«Alguna vez de un costado de la luna
verás
caer los besos que brillan en mí.»
—Alejandra Pizarnik—
Si algo he aprendido en los sábados de estos últimos siete meses, aquí en Manitoba, en la cocina de Margot y también en la
mía propia, es que en cada plato que se cocina o en cada tarta que se elabora
cada uno de los ingredientes, desde el más insustancial al más sustancial y
desde el más minúsculo al mayor, es determinante a la hora del resultado final
hasta un límite insospechado. Saben los amantes de los fogones cuán de cierto
hay en ello, pues los olvidos, las desmesuras y los desatinos en la cocina tienen
un alto precio, que a veces ni la habilidad de resolver y reaccionar, es decir,
el oficio, es suficiente para salvar la honra. La cocina es una grandísima
escuela para todo y también para aprender algo de una importancia vital para
crecer como personas, pues en ella se aprende como en ningún otro lugar a desistir,
a tirar y a comenzar de nuevo. Y un día tras otro te hace beber de la humildad,
como te hace dudar de lo que sabes, sintiéndote un eterno aprendiz, algo que
también sucede al escribir. Muy probablemente es esto lo que más sorprende a
quien se aproxima a la cocina siendo contador de historias, ya que es increíble
lo mucho que se parece el oficio de contar al de cocinar. Ambos ansían con el
resultado de mezclar una serie de ingredientes la felicidad de los otros. El
acto íntimo, concentrado y solitario que es escribir y cocinar busca siempre
esos ojos alzados al cielo por complacencia del lector y del comensal; busca alimentar
el hambre de historias y de sustento del otro; busca curarle sino los males,
sí las heridas, en la medida de lo posible, a quien degusta el libro y el
plato. La creación y elaboración de un producto final, del mismo modo, para
quien escribe como para quien cocina, es un trasvase de energía hacia el resto,
y es más que evidente, que el talento, amor y generosidad como la satisfacción
y el estado de realización del que escribe o cocina, del hacedor de historias y
platos, se traslada a la parcela más sensitiva del tercero. En estos últimos
meses en que en mí, la escritura y la cocina, se han entrelazado y hermanado,
muchos han sido los momentos en que al escribir he tenido ganas de salir
corriendo hacia la cocina o al cocinar, como ya he mencionado en alguna que
otra ocasión, me han asaltado los pensamientos vagabundos y los he tenido que
asir con las manos llenas de harina a mi piel para algunas medias horas después
escribirlos en un papel. En esa tesitura me vi ayer, —al atardecer—, mientras
preparaba una tarta de almendra con arándanos. De pronto, noté el peso de un
pensamiento instalándose en mi cuerpo, con su característica insistencia
descarada, advirtiéndome sin advertir: «Heme aquí, préstame toda tu atención.»
No lo hice, seguí elaborando la tarta, sabiendo como sé que el pensamiento iría
tomando forma mientras mezclaba ingredientes. Sabía que incluso olvidándome de
él, él haría su trabajo silencioso. Le dejé hacer, porque yo andaba absorta en
la tarta y también en la inmensa luna llena, una súper luna sin filtros y más
pegadita a la tierra que nunca, una luna de sangre que se asomaba sobre la
pradera de Manitoba. Al verla, la saludé: «Hola, luna lunera. Hola, bonita, ya
vuelves a salir para todas nosotras.» Estaba a esa hora ya: hermosa, espléndida, e
iría a más. Y yo en aquella cocina me sentía porosa a su influjo, más fértil,
más pasional, más permeable y vulnerable a los sentidos, a las
caricias y a los sentimientos. Notaba como cada centímetro de mi cuerpo y cada
átomo de mi ser tomaban la batuta y me contaban las razones por las que ser
mujer es algo que trasciende a lo común y mortal y se eleva a lo universal. Y
sabía que otras muchas como yo, en todas partes y en todos los
lugares del mundo, en ese instante
estaban sintiendo lo mismo y preferían aguardar a solas, en
silencio, a la luna, sin ningún estorbo, concentradas en sí mismas
y en sus tareas que estar en otra cosa y con otra gente. Porque cuando la luna está así, las mujeres somos todavía
más los que somos, una parte importantísima de la naturaleza, y la luna que no
conoce ni de especies ni de razas, sólo de hembras, nos agrupa a todas a su
alrededor. Es la luna quien hace que el mundo gire, florezca, nazca y renazca.
Y nosotras somos parte de su fuerza, de su misterio, de su latido y de su poder. Terminé la tarta, la puse en el horno,
preparé unos Mito y los gratiné, me
serví una copa de vino y me senté tras el ventanal mirando al exterior,
esperándola, con la cabeza apoyada sobre el hombro derecho. No iba a
convertirme en mujer loba, pero sí que sabía que esa noche mi cuerpo recogería
toda su fuerza salvaje y libre para seguir adelante, como millones de hembras
lo han hecho siempre.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
Preparación del «Mito»: cortar unas
rebanadas de pan rústico, condimentarlas con aceite y sal, seguidamente
untarlas de tomate y añadir encima trocitos de pavo, jamón york o pollo (a elegir)
y atún, sumarle encima una rodaja de tomate fresco y sobre la rodaja una loncha
del mismo pavo, jamón york o pollo que se ha utilizado antes. Cubrirlo de queso
rallado (a poder ser queso de oveja viejo o con carácter). Colocar en una bandeja papel sulfurizado
(papel de horno), disponer los «Mito» en la bandeja y gratinarlos en el horno al gusto.
Mito |
La luna hace unas horitas sobre la pradera de Manitoba 20 de enero de 2019 a la 23:46 horas |