Y
ya en modo Navidad, y en compañía de La VIAJERA EN EL CAMINO, os deseamos unas felices
fiestas y todo lo mejor para el 2019. ¡Feliz
Navidad, queridos lectores!
viernes, 30 de noviembre de 2018
miércoles, 28 de noviembre de 2018
Naturaleza sin pausa
La naturaleza sin pausa, ajena a todo.
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar.
#naturalezasinpausa
Una foto para el último miércoles del mes.
Un abrazo a tod@s.
© Alberto Fil
martes, 27 de noviembre de 2018
VIENTO DE INVIERNO
«No hay nada más
emocionante que el viento.
Un amor nuevo, y después, el viento.»
―Rick Bass―
Hoy es el primer día que
sopla viento de invierno, el que a mí me gusta. Ese viento que lleva consigo
las ansias de cambio, la desesperación del latido tenaz, del corazón que aún no
ha sido derrotado, un viento que le planta cara a la existencia y que no quiere
oír hablar ni del fin del mundo ni de ningún fin, que por momentos es
precipicio pero también expectación y expectativas, y que lleva en sus pulmones
y en su vientre el hambre, las ganas de más. Un viento que es siempre desafío y
que siempre va de frente. ¡Oh! ¡Cuánto amo a este tipo de viento! Se acopla tan
bien a mi personalidad. Oírlo azotando el aire cual látigo, viendo como hace
tremolar a los días tanto de las existencias pequeñas como de las grandes,
incluso en su zarandeo o cuando esculpe imágenes en el rostro, en el mío o en
el de otros, me transmite buenas vibraciones y magníficas sensaciones, ya que
es el sonido de quien no se conforma ni se rinde, son las hechuras de quien sabe que todo
está de alguna manera por suceder y por estrenar, y también por qué no, de los
convencidos de que una buena nueva está por llegar. Viento que es la música de
los valientes y también del movimiento que avanza sin mirar atrás, aun siendo
consciente de que la verdadera riqueza está en el aprendizaje de lo que
justamente va quedando por el camino. ¡Oh! ¡Viento! ¡Viento! ¡Viento! Viento de
invierno desvergonzado y nunca tramposo que llega a nosotros para llevarse los
últimos días del año y con ellos su hojarasca al son de la esperanza. Viento
que golpea los cristales y lanza certezas y grita que aquellos que olvidan,
olvidan, pero quienes no olvidan y recuerdan vuelven a encontrarse. Viento que
no deja a nadie indiferente se planta en este invierno delante de mí, mientras
concentradamente escribo un texto sobre Fantástica
Jane, ―la niña que tenía como pasión ver a su abuela cocinar y que de
adulta hizo memoria y de memoria escribió en un cuaderno las recetas de los platos
que su abuela cocinaba y de ese modo, le enmendó la plana al
olvido―, y al levantar la vista de la página en blanco y reparar en su perfección asilvestrada, pienso por
alguna libre asociación de ideas en lo enriquecedor del año que está a punto de
acabar, en cuánto he aprendido, en cómo me he sumergido en el aprendizaje de
temas varios como si no hubiese un mañana, por esa pasión por aprender que ha
sido y es constante en mi vida y ese motor que es la curiosidad para mí. De tal
manera que en pocos segundos al hacer balance del año muy bien puedo tacharlo
de extremadamente positivo por lo mucho que he aprendido. El aprendizaje como
unidad de medida, no está mal como leitmotiv de una existencia. ¡Oh! ¡Viento!
¡Viento! ¡Viento! Viento de invierno desvergonzado y nunca tramposo, me repito
a mí misma, y me levanto de la mesa de escribir con una sonrisa en el rostro
sabiendo como sé que el viento de invierno no deja que nadie abandone sus
sueños, y me dirijo a la ventana para contemplar como la naturaleza baila a su
voluntad y con él, silbándole al mundo y a mis oídos, me dirijo a engalanar la
casa para Navidad con piñas, frutos secos y lazos rojos, puesto que una mujer sabia me
dijo que son éstos, elementos mágicos; mientras tanto en la cocina y en el horno una
tarta de manzana está a punto de rica y amorosamente llamar a las puertas de nuestros paladares.
¿Pues qué es la vida si no viento y dulces, palabras y magia, manzanas y amor?
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
martes, 20 de noviembre de 2018
LA CALMA DE ESTAR
«Lo que has amado, esa
será tu herencia y nada más.»
―Robert L. Stevenson―
Aislados como estamos, la
noche pasada la pasé en blanco, Nuna estaba sensible, y necesitaba de mi
compañía. Así que nos tumbamos la una al lado de la otra, ella con su cojín
preferido y yo con mi mano sobre su pelaje. No tuve a bien moverme hasta que su respiración se acompasó con la invernal noche, después con
movimientos lentos alcancé un libro que tenía cerca para poder leer un rato.
Aunque lo importante no era leer, ni hacer algo digamos de provecho con la
noche, lo importante era estar. Me gusta saber que estoy, me gusta que ella
sepa que estoy comprometida con ella como ella lo está conmigo y que puede
contar conmigo a todas horas. A las dos nos sosiega la calma de estar, de
sabernos leales la una con la otra, de llevar a cabo día tras día el compromiso
que establecimos cuando yo la tuve por primera vez en mis brazos, hace casi que cinco años. Es fascinante ver como desde sus cincuenta kilos de
bondad, su prudente genio, su juguetón carácter y su terca independencia, le adjudica
a cada uno un rol, y demanda de Alberto cosas distintas a las que me demanda a
mí. De modo, que anoche en la profunda noche invernal estábamos despiertas las dos con la
respiración acompasada, ella sensible y yo afortunada de saberme a su lado, y
como soporta perfectamente verme leer, al revés, de lo que le ocurre con la
televisión o con el ordenador, al poco que vio como pasaba una
página tras otra, se durmió y yo supe que no se despertaría hasta la próxima
estampida de nostalgia de ese bebé que cree que tiene pero que no, así que me
puse todavía más cómoda junto a ella y seguí leyendo el libro que en unas
páginas había captado mi atención, no sólo como lectora sino también como
escritora, y en vez de irme a dormir o dormirme allí mismo, me quedé y me mantuve despierta. Nunca jamás traicionaría la
calma que se instala en ella por saber que estoy pegadita a su cuerpo grandote
y fuerte. Nunca jamás sería desleal con la persona no humana junto a la que he
ido conquistado tantísimos territorios, vitales ahora. Eran las tres de la madrugada y sabía que tenía un margen de una
hora para poder leer con fruición, y lo hice, hasta que volvió a gemir y a
llorar, y cuando me miró con sus ojos profundos y negros, con una mirada que es
entrega y suavidad, gratitud y expectación, supe la razón de ese amor que nace
de mí hacia ella y de ella hacia mí. Entonces sonreí y le besé los rizos de la
frente, y le dije: «¿Qué te parece chica
guapa si hacemos un tarta de manzana?», sabiendo como sé que le entretiene verme
trajinar en la cocina. Me levanté de su lado, encendí las luces de la cocina, y
minutos después ella se tumbó frente al horno. Era poco más
de las cuatro cuando dispuse sobre la mesa: el azúcar la harina,
los huevos, el yogur, la almendra molida, el limón y la manzana. Puse música de Navidad, lo bastante bajita para no molestar, y comencé a subir la clara de los huevos y en ningún momento bajo su atenta
mirada mientras cantábamos las dos también por lo bajini, pensé que estaba perdiendo el
tiempo, sino todo lo contrario, era muy consciente de que estaba ganándolo,
porque el tiempo nunca jamás ha sido oro siempre ha sido vida, y la vida junto
a los seres vivos a los que adoras y amas es el verdadero tesoro de todo individuo, es más, vivir en sociedad nace de ahí, del momento en que te sientes inmensamente afortunado al mezclar tus horas con las de los otros. Por ello, siendo como es, el tiempo compartido con aquellos a los que amas uno de los más enriquecedores propósitos que una persona acomete, no me cabe la más mínima duda, de que debiera estar presente siempre de una manera innegociable entre
nuestras prioridades. Pasadas las cinco, cuando el amanecer estaba a punto de llenarnos de dicha y la cocina desprendía olor a obrador de pan y yo estaba a
punto de sacar la tarta del horno, apareció Alberto en el umbral desperezándose, y a Nuna se le
iluminó la vida y se lanzó sobre él y supe que lo peor de su noche, de sus
temores, de su nostalgia ya había pasado y me sentí inmensamente feliz por ella
y por nosotros.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
[Fotografía de Alberto Fil]
[Fotografía de Alberto Fil]
viernes, 16 de noviembre de 2018
ESTACIÓN DE SUEÑOS
«Si te acuerdas de mirar
la nieve como un niño o un tejano
(hacia arriba, intentado ver de dónde
procede),
la lentitud con la que cae, la morosidad de su recorrido,
te
lanzará de inmediato a un estado más llano, más lento,
en el que no hay duda
de que vivirás el doble de tiempo,
verás el doble de cosas, y, al final, serás el
doble de feliz.»
―Rick Bass―
En los últimos días la
temperatura está descendiendo notablemente a fuerza de ventiscas, pero no ha
sido hasta esta noche cuando los termómetros se han desplomado. Es en esta hora
cuando la casa, la morada, el hogar, la cabaña se convierte en verdadero
refugio y has de acoplar tu vida al invierno y acompasar tus días a un espacio
cerrado. E invariablemente cada año me sucede lo mismo, al quedarnos
encerrados, asilados, tomo conciencia de cuán importante es para mí la música como hábitat, como compañía, como el marco perfecto que encierra el resto dentro. No sé sí desde siempre, pero desde que vivo aquí, sí. De esta manera se manifiesta para mí. Es entonces, cuando la existencia junto a mi amor se asemeja al interior de una hermosa bola de nieve. ¡Oh!
¡Cuánto nos gusta el invierno y quedarnos asilados de este modo a Alberto y a
mí! Nos gusta esa bajada de ritmo forzosa a la que el invierno te aboca. La
clave está en saber saborear la vida lenta, en no tener prisa, en
amar el invierno, en vivir de acorde a la estación como diría Thoreau. Suenan jingles de Navidad dentro de nuestra casa, a través de los cristales de
las ventanas, como en un decorado, la nieve baila al son de las canciones, baila sin
hacer ruido, es como de atrezo, y Alberto me lee una vieja leyenda del hombre de frontera, trampero y explorador del Oeste, Jim
Briger, sobre el invierno que pasó en Yellowstone: «Cuando los tramperos intentaban hablar no se oían entre sí, porque las palabras
se congelaban en cuanto les salían de la boca y tenían que recoger las palabras
congeladas y llevárselas, y al caer la noche, junto al fuego las descongelaban e iban ensartándolas en frases para oír que se habían dicho durante la jornada.»
A Alberto le entusiasman las historias sobre tramperos, y a mí me entusiasma
ver feliz y radiante, ilusionado como un niño, a mi hombre. Del que he
aprendido tanto, del que aprendo cada día, con el que también estoy aprendiendo
a desaprender. Porque con las edades,
―los dos ya hemos superado los cuarenta y cinco―, se aprende a que a aprender no
se termina nunca, pero también se aprende, aunque pueda parecer bastante paradójico, a desaprender. Algo que es de una utilidad sin igual. Todo
genio sabe que con las edades hay que
ir simplificando y desaprendiendo. Aprender a desaprender de lo complicado, de
las preguntas sin respuesta, de lo que ya no te agrada. Aprendes a soltar y a quedarte sólo con los cogollos de las cosas y de las
experiencias, con el verdadero sabor de las aventuras, y por supuesto, con los corazones de las personas. Y, ahora, Alberto y yo, estamos en eso, será por las edades, pero estamos aprendiendo a
desaprender. Por ello, un día te encuentras, sin extrañarte, encerrado en una
cabaña, cantando jingles de Navidad y leyendo historias sobre el Oeste,
completamente cómplice, aliado y alineado con el invierno, mientras esperas con
una sencilla y sana alegría que llegue a la próxima estación el tren de las
vacaciones, para seguir su recorrido; porque ese hermoso proyecto de la Canadian Pacific, ilusiona a los niños
que fuimos a ras del Mediterráneo, a los niños que todavía hoy habitan en
nosotros a miles de kilómetros de aquella mar del verano; y también, porque nos
emociona como seres humanos. Hay algo notable en la Navidad que nos conmueve,
no sólo a nosotros, sino también al resto, de ahí que un proyecto de una envergadura
tal como el Holiday Train esté a
punto de cumplir veinte años. Sí, como cada año, en este invierno, volvemos a seguir mapa
en ristre el recorrido del tren que cruza Canadá desde la provincia de Ontario
hasta la Columbia Británica, deteniéndose en alrededor de cien estaciones entre
el veintisiete de noviembre al dieciocho de diciembre ofreciendo música, sueños
e ilusión a vagones enteros, a cambio de comida para el banco de alimentos. Con
atención seguimos el itinerario y nos miramos para informarnos de algo que los
dos sabemos, y es que el día trece de diciembre, no podía ser otra fecha que el
trece del doce, estaremos esperándolo a las siete de la tarde en Banff,
Alberta; mientras tanto, seguimos con nuestra particular hibernación. Los
sueños se cumplen, tanto los que soñamos cuando estamos despiertos como los que
soñamos cuando dormimos, esos, que según Montgomery, ―el carnicero―, son
la moraleja de la existencia, de la vida que llevamos. Sí, los sueños encuentran siempre su lugar, su forma, sus hechuras, y creo sinceramente, que el invierno es una buena época para soñar. «¿Sueñan también los
osos cuando
hibernan?», le pregunto a Alberto, y él me mira con esos ojos enormes con los
que también sonríe. «Sí. Estoy convencido», me responde. Y sé las
razones por las que aprendo y aprendo también a desaprender junto a este
hombre, pero básicamente, la principal, es que el camino de regreso a nuestra
verdadera esencia, la de curiosos, nos gusta recorrerlo de la mano. Tal para
cual. Y ahora os pregunto a vosotros: ¿sueñan también los animales cuando hibernan, que
creéis lectores míos?
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
jueves, 15 de noviembre de 2018
Naturaleza sin pausa
El gran espectáculo para los ojos que saben mirar.
#naturalezasinpausa
Una foto para el quince del mes.
Un abrazo a tod@s.
© Alberto Fil
lunes, 12 de noviembre de 2018
jueves, 8 de noviembre de 2018
PALABRAS EN LOS BOLSILLOS
«No seas un mago. Sé
magia.»
―Leonard Cohen―
Al norte de la ciudad, sobre unas inmensas rocas, descansa desde el 13 de noviembre de 1979 la señorita
Piggy, un avión de carga Curtiss C-46 Commando. A un cuarto de milla de la pista de la
que despegó minutos antes. La señorita Piggy quedó allí varada como una ballena, tras un aterrizaje forzoso, y hace unos días recorría yo el interior de su fuselaje escudriñándolo, llevando
en uno de los bolsillos de mi anorak, palabras sueltas pero no de las de poco
gasto sino de las que reconfortan, al menos a mí, me reconfortaba llevarlas. Me
encontraba junto a mi marido en Churchill, al norte de Manitoba, y además de llamarnos
mucho la atención la singularidad y las peculiaridades de la capital mundial de
los osos polares a la que sólo se puede llegar en tren o en avión,
también nos la llamó, y lo hizo poderosamente, el hecho de que en cada tiendecita artesanal
en la que entrabamos, al comprar, nos regalaban una pequeñísima cartulina con
una palabra escrita en ella y su definición, y en cada local en el que
consumíamos algo, también. Así pues, en la pintoresca tienda donde venden
mocasines confeccionados a mano, esculturas Inuit, y esculturas hechas de pelo de caribú,
tras comprar, me dieron en mano la palabra: «viajero»; en el Fifty Eight North, donde adquirí una
bufanda y hojeé varios libros, me entregaron la palabra «condensación», en Imágenes del Norte, donde compré varias
postales, hicieron lo mismo con «abrazo»; en la panadería La Gitana: «nevera»; en el Lazy
Bear Café, un albergue construido con los restos de dos incendios
forestales, donde nos alojamos envueltos y sumergidos en la calidez
de la verdadera vida en una cabaña canadiense, con vistas a la tundra desde cada uno de
los dormitorios, y donde cada tarde nos aguardaba para cenar una chimenea
crepitante y platos como el pimiento a la brasa y el bisonte de Manitoba, nos
entregaron el primer día de nuestra estancia: «espantapájaros» y el último día: «remolque», y en el Tundra Inn, donde fuimos a bailar y a tomar
una copa, las palabras: «excéntrico» y «urogallo». Y a mí, siempre me ocurría lo mismo, cada vez, cada una de las veces en que
alguien extendía el brazo y nos entregaba una palabra me quedaba maravillada, por la
naturalidad con que lo hacía, como si no fuese algo del todo original y también
por lo repetitivo, puesto que el acto era certero y nunca era casualidad,
se repetía cada vez, sin sorpresas como algo rutinario. Me entusiasma
ser testigo y parte del momento de la entrega. Alberto reía ante mi entusiasmo,
para seguidamente leer conmigo la palabra escrita, y la realidad era que lo
hacíamos con ganas y con una inmensa alegría, como si en ello nos fuese la vida,
sabiendo que estábamos creando y coleccionado momentos para el recuerdo, como tantísimas
otras veces lo habíamos hecho; preguntándonos, en esa ocasión, la razón por la que aquellas
palabras en concreto y no otras, nos elegían a nosotros. Nos
preguntábamos si con las palabras pasa como cuando conocemos a personas, si también en las palabras como con las personas hay mucho de azar y de destino, ¿por
qué conocemos a unas sí y a otras no? Tengo que confesar que llevé las
palabras en el bolsillo de mi anorak todos los días. Y, mientras explorábamos el interior de la señorita Piggy, o visitábamos el Cabo Merry y el museo esquimal de Churchill, o nos aventurábamos en conocer mucho mejor a los osos polares, incluso cuando contemplábamos las luces del Norte, las
palabras habitaban en mi bolsillo y eso me reconfortaba. Porque cuando pienso sobre
el valor de las palabras en mi vida, sé que me reconforta saber que las
palabras están siempre ahí, de la misma manera para lo que quieres decir o contar, como para lo que quieres callar o no contar, pues las palabras no dichas,
las no escritas, también forman parte de la existencia de cada uno, como la forman las que sí que han sido pronunciadas
o puestas de largo en negro sobre blanco; y todavía reconfortan más, creedme, lectores míos, si dedicas tu vida como yo lo hago, a conocer las
palabras del derecho y del revés, por el anverso y el reverso, a trabajar con ellas, a ponerlas en orden, a
crear textos, ficciones e historias. Así que en esos días al norte de Manitoba, en los que Alberto y yo estábamos celebrando la vida, las palabras también estaban allí con nosotros. Me gustaba lo que veía, porque me
gusta el olor del invierno, los días de invierno, besar el pan cuando cae al
suelo y lo recojo, las cabañas, la buena comida, las luces de Navidad antes de
lo habitual, y me gusta tener cerca a mi marido, que es amigo, amante y
cómplice, y me gustan, por supuesto, las palabras y saber lo que significan, de hecho en una vida sin,
creo que yo no existiría, tal vez, yo misma sólo estoy hecha de palabras. De modo, que no es extraño que me pasee
por el mundo con palabras en los bolsillos. No. No es extraño.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
miércoles, 7 de noviembre de 2018
martes, 6 de noviembre de 2018
LA LÍNEA CURVA QUE LO ENDEREZA TODO
«Y su sonrisa… maldita
sea.
¿Alguna vez han visto un atardecer en la playa?
Pues la misma calma, la
misma magia, pero en su boca.»
―Heber Snc Nur―
Pocas cosas hay en el
mundo tan hermosas como las sonrisas. Nada viste un rostro ni a un ser cómo una
sonrisa amplia, sincera y espontánea. En ningún otro momento una persona está
tan hermosa como cuando sonríe. Son las sonrisas la medida que se debería
utilizar para valorar la calidad de una vida. Y el día del juicio final, la
única pregunta a la que deberíamos contestar, ante lo único que deberíamos
rendir cuentas, es a lo mucho o a lo poco que se ha sonreído a lo largo de la
vida. Puesto que ¡ay, la sonrisa y las sonrisas! ¡Cuán importante es sonreír y
que nos sonrían, la sonrisa en sí misma! Podríamos relatar nuestra vida a
través de las sonrisas que pueblan nuestro mundo, ir de una en una, como quien
cruza un arroyo, sin tocar el agua que discurre, sin mojarnos. Podríamos alimentarnos de
sonrisas, vivir espléndidamente a base de ellas, sin notar que nos falta nada
más, porque la sonrisa nos es combustible y combustión, y por ello, la sonrisa en el rostro de quienes amamos nos llena de dicha, y es la sonrisa quien establece pactos tácitos y silenciosos entre nosotros
y el resto del mundo y también quien sella una impresión entre
dos y enamora, por eso, porque nos hace sentirnos francamente bien nos abandonamos a la sonrisa como muestra de complicidad, como inicio del
divertimento y de la carcajada feliz, como recompensa y beneplácito, como
principio del relax, como retrato del reto conseguido, como la imagen que tenemos al cerrar los ojos de los seres a los que amamos, como modo de que te den la vida y de dar la vida, y
también, y, por supuesto, nos confiamos a ella como último recurso ante la tristeza y
las lágrimas, como el primer paso para poder ver de nuevo la luz y proseguir
así con el camino. Convertimos a la sonrisa en la prueba de cuán resilentes y
supervivientes somos, de cuánta capacidad poseemos para ser felices y para apostar
por ese algo intangible y efímero que es la felicidad y que todos ansiamos
como perros de presa. Sonrisas tenemos de todas las formas, tamaños, colores y sabores, y para todas
las situaciones y ámbitos; siendo todas ellas, el anuncio de que detrás hay un corazón con ganas de vivir, capaz de dejar que la vida le empape la existencia
con sus idas y sus venidas, con sus más y sus menos, con sus dimes y diretes. Creo no ser una osada al pensar que vivimos a la búsqueda de la sonrisa, tanto de la nuestra como la
de los otros. Sí, vivimos a la búsqueda de la sonrisa, vivimos para cosechar
sonrisas, y sé que no ando muy mal encaminada al pensarlo porque ya siendo
bebés la sonrisa es la señal, el signo que toda madre y padre espera ver por primera vez en
el rostro de su hijo para saberse reconocido, es el modo en que el bebé anuncia
conscientemente su llegada a la vida de los otros. Por tanto, no me cabe duda,
de que la sonrisa es el rictus, el gesto, el signo con el que empezamos a
caminar como parte de este todo llamado mundo. Sí, la sonrisa es la llave de
entrada a la vida, es nuestra forma de decirle al universo que aquí estamos y
que somos valientes, y que incluso sin serlo siempre, lo intentaremos y bregaremos con lo
que se tercie, una y mil veces, hasta la extenuación, con la única finalidad de
que nada ni nadie nos la borre. ¡Así de importante es! Poderosa sonrisa, que
siempre vuelve a brotar. Ese es su secreto: siempre encuentra un motivo para
aflorar de nuevo. Entonces, cómo no, apostarlo todo a la sonrisa. Hagan juego señores, y sonrían. Sonrían siempre y a pesar de.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
lunes, 5 de noviembre de 2018
LAS EDADES
«Tengo la edad en que las
cosas se miran con más calma,
pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo
los años en que los sueños se empiezan a acariciar con los dedos,
y las
ilusiones se convierten en esperanza.»
