miércoles, 30 de enero de 2019
martes, 29 de enero de 2019
ESE CIELO DE ENERO, LO ES
«Porque hasta la última fibra de su ser
estaba despierto.
Sus mentes gritaban victoriosas, sus brazos y
piernas querían
nuevos retos, más conquistas, otras glorias.»
—Dave Eggers—
Es imposible no amar la vida, no amar el
invierno al contemplar el cielo estrellado de enero. Es imposible sentirse
infeliz ante el baile de las estrellas tintineantes. Enero acaba. Enero con su
ritmo vertiginoso y trepidante termina. Se aleja de nosotros el mes que resulta
ser el más largo y el que paradójicamente comienza más tarde que ningún otro,
presa de los últimos brillos y licores de la Navidad. Enero da para mucho y, en
cierto modo, sienta las bases del año. Y si bien, no es determinante, sí que
como prólogo puede cautivarte o todo lo contrario. Este enero como
habitualmente me ocurre con casi todos los eneros me ha escrito en prosa un
prólogo que podría calificar de acicate, reafirmándose tanto en mis fortalezas
como en mis debilidades. Sus párrafos han sido estimulantes e interesantísimos,
y han espoleado la disposición hacia la vida que me es dada de por sí por mi
carácter, mi buen ánimo y mi genio optimista. La vitalidad de este enero me
ha llenado de dicha y su ritmo desafiante de esperanza. Lo he sentido como
amigo y no como enemigo. Lo he percibido como se percibe al aliado que va a tu
compás. En estas semanas el tiempo se ha prolongado en mí. Enero me ha cundido.
El tiempo de enero me ha cundido, y que me cunda el tiempo y la vida me hace
feliz. He acometido unos cuantos proyectos, he resuelto con osadía más que con
brillantez los dificultades y dudas que se han presentado en mi caminar e
incluso me he abierto la cabeza y no de pensar. Con todo, puedo decir que enero
y el Universo o el Universo en enero han conspirado a mi favor. ¡Oh! Sí, lectores
míos, retomo el dato de abrirme la cabeza y no de pensar, puesto que la
naturaleza me ha bautizado en este mes como uno de los suyos con un baño de
sangre. ¡Ay, qué exagerada soy, a veces! Pero cierto es que a mediados de mes,
fue el bosque nevado quien probó la dureza de mi mollera, abriéndome una brecha
que no la crisma cuando paseaba por él, a través de una rama que cedió por el
peso de la nieve. No sentí ningún tipo de dolor, sólo noté repentinamente un
golpe seco en un punto de la cabeza, —que extrañamente no me dejó
conmocionada—, y el sonido de una rama considerable cayendo a mi lado. Me quedé
embelesada mirando la rama como si sólo ella y yo estuviésemos en el mundo.
Miraba la rama, lo hermosa que era, todavía tenía algún brote verde que el
invierno no había podido devorar. Eso era lo que pensaba cuando oí la voz de
Alberto anunciándome que la sangre surcaba no sólo mi cabeza sino mi rostro.
Fue entonces cuando me llevé las manos a la cabeza y pude comprobar al
mirármelas como las tenía cubiertas de sangre. Estaba asombrada. Me encontré en
ese momento a mí misma entre fascinada y asombrada y pensé dos cosas, lo
recuerdo bien; una: «¡Oh! El bosque me acaba de abrir la cabeza»; y dos:
«¿Tendrán que ponerme la vacuna del tétano?» No sé por qué absurdamente pensé
en el tétano, supongo que fue porque de niños era en lo primero en qué
pensábamos cuando corriendo por Caótica nos caíamos. La inyección, es decir, la
vacuna para el tétano y la palabra: «Tétano» nos hechizaba. Puesto que a quien
se le ponían era como si pasase a otro nivel y obtenía de inmediato la
consideración y el favor de los otros, también de los adultos. Décadas después
me encontraba en un bosque de Canadá pensando lo mismo y fue lo primero que le
pregunté a Alberto cuando miró la brecha que tenía en la cabeza. En otras
circunstancias sé que muy probablemente me hubiese caído en redondo. Me hubiese
desplomado, pero algo tenía el bosque de Manitoba que me sostenía feliz. Sí,
feliz. Me sentía parte de su todo, el todo de la naturaleza. Minutos después
pensé que los bretes en los que se ve inmerso cualquier aventurero forman parte
de la aventura como sus parabienes. En los parabienes te formas en los bretes
te transformas, pensé. Reí. Mientras me curaban y yo sujetaba un paño en la
frente para que la sangre se detuviese en él: reí y me sentí fantástica. «Ya
eres una más del bosque», me dijo Alberto. «Lo sé», le contesté. Quince días
después la brecha ha cicatrizado sin problema para convertirse en el
chascarrillo del mes, un recuerdo más, y lo verdaderamente importante de enero
ha sido la disposición, el ánimo. Redescubrir y preguntarme cuánto tiene de
importante para nuestro destino la disposición o el ánimo con el que acogemos
lo que nos pasa, cuánto influye la actitud en nuestra evolución como personas.
No sé si la disposición y el ánimo es lo único sobre lo que podemos gobernar. Y
no me refiero a cómo encaramos un corte en la cabeza. No. Me estoy refiriendo a
todo, a cómo nos enfrentamos a cada una de las cosas que nos suceden, a cada
una de las experiencias que nuestro ser asimila, a cada uno de los caminos que
emprendemos y a los hitos y recodos que nos encontramos en ellos. A eso me
refiero. No sé cuán de definitiva es la disposición y el ánimo. Lo que sí que
sé es que la disposición nace de las fortalezas que pueblan nuestra vida. Estoy
completamente convencida. A mayor número de fortalezas o cuanto más claras y
definidas tengamos las que verdaderamente poseemos, o sea, las sólidas, mejor
disposición y ánimo tendremos para las embestidas de la vida, tanto para las
buenas como para las malas. Evidentemente entre mis mayores fortalezas está lo
salvaje y libre, lo natural, la naturaleza de la que formo parte y de la que no
me puedo alejar, puesto que me hace sentir bien, más viva que nada, enérgica; y, por supuesto, también están entre ellas las estrellas. Verlas brillar. Tener el
privilegio de noche tras noche poder contemplar su danza nocturna es parte de mis
fortalezas como el cielo de enero, lo es.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
jueves, 24 de enero de 2019
UN ENVÍO DESDE DAWSON CITY
«La naturaleza la tenemos siempre con
nosotros,
es una mina inagotable de aquello que conmueve al corazón. »
—John
Burroughs—
Hoy es uno de esos días invernal a más no
poder. La temperatura se ha desplomado de nuevo y sopla el viento más de lo habitual. La ventisca
azota estos pagos. Hoy es uno de esos días del país del frío que inventé para La viajera en el camino. Y me gusta. El
planeta se vuelve inmenso, inabarcable y todavía más solitario, y los humanos
en días como estos podemos tomar conciencia como nunca de que tan solo somos
partículas ínfimas en suspensión. Eso es lo que me gusta de los días de viento:
el sentirme minúscula, y a la vez, valiente e intrépida. Lo primero que he
hecho al despertar ha sido pasar revista a la casa, amo las casas grandes que
requieren de ti una puesta a punto diaria, en plan: «Atiéndeme: si no pones en
mí de tu parte no seré tu refugio», he comprobado los pestillos, la ventilación
y he atizado el fuego que en esta época arde noche y día en una chimenea a la
que todavía en este invierno le queda alguna que otra cuerda de leña por
quemar. Seguidamente he preparado un desayuno rico y copioso para dos y al
terminar me he calzado las botas dobles y las raquetas para salir al exterior a
que el viento por un ratito casi que insignificante revitalizase mi cara y mi
cuerpo. El viento me hace sentir viva como nada ni nadie y con él me avengo
como con ningún otro elemento. Anhelante estaba, como todas las mañanas en mitad
de la nada de Manitoba, de poder divisar cualquier animal mirándome de hito a hito. Esta
mañana concretamente habría dado todo lo que tengo para que apareciese delante
de mí una libre de invierno y verla. Sé que de haberla visto, de haberme
encontrado con ella, me hubiese dibujado una sonrisa en el rostro para todo el
día. Pero hay días en que el Universo no accede a concedernos los caprichos
deseados, así que he decidido acercarme hasta el buzón, —donde una vez a la
semana el cartero con su moto de nieve deja las cartas y paquetes—, antes de
arrastrar los pies hacia el interior de la casa y quitarme de encima los
ropajes que mantienen aislado mi cuerpo y mi corazón del invierno glacial. Al
regresar a la casa desde el buzón de correos debo de confesar que ya me había
cambiado el humor. No hay nada más triste que un buzón de correos vacío, por
tanto, como el mío estaba a rebosar de paquetes, al cruzar el umbral me
encontraba con el ánimo de una niña el día de su cumpleaños. Tenía los pulmones
henchidos de felicidad, tanta, que bien habría podido ponerme a inflar globos
para decorar la casa, pero no, una ya no tiene edad. De entre todos los
paquetes uno ha sido el que me ha hecho sonreír extasiada, porque llevaba en su
interior un amuleto que me envía mi amiga Priscila desde Yukón, exactamente
desde Dawson City, pueblo del que me enamoré perdidamente este verano cuando
estuvimos allí, Alberto y yo. Mi amiga Priscila en su pequeña casa del oeste,
al oeste de todo, cada verano comienza a seleccionar la madera para tallar
amuletos de la vida y tenerlos listos en Navidad y año nuevo. Y los talla según
tú eres, es decir, mi amiga Priscila te observa, te intuye y plasma en madera
lo que ha entrevisto de ti, fabricándote un amuleto de la vida adrede. De los
amuletos de la vida como de personas no hay dos de iguales. Al abrir el paquete
y verlo he recordado que en verano me dijo: «Te labraré uno para ti. Al
invierno. Si alguien me lo encarga como un regalo para ti. Debe ser así. No hay
otra forma. Es un deseo. De alguien para ti. Para que funcione». Ella hablaba
de ese modo, así, con palabras antiguas y pausadamente. Separando sus
pensamientos y las palabras que los forman por puntos e inspiraciones de aire,
como si estuviese pensando en otra cosa, y de pronto se hubiese olvidado de que
está diciéndote algo, de que estás allí, para segundos después retomar la
conversación. Priscila tiene algo de chamana a mi entender. «Tengo que leerte.
En mi imaginación. Para crear un amuleto para ti. Tengo que leerte como si
estuviese leyendo tu piel. Puesto que aunque no lo creas. Nuestra historia está
tatuada en ella. Luego tallare. Te lo envío. A Manitoba. Si ese es el deseo de
alguien para ti», me explicó más detalladamente. También me dijo: «El amuleto
de la vida. Debes ponerlo. A los pies de tu cama. No debes enseñárselo a nadie.
Y si alguien. Lo ve. No le digas nunca que es un amuleto. Sólo puede verlo quien lo haya deseado para ti. Puedes hablar de él. No puedes mostrárselo a
nadie». Y esta mañana al tener el amuleto en mis manos, después de besarlo,
arroparlo en cierta manera al abrigo de mi cuerpo, notar su energía, y
colocarlo a los pies de la cama, he comprendido de repente, sin mediar ninguna
explicación, sólo con la intuición y la experiencia de la vida, por qué los
amuletos son como una larga carta de amor de la naturaleza a nosotros mismos
concentrada en un solo objeto. Y, exactamente, porque sabemos y conocemos el poder de la naturaleza
aun si comprender realmente lo que abarca, depositamos nuestra fe y nuestra esperanza en ella y en los amuletos que a
nuestra mirada la representan.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
martes, 22 de enero de 2019
SIMETRÍA
«Viéndome me dije: “Susan, no te conviertas
en una
persona de la que te avergüences…” No he decepcionado a
esa niña, no he
acabado siendo como aquellos
adultos a los que oía lamentarse de todo lo que
hicieron.»
—Susan Sontag—
Cuando la conocí el día era como el día de
hoy, un día gélido de enero. Yo acaba de entrar en el colmado y ella tenía
entre sus manos un par de calcetines de lana gruesa tejidos a mano y los
observaba como si fuesen un objeto que su mente no pudiese identificar, la
reconocí inmediatamente. Sus cejas enarcadas, preguntaban mudas: «¿Para qué
demonios es esto?» Pensé que evidentemente tenía la cabeza en otra parte y que
sus pensamientos no se correspondían con su ubicación en la tienda y mucho
menos con los calcetines. No la conocía en persona, —pero había pensado
tanto en ella, había oído hablar tanto sobre ella, había admirado tantísimo su
trabajo para convertirse en quien era, y secretamente siempre me había
preguntado de dónde había sacado las agallas para lograr alcanzar con
determinación, talento y perseverancia sus sueños—, que al verla por vez
primera, sentí algo parecido a familiaridad, como si la conociese de una vida
pasada, que bien podría ser tan solo unas décadas atrás. Lo cierto es que tuve
la sensación al tenerla delante de que me remontaba alguna otra parte y alguna
otra época. Y como digo: aunque la sensación fue de familiaridad, no lo fue de
tranquilidad, lo cierto es que se me aceleró el corazón y sentí los pulmones a
punto de estallar. Supongo que me pasó como al recio explorador que cuando
llega al objetivo ansiado casi que sucumbe de la emoción. «Cuando uno tiene
cerca lo que tanto desea es factible que te de un patatús.» Oí la voz de mi
padre, colándose en el momento y me di cuenta de que estaba sosteniendo una
taza de hojalata para el café con la misma cara de extrañeza con la que ella
sostenía el par de calcetines. «Nunca sé si esas tazas pueden utilizarse en el
microondas, ¿pueden?», me preguntó. Creí sonrojarme y quise evaporarme o morir,
lo que fuese más rápido, y no sé de dónde saqué la gallardía para contestarle:
«No. Son sólo para verter el café.» «Una lástima, pues», respondió. «Sí, lo
es», le indiqué y sonreí para mis adentros. «¿De qué te ríes?», me preguntó.
«No sé. Ha sido extraño.» «¿El qué?», me dijo, interrogándome divertida con la
mirada. «Esto. Nunca pensé que te conocería en persona; y ni muchos menos así,
con esta facilidad», le dije. «No nos conocemos», me contestó. «Es evidente.
Quería decir que nunca imagine hablar en persona contigo y mucho menos sobre
una taza de café. A eso me refería». «Lo sé», me indicó y rio con franqueza y
los ojos se le iluminaron coloreando sus mejillas. «¿Qué estás pensando?
Frunces el ceño», me dijo. «No me conoces, no sabes si habitualmente frunzo el
ceño», le respondí. «Cierto es, al menos aparentemente», contestó. «Pero, dime,
confiesa: ¿qué estás pensando?» «¿Que no sé si eres en persona todavía más
avispada que en tu literatura o es que te gusta tomarle el pelo a la gente,
como una forma de pasártelo bien?», le indiqué. «¡Vaya, eso sí que es disparar
al corazón!», me contestó. «No me desternilles, no seas exagerada. No te pega»,
le dije. «Vamos. Te invito a tomar un chocolate caliente», me dijo sonriendo.
«No voy con desconocidas», le respondí. «Está bien. Soy tú de niña, lo sabes
bien. ¿Quieres venir conmigo a tomar un chocolate caliente?», me dijo,
tendiéndome la mano. Estaba a punto de estallarme la cabeza, un dolor horrible
se había presentado como el peor de los invitados o quizás el salvador.
«Discúlpame. Pero va a ser que no.» «¡No puede ser! ¿Rechazas mi invitación? ¡Me
estás destruyendo y ni tan siquiera sé cuáles son tu sueños a día de hoy!», me
respondió alarmada. Me eché a reír. Era una niña fascinante. Protestona y
preguntona. Supuse de las que les costaba admitir el no como respuesta, a no
ser que fuese acompañado de argumentos convincentes. Pensé que ella y su obra
eran indisociables. Su obra era el fiel reflejo de su carácter o al revés, daba
igual. Advertí en su mirada y en su forma de desenvolverse la tenacidad con la
que había inventado y escrito cada una de sus historias. Su orgullo y su
disposición. También observé que en ella habitaba la simetría, la paz y el
valor de aquellos que son lo que han ansiado ser. Diecinueve millones de
chocolates calientes después sé que nunca jamás admitirá un no sin explicación,
como también sé que nunca jamás se va a conformar con lo fácil. Ahora está
durmiendo en la habitación de arriba, aquí en Manitoba, se ha instalado a
vivir, tal como es ella, a sus anchas convirtiendo un lugar en su refugio y su
hogar mientras pueda escribir cada día de su vida. Quiere concretar la forma
exacta de un copo de nieve. Esa fue su explicación cuando llamo a la puerta:
«Vengo a concretar la forma exacta de un copo de nieve. ¿Dónde me instalo en el
sofá o tienes para mí una cama libre?»
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
María Aixa Sanz
lunes, 21 de enero de 2019
LOBAS
«Alguna vez de un costado de la luna
verás
caer los besos que brillan en mí.»
—Alejandra Pizarnik—
Si algo he aprendido en los sábados de estos últimos siete meses, aquí en Manitoba, en la cocina de Margot y también en la
mía propia, es que en cada plato que se cocina o en cada tarta que se elabora
cada uno de los ingredientes, desde el más insustancial al más sustancial y
desde el más minúsculo al mayor, es determinante a la hora del resultado final
hasta un límite insospechado. Saben los amantes de los fogones cuán de cierto
hay en ello, pues los olvidos, las desmesuras y los desatinos en la cocina tienen
un alto precio, que a veces ni la habilidad de resolver y reaccionar, es decir,
el oficio, es suficiente para salvar la honra. La cocina es una grandísima
escuela para todo y también para aprender algo de una importancia vital para
crecer como personas, pues en ella se aprende como en ningún otro lugar a desistir,
a tirar y a comenzar de nuevo. Y un día tras otro te hace beber de la humildad,
como te hace dudar de lo que sabes, sintiéndote un eterno aprendiz, algo que
también sucede al escribir. Muy probablemente es esto lo que más sorprende a
quien se aproxima a la cocina siendo contador de historias, ya que es increíble
lo mucho que se parece el oficio de contar al de cocinar. Ambos ansían con el
resultado de mezclar una serie de ingredientes la felicidad de los otros. El
acto íntimo, concentrado y solitario que es escribir y cocinar busca siempre
esos ojos alzados al cielo por complacencia del lector y del comensal; busca alimentar
el hambre de historias y de sustento del otro; busca curarle sino los males,
sí las heridas, en la medida de lo posible, a quien degusta el libro y el
plato. La creación y elaboración de un producto final, del mismo modo, para
quien escribe como para quien cocina, es un trasvase de energía hacia el resto,
y es más que evidente, que el talento, amor y generosidad como la satisfacción
y el estado de realización del que escribe o cocina, del hacedor de historias y
platos, se traslada a la parcela más sensitiva del tercero. En estos últimos
meses en que en mí, la escritura y la cocina, se han entrelazado y hermanado,
muchos han sido los momentos en que al escribir he tenido ganas de salir
corriendo hacia la cocina o al cocinar, como ya he mencionado en alguna que
otra ocasión, me han asaltado los pensamientos vagabundos y los he tenido que
asir con las manos llenas de harina a mi piel para algunas medias horas después
escribirlos en un papel. En esa tesitura me vi ayer, —al atardecer—, mientras
preparaba una tarta de almendra con arándanos. De pronto, noté el peso de un
pensamiento instalándose en mi cuerpo, con su característica insistencia
descarada, advirtiéndome sin advertir: «Heme aquí, préstame toda tu atención.»
No lo hice, seguí elaborando la tarta, sabiendo como sé que el pensamiento iría
tomando forma mientras mezclaba ingredientes. Sabía que incluso olvidándome de
él, él haría su trabajo silencioso. Le dejé hacer, porque yo andaba absorta en
la tarta y también en la inmensa luna llena, una súper luna sin filtros y más
pegadita a la tierra que nunca, una luna de sangre que se asomaba sobre la
pradera de Manitoba. Al verla, la saludé: «Hola, luna lunera. Hola, bonita, ya
vuelves a salir para todas nosotras.» Estaba a esa hora ya: hermosa, espléndida, e
iría a más. Y yo en aquella cocina me sentía porosa a su influjo, más fértil,
más pasional, más permeable y vulnerable a los sentidos, a las
caricias y a los sentimientos. Notaba como cada centímetro de mi cuerpo y cada
átomo de mi ser tomaban la batuta y me contaban las razones por las que ser
mujer es algo que trasciende a lo común y mortal y se eleva a lo universal. Y
sabía que otras muchas como yo, en todas partes y en todos los
lugares del mundo, en ese instante
estaban sintiendo lo mismo y preferían aguardar a solas, en
silencio, a la luna, sin ningún estorbo, concentradas en sí mismas
y en sus tareas que estar en otra cosa y con otra gente. Porque cuando la luna está así, las mujeres somos todavía
más los que somos, una parte importantísima de la naturaleza, y la luna que no
conoce ni de especies ni de razas, sólo de hembras, nos agrupa a todas a su
alrededor. Es la luna quien hace que el mundo gire, florezca, nazca y renazca.
Y nosotras somos parte de su fuerza, de su misterio, de su latido y de su poder. Terminé la tarta, la puse en el horno,
preparé unos Mito y los gratiné, me
serví una copa de vino y me senté tras el ventanal mirando al exterior,
esperándola, con la cabeza apoyada sobre el hombro derecho. No iba a
convertirme en mujer loba, pero sí que sabía que esa noche mi cuerpo recogería
toda su fuerza salvaje y libre para seguir adelante, como millones de hembras
lo han hecho siempre.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
Preparación del «Mito»: cortar unas
rebanadas de pan rústico, condimentarlas con aceite y sal, seguidamente
untarlas de tomate y añadir encima trocitos de pavo, jamón york o pollo (a elegir)
y atún, sumarle encima una rodaja de tomate fresco y sobre la rodaja una loncha
del mismo pavo, jamón york o pollo que se ha utilizado antes. Cubrirlo de queso
rallado (a poder ser queso de oveja viejo o con carácter). Colocar en una bandeja papel sulfurizado
(papel de horno), disponer los «Mito» en la bandeja y gratinarlos en el horno al gusto.
Mito |
La luna hace unas horitas sobre la pradera de Manitoba 20 de enero de 2019 a la 23:46 horas |
martes, 15 de enero de 2019
NO ES TIERRA DE COBARDES
«¿Caminar a oscuras?
Cada noche, Paul, alguien camina a oscuras.»
Cada noche, Paul, alguien camina a oscuras.»
—Dave Eggers—
Hay algo extraordinario en
esto. En estar vivo al acabar el día. Cada día. Un día y luego, el siguiente.
El pasado día diez murió Jim, ―el capataz del rancho de Margot―, un tipo
amable, de trato afable, con las hechuras de un viejo vaquero del Oeste, de
semblante parecido al de John Wayne, que te saludaba siempre tocándose el ala
del sombrero y siempre tenía una sonrisa y tiempo para ti. Uno de los últimos
deseos que formuló Jim para todos fue que cada uno de nosotros tuviese un
venturoso año nuevo, pero no de pasada, ni por quedar bien. Él no hablaba por
hablar, él se paraba delante de ti y te hablaba con franqueza, mirándote a los
ojos, y dándote a entender que en ese momento para él lo importante eras tú.
Era imposible no tenerle cariño, no sentir afecto por él. A Jim le gustaba su
trabajo en el rancho de Margot, sentía un inmenso amor por los animales y por
vivir la vida al aire libre pero era mayor el profundo aprecio que sentía por
la gente, por confraternizar y compartir. La muerte de Jim nos sacudió a todos,
ocurrió de repente cuando todavía no había amanecido el día diez del año recién
estrenado, mientras unos dormían profundamente, otros se daban la vuelta en la
cama y se arrebujaban con la colcha, otros desayunaban y otros muy
probablemente acababan de acostarse o todavía no lo habían hecho, porque mientras dormimos siempre hay alguien que por alguna razón, en alguna parte camina a oscuras en la noche, en todos los lugares del planeta. Siempre. Y a
veces, como en el caso de Jim, es la muerte quien camina en la oscuridad hacia
algún lugar. La muerte y la vida nunca se detienen. Al enterarme de la muerte
de Jim pensé, tal vez egoístamente, que nadie debería morir el día diez del
año. Morirse el día diez es una soberana faena. Es la peor de las formas de
marcar el año. Por el retrete se van todos los buenos auspicios y deseos de los
últimos días. Alguien los tira por el retrete y luego estira la cadena y fin de
la fiesta. Se acabó lo que se daba. ¡Bienvenidos a la vida real! Y también
pensé que Jim de ser sabedor del día y la hora de su muerte hubiese golpeado con el
tacón de su bota el suelo y hubiese lanzado el aire un improperio, no por
morirse sino por su desconsideración hacia la comunidad, por cómo su muerte en aquel día, recién acabadas las Navidades,
afectaría a la vida de los que le amaban. Puesto que él no era un tipo de hacerle faenas a la gente, ni mucho menos de erguirse como protagonista de nada, para querer
alzarse con el papel de protagonista del primer drama del año. «Pero por favor,
seamos sensatos.» Sí, esa es exactamente la frase que Jim hubiese dicho de
haber sabido lo que el destino le tenía preparado. Me reí al imaginármelo. La
risa siempre es el antídoto. Uno ríe para recuperar la vida, ríe para que la
vida detenida se vuelva a poner en marcha, ríe para infundirse valor y recobrar
el aliento. Me imaginé riéndome con Jim, apoyados en la valla del rancho, y
sentí que la fragilidad a la que nos aboca la muerte de los otros se esfumaba.
Y fui consiente de cuánto valor hay que tener para seguir viviendo entre tanta
fragilidad pero también entre tanta maravilla, ante lo extraordinario de todo
esto, de todo lo que habitamos y habita en nosotros sabiendo como sabemos que
tarde o temprano lo abandonaremos. En estos momentos, unos días después de
saber que Jim murió, de saber que nunca más voy a encontrármelo en mi caminar,
me reafirmo en ello: nadie debería morirse el día diez, nadie debería ante su
falta hacer que nos enfrentemos a nuestros demonios el día diez del año, es
demasiado cruel, y todavía es demasiado pronto, ya que todo en cierto modo acaba
de comenzar. A Jim lo enterramos en mitad de la llanura nevada, en un lugar
donde en primavera y en verano el viento de estas tierras le susurrara al oído
leyendas de los viejos vaqueros. Descansa allí, bajo una losa, cuya inscripción
reza: «El principio es el valor.» Algo muy de Jim, muy de los hombres como Jim,
para las cuales el valor, no tener miedo, es sencillamente la única forma
posible de avanzar, de estar en el mundo, de vivir. Y esta no es tierra de
cobardes.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
Naturaleza sin pausa
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar.
#naturalezasinpausa
Una foto para el quince del mes.
Un abrazo a tod@s.
© Alberto Fil
domingo, 13 de enero de 2019
PROPÓSITO
firme, y si fracasamos en llevarlo a
cabo,
nos habremos perdido para siempre.»
—Carson McCullers—
Muy
probablemente en estas Navidades he elaborado más galletas que en toda mi vida.
Uno de los sábados en la cocina de Margot, recuperamos un recetario de
repostería de una de las pastelerías más antiguas de toda Manitoba, y a Margot
se le ocurrió la idea de adjudicarnos una receta a cada una de nosotras no con
el fin de que la lleváramos a cabo a rajatabla sino con el fin de que partiendo
de la receta creásemos nuestra propia versión. Nos dijo: «Y ahora chicas vamos
a versionar porque la cocina debe ser ante todo diversión». Así que durante
días desarrollé distintas elaboraciones con diferentes ingredientes hasta
encontrar mi propio sabor para mis galletas. Unas galletas que por cierto,
tienen nombre ya: Otra más. Margot y
las chicas se lo adjudicaron al probarlas pues fue ése el primer comentario que
hicieron al comérselas, ya que dejan muy buen paladar y ganas de más. Mientras
ideaba mi receta secreta de galletas y toda yo iba embadurnada de harina y
tenía las manos en la masa, vino a mi uno de esos pensamientos vagabundos que
como al caminar también me asaltan al cocinar. El pensamiento me asaltó en
forma de una imagen de una tienda cuyo mostrador, estanterías y cajones eran
todos de madera de color caoba. La imagen preciosa y dorada que se presentó ante
mí pertenecía, —lo supe, tirando de memoria—, a la tienda donde mi abuelo
Miguel me llevó con ocho años a comprarme una máquina de escribir. Mi primera
máquina de escribir. Casi que estaba más empeñado él en que fuese escritora que
yo misma. Bueno, digamos que él era más práctico, y si yo quería ser escritora
lo lógico era empezar por el principio, entonces me compró una máquina de
escribir; y en ese acto de mi abuelo hacia mí, en ese regalo y también por qué
no en esa tienda, está la raíz de todas mis historias. Mi abuelo me dio las
alas y volé. Y en esa tienda cuyo mostrador lo recuerdo infinito y cuyas
paredes estaban a rebosar de cajoncitos de madera que supongo debían contener
material de escritorio, papelería y el correspondiente a la venta y reparación
de máquinas de escribir, hallé la semilla del descubrimiento. Es decir,
averiguar que guardaban en su interior los cajoncitos es la misma esencia de las historias, se
tira del hilo para averiguar qué hay, qué es lo que no se ve en primera
instancia ni a simple vista. El día en que de la mano de mi abuelo fui a
comprar la máquina de escribir estaba realmente entusiasmada, siempre me
fascinó el hecho de que aquel hombre corpulento de cabellos blancos y rizados
tuviera a bien y con un facilidad pasmosa cumplir mis sueños; recuerdo que la
tienda era chiquita y se escondía no en las faldas de una montaña sino en las
faldas de un edificio mucho mayor con toldos en forma de concha en las ventanas
y portero con levita en la puerta de entrada. Era un casino a la vez que club
de fumadores y al pasar por la acera tras sus vidrieras advertías la existencia
de hombres fumando puros humeantes y tú te sentías al frío de la calle de otra
galaxia. Y aunque conocía el lugar, desconocía que pegado a él estaba la tienda
de máquinas de escribir hasta que mi abuelo me llevó una mañana en que llovía a
mansalva. Pero aun así en mi corazón brillaba un sol resplandeciente. Mucho
tiempo después alguien me dijo que la lluvia convoca la inspiración. ¡Y, oh sí,
cuánta razón albergaba ese comentario! Parada allí junto a mi abuelo, mientras
ambos contemplábamos hechizados media docena de máquinas de escribir y
atendíamos a las explicaciones del dependiente sobre ellas, comprendí que un
mundo de posibilidades se estaba abriendo ante mí y que mi abuelo al regalarme
la máquina de escribir me estaba regalando ese mundo como también el propósito,
quiero decir, junto a él, aprendí que los sueños deben ser propósitos y que el
propósito comienza siempre en el momento en que tú adelantas un pie en el suelo
para conseguirlo y encaminarte hacia él. Adónde te lleve el sueño y el
propósito es lo de menos, lo realmente importante es la voluntad, el empeño y
el no quedarse nunca de brazos cruzados, entonces todo lo demás vendrá como
rodado y será lo que tenga que ser. Casi que cuatro décadas después sé que la
lección que aprendí aquel día en que llovía a mansalva ha guiado mi andar, mi
carácter y mi forma de conducirme por la vida. Al salir de la tienda creo que
los dos igualmente extasiados, mi abuelo asiendo mi mano con una mano y con la
otra la máquina de escribir del asa de su caja protectora, ya que yo no podía
ni siquiera arrastrarla, me dijo algo que siempre he tenido muy presente:
«Cuando quieras hacer algo, hazlo. Si es un propósito noble, honrado, de buena
gente: hazlo. Que nada te detenga, que por ti no sea. Que nadie nunca pueda
decir que por ti no ha sido, María.»
Besos
y abrazos a tod@s.
María
Aixa Sanz
viernes, 11 de enero de 2019
OYENTE
«Porque la vida se ríe de
las previsiones y pone
palabras donde imaginábamos silencios y súbitos
regresos
cuando pensábamos que no
volveríamos a encontrarnos.»
—José Saramago—
Después del festín de los
días de Navidad, de ese tiempo que sin detenerse se desliza por el calendario a
cámara lenta con la belleza de los copos de nieve que en su caída vestidos con
la sonrisa y la risa de los osados, figuran estar suspendidos en el aire,
entrechocando entre sí con la alegría y la ilusión de los no vencidos, de los
que están dispuestos por unos días a concederse a sí mismos el derecho a
sentirse sin remordimientos completamente extasiados, vivos y absurdamente
felices, ha llegado la hora del repliegue, de la toma de contacto con la
realidad y con ello nos corresponde la tarea de vestir a enero de valentía y
disposición para enfrentarnos a la página en blanco, tanto literal como
metafóricamente, y darle a la tecla. ¿Pues qué es si no también una página en
blanco el año recién estrenado? Convendréis conmigo lectores míos que comenzar
algo, en este caso el año, en enero y febrero que es cuando la climatología es
más abrupta y el frío glacial, tiene algo de épico. Personalmente a mí el frío
extremo, las bajas temperaturas y el viento y la nieve me activan y sin ni
siquiera darme cuenta me encuentro a mí misma acometiendo tareas nuevas
tan inesperadas como desafiantes y aventureras. Tareas que reflejan de alguna
manera o incluso muy bien mi personalidad. Así que aquí me tenéis el nueve de
enero poniendo en orden y perfilando a las susodichas y mientras las preparo y pienso la mejor manera de llevarlas a cabo, sé la hora qué es sin
tener que mirar el reloj, porque los pájaros regresan a su hogar. Con su
trino alborotador regresan a la morada que son los árboles de hoja perenne para
ellos. Entonces, en ese punto, yo también sé que debo extender como un deseo y
una necesidad ante mí la página en blanco, literal, y darle a la tecla, también
literalmente puesto que escribir es mi propia vuelta al hogar, el regreso a mi
propia morada, mi razón de ser, y cada día como los pájaros regreso a la página
en blanco a contar historias porque amo las historias, contarlas y que me las
cuenten. Y si bien el de contadora de historias es mi oficio y mi forma de estar
en el mundo, sé que eso es así, porque antes he sido como lo hemos sido todos:
oyente. ¿Somos los seres humanos seres ávidos de historias? Sí, lo somos. Desde
la tierna infancia nos alimentan con historias y las historias o las ganas y la
necesidad de ellas, probablemente, es lo único que no muta en nosotros con el
paso del tiempo ni el cambio de edades. Y más allá de si uno es o no contador
de historias, lo que sí que uno es siempre, es: oyente, escuchador, depositario,
lector, acreedor, protagonista o testigo. La oralidad con la que nos acunan las
historias en nuestros primeros años de vida se mantiene en nosotros intacta; y
la necesidad de oír una historia magnífica de esas que te atrapa el corazón y
eleva tu alma convirtiéndote por unos minutos en inmortal late en nosotros a
todas horas como un principio del ser ávido y consciente que somos desde el
nacer, aunque la mayor parte del tiempo se mantenga camuflada tras
chascarrillos, tertulias vánales y triviales. No me cabe la más mínima de que
antes de aprender a caminar aprendemos a oír, a escuchar, no me cabe la más
mínima duda de que mucho antes de convertirnos en personas somos oyentes y que
la capacidad de escuchar que de todas las capacidades es la que desarrollamos
en primer lugar a los pocos días de vida se mantiene en nosotros hasta el fin
de nuestra existencia, en todos y en cada uno de nosotros. Con más o menos
fortuna o ganas o quizás por la coyuntura en la que vivimos nos volvemos
hombres y mujeres que escuchan más o menos, pero es innegable que la capacidad
se mantiene virgen dentro de nosotros, porque escuchar, estar atento, es la
primera forma de aprender, y porque como también descubrimos en la niñez,
—cuando las voces, las palabras y las historias eran parte fundamental de
nuestro alimento—, que nos cuenten historias y a poder ser al oído es uno de
los mayores placeres de estar vivo. Algo, que he podido constatar de nuevo por
una suerte del
destino en estas Navidades. Sin esperarlo, que es la manera en que lo maravilloso siempre llega a nuestras vida, Santa Claus o la luna o el sol o una mano grácil y sabia tuvo a bien meter en el saco el audiolibro de Días de Navidad de Jeanette Winterson, un libro de cuentos y recetas, como uno de los regalos para esta contadora de historias. Desde luego, fue el audiolibro y no otro de los regalos quien le otorgó a la Navidad la magia que hace reverberar en nosotros las ilusiones dormidas. Recuperar el deleite y el placer de oír no es asunto baladí. Tomar conciencia de que la capacidad de escuchar está viva en mí como lo estaba al principio de todo, cuando me fue contada la primera historia y redescubrir la magia que posee que te cuenten historias al oído a ti y sólo a ti, ha sido mi propia epifanía de Navidad. Una epifanía que mantendrá cálido y a buen resguardo a mi corazón, mientras yo me dedico a escribir sobre la página en blanco del año. ¿Cuál ha sido la vuestra? ¿Cómo se os ha manifestado la Navidad, lectores míos?
destino en estas Navidades. Sin esperarlo, que es la manera en que lo maravilloso siempre llega a nuestras vida, Santa Claus o la luna o el sol o una mano grácil y sabia tuvo a bien meter en el saco el audiolibro de Días de Navidad de Jeanette Winterson, un libro de cuentos y recetas, como uno de los regalos para esta contadora de historias. Desde luego, fue el audiolibro y no otro de los regalos quien le otorgó a la Navidad la magia que hace reverberar en nosotros las ilusiones dormidas. Recuperar el deleite y el placer de oír no es asunto baladí. Tomar conciencia de que la capacidad de escuchar está viva en mí como lo estaba al principio de todo, cuando me fue contada la primera historia y redescubrir la magia que posee que te cuenten historias al oído a ti y sólo a ti, ha sido mi propia epifanía de Navidad. Una epifanía que mantendrá cálido y a buen resguardo a mi corazón, mientras yo me dedico a escribir sobre la página en blanco del año. ¿Cuál ha sido la vuestra? ¿Cómo se os ha manifestado la Navidad, lectores míos?
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
lunes, 7 de enero de 2019
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