«Si te acuerdas de mirar
la nieve como un niño o un tejano
(hacia arriba, intentado ver de dónde
procede),
la lentitud con la que cae, la morosidad de su recorrido,
te
lanzará de inmediato a un estado más llano, más lento,
en el que no hay duda
de que vivirás el doble de tiempo,
verás el doble de cosas, y, al final, serás el
doble de feliz.»
―Rick Bass―
En los últimos días la
temperatura está descendiendo notablemente a fuerza de ventiscas, pero no ha
sido hasta esta noche cuando los termómetros se han desplomado. Es en esta hora
cuando la casa, la morada, el hogar, la cabaña se convierte en verdadero
refugio y has de acoplar tu vida al invierno y acompasar tus días a un espacio
cerrado. E invariablemente cada año me sucede lo mismo, al quedarnos
encerrados, asilados, tomo conciencia de cuán importante es para mí la música como hábitat, como compañía, como el marco perfecto que encierra el resto dentro. No sé sí desde siempre, pero desde que vivo aquí, sí. De esta manera se manifiesta para mí. Es entonces, cuando la existencia junto a mi amor se asemeja al interior de una hermosa bola de nieve. ¡Oh!
¡Cuánto nos gusta el invierno y quedarnos asilados de este modo a Alberto y a
mí! Nos gusta esa bajada de ritmo forzosa a la que el invierno te aboca. La
clave está en saber saborear la vida lenta, en no tener prisa, en
amar el invierno, en vivir de acorde a la estación como diría Thoreau. Suenan jingles de Navidad dentro de nuestra casa, a través de los cristales de
las ventanas, como en un decorado, la nieve baila al son de las canciones, baila sin
hacer ruido, es como de atrezo, y Alberto me lee una vieja leyenda del hombre de frontera, trampero y explorador del Oeste, Jim
Briger, sobre el invierno que pasó en Yellowstone: «Cuando los tramperos intentaban hablar no se oían entre sí, porque las palabras
se congelaban en cuanto les salían de la boca y tenían que recoger las palabras
congeladas y llevárselas, y al caer la noche, junto al fuego las descongelaban e iban ensartándolas en frases para oír que se habían dicho durante la jornada.»
A Alberto le entusiasman las historias sobre tramperos, y a mí me entusiasma
ver feliz y radiante, ilusionado como un niño, a mi hombre. Del que he
aprendido tanto, del que aprendo cada día, con el que también estoy aprendiendo
a desaprender. Porque con las edades,
―los dos ya hemos superado los cuarenta y cinco―, se aprende a que a aprender no
se termina nunca, pero también se aprende, aunque pueda parecer bastante paradójico, a desaprender. Algo que es de una utilidad sin igual. Todo
genio sabe que con las edades hay que
ir simplificando y desaprendiendo. Aprender a desaprender de lo complicado, de
las preguntas sin respuesta, de lo que ya no te agrada. Aprendes a soltar y a quedarte sólo con los cogollos de las cosas y de las
experiencias, con el verdadero sabor de las aventuras, y por supuesto, con los corazones de las personas. Y, ahora, Alberto y yo, estamos en eso, será por las edades, pero estamos aprendiendo a
desaprender. Por ello, un día te encuentras, sin extrañarte, encerrado en una
cabaña, cantando jingles de Navidad y leyendo historias sobre el Oeste,
completamente cómplice, aliado y alineado con el invierno, mientras esperas con
una sencilla y sana alegría que llegue a la próxima estación el tren de las
vacaciones, para seguir su recorrido; porque ese hermoso proyecto de la Canadian Pacific, ilusiona a los niños
que fuimos a ras del Mediterráneo, a los niños que todavía hoy habitan en
nosotros a miles de kilómetros de aquella mar del verano; y también, porque nos
emociona como seres humanos. Hay algo notable en la Navidad que nos conmueve,
no sólo a nosotros, sino también al resto, de ahí que un proyecto de una envergadura
tal como el Holiday Train esté a
punto de cumplir veinte años. Sí, como cada año, en este invierno, volvemos a seguir mapa
en ristre el recorrido del tren que cruza Canadá desde la provincia de Ontario
hasta la Columbia Británica, deteniéndose en alrededor de cien estaciones entre
el veintisiete de noviembre al dieciocho de diciembre ofreciendo música, sueños
e ilusión a vagones enteros, a cambio de comida para el banco de alimentos. Con
atención seguimos el itinerario y nos miramos para informarnos de algo que los
dos sabemos, y es que el día trece de diciembre, no podía ser otra fecha que el
trece del doce, estaremos esperándolo a las siete de la tarde en Banff,
Alberta; mientras tanto, seguimos con nuestra particular hibernación. Los
sueños se cumplen, tanto los que soñamos cuando estamos despiertos como los que
soñamos cuando dormimos, esos, que según Montgomery, ―el carnicero―, son
la moraleja de la existencia, de la vida que llevamos. Sí, los sueños encuentran siempre su lugar, su forma, sus hechuras, y creo sinceramente, que el invierno es una buena época para soñar. «¿Sueñan también los
osos cuando
hibernan?», le pregunto a Alberto, y él me mira con esos ojos enormes con los
que también sonríe. «Sí. Estoy convencido», me responde. Y sé las
razones por las que aprendo y aprendo también a desaprender junto a este
hombre, pero básicamente, la principal, es que el camino de regreso a nuestra
verdadera esencia, la de curiosos, nos gusta recorrerlo de la mano. Tal para
cual. Y ahora os pregunto a vosotros: ¿sueñan también los animales cuando hibernan, que
creéis lectores míos?
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz