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lunes, 18 de julio de 2022

18 de Julio ~ Diario natural 🌳🍃🍀🌾


Es primera hora de la mañana, he salido a caminar. Inesperadamente sopla una brisa veraniega que me traslada a otra época de mi vida, la que transcurría en la mar. Pero en vez del olor a salitre es el olor a flores lo que percibe mi nariz. El vientecillo me lleva a caminar con más ahínco. Caminar (el milagro de caminar) al calor del aire fresco siempre es mucho más agradable que hacerlo al calor del sol madrugador y despiadado del estío. La mayoría de las noches cuando me levanto a beber agua fresca es el olor de las flores, el olor a un mundo verde que no se detiene, quien me acoge a través de las ventanas abiertas de par en par. Inspiro, respiro en verde. Bebo agua fresca en la cocina consciente de que afuera en el exterior continúa la magia y que con el amanecer el jardín me dará los buenos días con más de una sorpresa. En estos momentos, en el kilómetro no sé cuántos del camino mis rodillas se quejan, las dos, una más que la otra. Noto su dolor, su dolor es mi dolor. 《Sólo es dolor. No os preocupéis 》, les indicó. En momentos como este me sé veterana de guerra. No sé de qué guerra, pero lo soy e intento con todas mis fuerzas vivir una vida digna de su sacrificio. Hay algo silenciado dentro de mí. Una parte enorme de renuncia, de rendición, de haber bajado los brazos. De lo contrario, si quisiera seguir librando ciertas batallas sería insoportable. Es importante aceptar la realidad sin causarte daños. Aceptas. Te obligas a resignarte. Callas. Vives en silencio. Contemplas el jardín desde tu porche, las colinas de Ngong desde La Madriguera, el paisaje desde el camino. Observas la hecatombe en la que se ha convertido la sociedad de la que te alejas. Abres la boca sólo cuando es estrictamente necesario. Abandonas las luchas que no te pertenecen ni a las que perteneces. Te centras en lo verdaderamente importante: el milagro de caminar. Y a la que va a la que viene, te ves mirando el sol cada amanecer y cada atardecer de una forma muy concreta, entonces reparas en que ya eres una de ellos. De esos tipos silenciosos del Oeste. Duros, de gran corazón, que se han ganado a pulso el derecho a permanecer en silencio, a callar, a vivir tranquilos y en paz, a no ser molestados ni insultados dentro de los márgenes de su rancho, propiedad, hogar. Al serlo me he reencontrado con la calma y serenidad que perdí a los pocos segundos de nacer, y que he añorado recuperar desde que tuve conciencia de la pérdida. A diferencia de entonces que tanto la una como la otra intuyo eran algo intrínseco a mí, el reencuentro en la actualidad ha sido fruto del coste de vivir, de asumir que con una realidad (la propia) complicada es más que suficiente; y que el objetivo u objetivos (de ahora en adelante) sólo deben ser aquellos que me faciliten allanar mi particular camino, cuidar de mí como nadie lo ha hecho antes, guardarme de todo lo que no sea éso exactamente. Llego al escaño natural. El sol tardará un poco en llegar a su cúspide. Me siento. Estiro las piernas. No corto ninguna de las flores silvestres que me rodean. Dejo tranquilo el hábitat en el que me encuentro, del mismo modo, como deseo que me dejen tranquila a mí. Me vienen a la mente unas interesantes palabras sobre el sino de la flor en general: “Esta se consagra por entero a un solo propósito: ganar altura y escapar de la fatalidad del suelo; eludir, transgredir la pesada y sombría ley, liberarse, quebrar la estrecha esfera que la constriñe, inventar o invocar unas alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio al que la condena el destino, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo movedizo y animado.” El viernes llegó a mi mesa de trabajo el libro de Maurice Maeterlinck, La inteligencia de las flores. Escrito en 1907. Sentada en el porche de La Madriguera leí las primeras páginas. Maurice Maeterlinck les presuponía a las flores el íntimo y firme deseo de encontrar la manera de desplazarse, de moverse, huyendo de su destino sujeto a una raíz bien enraizada en suelo firme. Desde ese momento mi percepción sobre las flores que pueblan el jardín ha variado significativamente. Me pregunto desde esa hora si debo darle pábulo a esa teoría. Y si me contesto que sí, a continuación, me pregunto si toda su belleza en verdad oculta la necesidad de moverse, y no sólo responde al deseo de agradar. Al dar crédito a la teoría de Maurice Maeterlinck, ellas (las flores) a las que siempre he considerado mis pares, lo son todavía más. Puesto que nos une irremediablemente el milagro de caminar. Acabo de descubrir en un pequeño volumen de apenas cien páginas que el milagro de caminar no sólo a mí me ocupa en tiempo, espacio y propósito en La Madriguera; y, sinceramente, eso es algo a lo que no dejo de darle vueltas porque de igual modo me fascina como me sobrecoge. 


María Aixa Sanz 

(La Madriguera, 18 de Julio de 2022 )