocultas en la esfera más íntima de la consciencia pero que para cada uno de nosotros son transcendentales. Nadie sabe, ni siquiera los seres que nos son más próximos y que creen conocernos. Lo que motiva la entrada de hoy en el diario del discurrir parece extraño, pero no lo es. Acuden a mí las ganas de escribir sobre lo profundo. Tal vez, porque en algún lugar de mi interior quedó prendido el rostro sin máscara del tenista que gana en un París desmantelado su decimocuarto Roland Garros, y que mientras alza el trofeo y escucha el himno de nuestra amada España, me conduce a pensar que nadie sabe qué es lo que verdaderamente en ese punto conmueve su recuerdo; como también, quedó prendido el rostro sin máscara y la voz sin artificios del veterano periodista al que la jubilación lo deja fuera de juego en un rincón del viejo Bierzo, y al oírlo y verlo, pienso que nadie sabe en verdad a qué se ha tenido que enfrentar para reír con franqueza en ese instante en que cuarenta años de trabajo se evaporan frente al micrófono; y en un tercer caso, de mí quedó prendido el rostro sin máscara de la anciana que contempla la puerta que se cierra al paso del que fue su único y verdadero amor, al que tuvo que renunciar en su juventud por hacer lo correcto: cuidar de la granja familiar y de su hermano huérfano en la rural isla del Príncipe Eduardo en Canadá, y al contemplarlo, sé que soy incapaz de imaginar si quiera la profundidad de lo que mis ojos ven. Por eso escribo esta entrada. Para intentar explicarme lo grandioso de los actos de fe. Sé que si ordeno los pensamientos y los plasmo en negro sobre blanco les doy una oportunidad, la de manifestarse. La posibilidad de dejar de ser sombra para ser luz. Y todo, porque hoy, en este último día del mes de julio observo uno de mis gladiolos, y sólo mi mente, conoce cuál ha sido el camino que he tenido que recorrer para llegar a este minuto en que mi mirada con detenimiento admira la complejidad y la belleza que posee cada una de las doce flores que lo forman; y solamente mi corazón, comprende la razón por la que albergo hacia él un auténtico sentimiento de gratitud. Es como si de pronto hubiese recuperado los deseos de mi infancia. Él es la materialización de lo proyectado para mi vida adulta en mis sueños de niña. Para la inocencia de mi yo infantil, el éxito adulto estaba representado por tener una casa propia con un jarrón de gladiolos de mi propio jardín que adornarse la mesa en la que yo, escritora, escribiría mis historias. Absurdo, quizás. Un deseo pueril, tal vez. Sin embargo, no hay deseos vacuos cuando somos niños. Ya que en esa época lo simple, lo sencillo, lo cotidiano es la maravilla a conseguir de mayores. Tiempo después descubres que es exactamente ahí (en lo simple, en lo sencillo y en lo cotidiano) donde reside la bondad y lo importante de la vida. Mi existencia actual no es fácil, la dureza de estos años veinte no es lo que hubiese escogido para mi vida de adulta. Pero aun así, en el gladiolo veo que he alcanzado mi posición, en el gladiolo veo meta y triunfo, dicha y alegría, fuerza interior e integridad moral; y aunque la humanidad al completo (salvo mi Dios) ignora que es lo que puebla mi interior, yo que sí que lo sé, sé que esta rama adornada representa el acto de fe de la niña que fui.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 31 de Julio de 2022)