«La naturaleza la tenemos siempre con
nosotros,
es una mina inagotable de aquello que conmueve al corazón. »
—John
Burroughs—
Hoy es uno de esos días invernal a más no
poder. La temperatura se ha desplomado de nuevo y sopla el viento más de lo habitual. La ventisca
azota estos pagos. Hoy es uno de esos días del país del frío que inventé para La viajera en el camino. Y me gusta. El
planeta se vuelve inmenso, inabarcable y todavía más solitario, y los humanos
en días como estos podemos tomar conciencia como nunca de que tan solo somos
partículas ínfimas en suspensión. Eso es lo que me gusta de los días de viento:
el sentirme minúscula, y a la vez, valiente e intrépida. Lo primero que he
hecho al despertar ha sido pasar revista a la casa, amo las casas grandes que
requieren de ti una puesta a punto diaria, en plan: «Atiéndeme: si no pones en
mí de tu parte no seré tu refugio», he comprobado los pestillos, la ventilación
y he atizado el fuego que en esta época arde noche y día en una chimenea a la
que todavía en este invierno le queda alguna que otra cuerda de leña por
quemar. Seguidamente he preparado un desayuno rico y copioso para dos y al
terminar me he calzado las botas dobles y las raquetas para salir al exterior a
que el viento por un ratito casi que insignificante revitalizase mi cara y mi
cuerpo. El viento me hace sentir viva como nada ni nadie y con él me avengo
como con ningún otro elemento. Anhelante estaba, como todas las mañanas en mitad
de la nada de Manitoba, de poder divisar cualquier animal mirándome de hito a hito. Esta
mañana concretamente habría dado todo lo que tengo para que apareciese delante
de mí una libre de invierno y verla. Sé que de haberla visto, de haberme
encontrado con ella, me hubiese dibujado una sonrisa en el rostro para todo el
día. Pero hay días en que el Universo no accede a concedernos los caprichos
deseados, así que he decidido acercarme hasta el buzón, —donde una vez a la
semana el cartero con su moto de nieve deja las cartas y paquetes—, antes de
arrastrar los pies hacia el interior de la casa y quitarme de encima los
ropajes que mantienen aislado mi cuerpo y mi corazón del invierno glacial. Al
regresar a la casa desde el buzón de correos debo de confesar que ya me había
cambiado el humor. No hay nada más triste que un buzón de correos vacío, por
tanto, como el mío estaba a rebosar de paquetes, al cruzar el umbral me
encontraba con el ánimo de una niña el día de su cumpleaños. Tenía los pulmones
henchidos de felicidad, tanta, que bien habría podido ponerme a inflar globos
para decorar la casa, pero no, una ya no tiene edad. De entre todos los
paquetes uno ha sido el que me ha hecho sonreír extasiada, porque llevaba en su
interior un amuleto que me envía mi amiga Priscila desde Yukón, exactamente
desde Dawson City, pueblo del que me enamoré perdidamente este verano cuando
estuvimos allí, Alberto y yo. Mi amiga Priscila en su pequeña casa del oeste,
al oeste de todo, cada verano comienza a seleccionar la madera para tallar
amuletos de la vida y tenerlos listos en Navidad y año nuevo. Y los talla según
tú eres, es decir, mi amiga Priscila te observa, te intuye y plasma en madera
lo que ha entrevisto de ti, fabricándote un amuleto de la vida adrede. De los
amuletos de la vida como de personas no hay dos de iguales. Al abrir el paquete
y verlo he recordado que en verano me dijo: «Te labraré uno para ti. Al
invierno. Si alguien me lo encarga como un regalo para ti. Debe ser así. No hay
otra forma. Es un deseo. De alguien para ti. Para que funcione». Ella hablaba
de ese modo, así, con palabras antiguas y pausadamente. Separando sus
pensamientos y las palabras que los forman por puntos e inspiraciones de aire,
como si estuviese pensando en otra cosa, y de pronto se hubiese olvidado de que
está diciéndote algo, de que estás allí, para segundos después retomar la
conversación. Priscila tiene algo de chamana a mi entender. «Tengo que leerte.
En mi imaginación. Para crear un amuleto para ti. Tengo que leerte como si
estuviese leyendo tu piel. Puesto que aunque no lo creas. Nuestra historia está
tatuada en ella. Luego tallare. Te lo envío. A Manitoba. Si ese es el deseo de
alguien para ti», me explicó más detalladamente. También me dijo: «El amuleto
de la vida. Debes ponerlo. A los pies de tu cama. No debes enseñárselo a nadie.
Y si alguien. Lo ve. No le digas nunca que es un amuleto. Sólo puede verlo quien lo haya deseado para ti. Puedes hablar de él. No puedes mostrárselo a
nadie». Y esta mañana al tener el amuleto en mis manos, después de besarlo,
arroparlo en cierta manera al abrigo de mi cuerpo, notar su energía, y
colocarlo a los pies de la cama, he comprendido de repente, sin mediar ninguna
explicación, sólo con la intuición y la experiencia de la vida, por qué los
amuletos son como una larga carta de amor de la naturaleza a nosotros mismos
concentrada en un solo objeto. Y, exactamente, porque sabemos y conocemos el poder de la naturaleza
aun si comprender realmente lo que abarca, depositamos nuestra fe y nuestra esperanza en ella y en los amuletos que a
nuestra mirada la representan.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz