«No hay final. No hay
principio.
Es sólo la infinita pasión de la vida.»
―La dolce vita―
De la media docena de
proyectos que tengo entre manos para Navidad, al finalizar uno de ellos, casi
que dos meses antes de que la Nochebuena nos acaricie los hombros, me di cuenta
de nuevo de cuánto me gusta la Navidad y de cómo cuanto más envejezco, más,
puesto que sigo pensado como siempre que la Navidad es la gran historia por
excelencia, la mejor contada, la que ha traspasado siglos y ha regalado,
cimentado, apuntalado y alimentado las esperanzas de pueblos enteros, tan
diversos como distintos y dispares. Al llevar a cabo este proyecto en el que
tuvimos que tener en cuenta una cantidad notable de objetos mediante los cuales
la Navidad se manifiesta, me encontré, el otro día sin esperarlo, al revolver
en un viejo baúl con una pequeña y bonita caja rectangular de color marrón, estampada con flores navideñas y bayas rojas. Siempre he pensado y así lo he
escrito en alguna que otra ocasión que los objetos nos hablan y es importante
saber y tener presente su historia, porque si el objeto es nuestro, su historia
es la nuestra, y si no lo es, no me cabe la más mínima duda, de que si ha
llegado hasta nuestras manos es para que descubramos qué historia esconde. Pues
bien, allí estaba yo, en el desván de una casa de Canadá, sentada frente a un
baúl viejo con una cajita en la mano a punto de abrirla y por el peso sabía que
la caja vacía no estaba. La abrí. Le quité la tapa y retiré el papel que
envolvía el contenido y: ¡oh, qué hermosa figurita delicada y antigua de un niño
que esquiaba descubrí en su interior! No sé por qué pensé que me hubiese
encantado contemplar al niño esquiando con su jersey y su gorro rojo con copos
de nieve, su bufanda verde y sus esquís de madera, escondiendo su miedo,
envalentonándose ante la montaña nevada que para él era la importancia de la vida misma. Estaba pensando en la arrebolada osadía que tenía el rostro del
niño cuando entró Alberto en el desván y le mostré la figurita. Sonrío. Él
siempre sonríe, con la boca y los ojos, con una sonrisa amplia y franca; y me
dijo: «Sobre este niño leí ayer un cuento hecho por encargo en el que se da
cuenta de lo que será su futuro a modo no sé si de premoción o más bien de lo
esperable. Era el niño de la familia a mediados del siglo pasado. El cuento
está en la primera planta, en la biblioteca. Vamos, si quieres.» Estábamos en
la casa de un veterano montañista, elaborando un reportaje, y Alberto me indicó
que ese niño era el padre de nuestro anfitrión y sabiendo como sabía que
aquella era una vasta saga de montañeros, pensé que al niño la montaña le era
desafío antes que entretenimiento. Y, ni aun siendo tan niño le era ajena, pues
como en todos, también en él, la herencia de los hábitos, de las costumbres, de
las preferencias, de las filias y de las fobias, y también cómo no, de las
pasiones de nuestros progenitores le era tan determinante como lo es la
herencia genética. Alberto y yo bajamos las escaleras desde el desván a la primera planta al
trote, a veces olvidamos la edad que tenemos y el niño y la niña que hay dentro
de nosotros vive a pleno pulmón y con todos los sentidos nuestras aventuras de
viejos.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz