«Viéndome me dije: “Susan, no te conviertas
en una
persona de la que te avergüences…” No he decepcionado a
esa niña, no he
acabado siendo como aquellos
adultos a los que oía lamentarse de todo lo que
hicieron.»
—Susan Sontag—
Cuando la conocí el día era como el día de
hoy, un día gélido de enero. Yo acaba de entrar en el colmado y ella tenía
entre sus manos un par de calcetines de lana gruesa tejidos a mano y los
observaba como si fuesen un objeto que su mente no pudiese identificar, la
reconocí inmediatamente. Sus cejas enarcadas, preguntaban mudas: «¿Para qué
demonios es esto?» Pensé que evidentemente tenía la cabeza en otra parte y que
sus pensamientos no se correspondían con su ubicación en la tienda y mucho
menos con los calcetines. No la conocía en persona, —pero había pensado
tanto en ella, había oído hablar tanto sobre ella, había admirado tantísimo su
trabajo para convertirse en quien era, y secretamente siempre me había
preguntado de dónde había sacado las agallas para lograr alcanzar con
determinación, talento y perseverancia sus sueños—, que al verla por vez
primera, sentí algo parecido a familiaridad, como si la conociese de una vida
pasada, que bien podría ser tan solo unas décadas atrás. Lo cierto es que tuve
la sensación al tenerla delante de que me remontaba alguna otra parte y alguna
otra época. Y como digo: aunque la sensación fue de familiaridad, no lo fue de
tranquilidad, lo cierto es que se me aceleró el corazón y sentí los pulmones a
punto de estallar. Supongo que me pasó como al recio explorador que cuando
llega al objetivo ansiado casi que sucumbe de la emoción. «Cuando uno tiene
cerca lo que tanto desea es factible que te de un patatús.» Oí la voz de mi
padre, colándose en el momento y me di cuenta de que estaba sosteniendo una
taza de hojalata para el café con la misma cara de extrañeza con la que ella
sostenía el par de calcetines. «Nunca sé si esas tazas pueden utilizarse en el
microondas, ¿pueden?», me preguntó. Creí sonrojarme y quise evaporarme o morir,
lo que fuese más rápido, y no sé de dónde saqué la gallardía para contestarle:
«No. Son sólo para verter el café.» «Una lástima, pues», respondió. «Sí, lo
es», le indiqué y sonreí para mis adentros. «¿De qué te ríes?», me preguntó.
«No sé. Ha sido extraño.» «¿El qué?», me dijo, interrogándome divertida con la
mirada. «Esto. Nunca pensé que te conocería en persona; y ni muchos menos así,
con esta facilidad», le dije. «No nos conocemos», me contestó. «Es evidente.
Quería decir que nunca imagine hablar en persona contigo y mucho menos sobre
una taza de café. A eso me refería». «Lo sé», me indicó y rio con franqueza y
los ojos se le iluminaron coloreando sus mejillas. «¿Qué estás pensando?
Frunces el ceño», me dijo. «No me conoces, no sabes si habitualmente frunzo el
ceño», le respondí. «Cierto es, al menos aparentemente», contestó. «Pero, dime,
confiesa: ¿qué estás pensando?» «¿Que no sé si eres en persona todavía más
avispada que en tu literatura o es que te gusta tomarle el pelo a la gente,
como una forma de pasártelo bien?», le indiqué. «¡Vaya, eso sí que es disparar
al corazón!», me contestó. «No me desternilles, no seas exagerada. No te pega»,
le dije. «Vamos. Te invito a tomar un chocolate caliente», me dijo sonriendo.
«No voy con desconocidas», le respondí. «Está bien. Soy tú de niña, lo sabes
bien. ¿Quieres venir conmigo a tomar un chocolate caliente?», me dijo,
tendiéndome la mano. Estaba a punto de estallarme la cabeza, un dolor horrible
se había presentado como el peor de los invitados o quizás el salvador.
«Discúlpame. Pero va a ser que no.» «¡No puede ser! ¿Rechazas mi invitación? ¡Me
estás destruyendo y ni tan siquiera sé cuáles son tu sueños a día de hoy!», me
respondió alarmada. Me eché a reír. Era una niña fascinante. Protestona y
preguntona. Supuse de las que les costaba admitir el no como respuesta, a no
ser que fuese acompañado de argumentos convincentes. Pensé que ella y su obra
eran indisociables. Su obra era el fiel reflejo de su carácter o al revés, daba
igual. Advertí en su mirada y en su forma de desenvolverse la tenacidad con la
que había inventado y escrito cada una de sus historias. Su orgullo y su
disposición. También observé que en ella habitaba la simetría, la paz y el
valor de aquellos que son lo que han ansiado ser. Diecinueve millones de
chocolates calientes después sé que nunca jamás admitirá un no sin explicación,
como también sé que nunca jamás se va a conformar con lo fácil. Ahora está
durmiendo en la habitación de arriba, aquí en Manitoba, se ha instalado a
vivir, tal como es ella, a sus anchas convirtiendo un lugar en su refugio y su
hogar mientras pueda escribir cada día de su vida. Quiere concretar la forma
exacta de un copo de nieve. Esa fue su explicación cuando llamo a la puerta:
«Vengo a concretar la forma exacta de un copo de nieve. ¿Dónde me instalo en el
sofá o tienes para mí una cama libre?»
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
María Aixa Sanz