―José Saramago―
Algo habré hecho bien en estos primeros días de noviembre para que el universo me dispense del insomnio, ―de esa fea costumbre de sólo dormir tres o cuatro horas mesuradamente―, concediéndome la bendición de al menos una noche dormir a pierna suelta y del tirón sin despertarme hasta mucho después de amanecer. Supongo que voy acumulando horas de sueño como quien acumula millas, y esta pasada noche, por gracia y obra del cielo, he podido dormir sin noción de tiempo ni lugar, con un sueño reparador que ha devuelto a todo mí ser el estadio de las cosas por estrenar. Y, claro está, con unos mimbres así el día sólo podía ser perfecto. De modo, que ni corta ni perezosa con mis andares de mujer de mundo me he desplazado a la selva de mis días, o lo que es lo mismo, donde últimamente me pierdo sin perder el Norte en ningún momento: los papeles de Audy. Recuperando, estamos, todo lo escrito por una "escritora" canadiense demasiado excelente y humilde para seguir en el anonimato, demasiado ancianita para que ella haga lo que no hizo en su tiempo por ocupar sus días en muchísimos otros quehaceres. Aun así, Audy es la prueba fehaciente de que ninguna mujer inteligente se ha negado nunca a sí misma el derecho a ejercer el femenino singular aunque sea sólo a ratos. De hecho, se debe entender que el femenino singular viene de años ha, para descifrar la historia de las mujeres en su conjunto como también la historia y la existencia de cada mujer en particular. Y, a mí, concretamente, en el reparto de los protagonistas, de los secundarios y de los figurantes en la existencia de Audy el cosmos me ha otorgado el regalo y el honor de ordenar y cribar las decenas de cartas que escribió a lo largo de su vida, pero ya, el súmmum, es poder hacerlo bajo su atenta mirada: viva como la de un águila, risueña como la de una colegiala. ¡Oh! ¡Cuánto tiene todavía de salvaje y de niña ilusionada la vieja Audy! A su lado, hora tras hora, día tras día, comprendes que las edades, ―como ella llama a los años―, son patrimonio rico y no torpe, que merman las facultades físicas pero que por el contrario serenan y apasionan. Las edades digamos que depuran y simplifican y echan de casa lo que es estorbo. Entiéndase por casa incluso a la misma persona. No obstante, y aun sabiéndome una privilegiada, registrando sus cajas de cartas, no puedo evitar sentirme intrusa, sentir que mis ojos no deberían leer unas palabras que me son del todo ajenas. Cierto pudor me invade, pues hay algo obsceno en los sentimientos que no son para nosotros. Así que el trabajo que acometo cada día requiere de mí una vestidura de indiferencia que para una mujer valenciana, de las que se entrega al cien por cien en cada cosa que hace y siente, es trabajo complicado. Y, Audy, como si leyese mi pensamiento me confiesa que si nunca publicó los escritos que ahora tiemblan en mis manos en su otoño, fue por un pudor parecido. Textualmente, me explica: «Nunca estuve preparada para desnudar mi interior a ojos desconocidos, me faltó supongo que la osadía de los verdaderos escritores como tú, que sabéis disfrazar la verdad con historias que trasmiten lo que queréis contar sin quedaros en cueros. Supongo que ahora las edades me dan lo que nunca tuve.» Y al oírla, me siento fatal, por mi falsa indiferencia, y le beso las mejillas de pergamino viejo y quebradizo y le indico: «¡Oh! Audy, las edades a cada uno le son cuando le deben ser. Las edades llegan cuando tienen que llegar, ni antes ni después, solamente cuando estamos verdaderamente preparados para aceptarnos a nosotros mismos tal como somos, para que si hay algo que no nos gusta, tolerarlo y poder vivir con ello, pero también, para comprobar que lo que nos satisface de nuestra persona con las edades nos complace el doble o el triple. Es lo justo. La merecida recompensa.» Y tal como acabo de hablar empieza a llover, como si mis palabras o mi voz hubiesen invocado a la lluvia, y, de repente, llueve a mares, y Audy ríe, ríe con jovialidad, ríe como una niña que ha acabado de cometer una fechoría. La ayudo a levantarse y a salir afuera, y me dice, guiñándome un ojo y aferrándose con su mano a mí mano cuarenta años más joven que la de ella: «Siempre me gustó el entusiasmo y el alboroto que la lluvia, el agua, provoca en mí y ahora, bien cierto es, todavía más.» Y la lluvia nos empapa y el día sigue siendo perfecto. Maravillosamente perfecto.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
domingo, 4 de noviembre de 2018
NIÑO CON ESQUÍS
«No hay final. No hay
principio.
Es sólo la infinita pasión de la vida.»
―La dolce vita―
De la media docena de
proyectos que tengo entre manos para Navidad, al finalizar uno de ellos, casi
que dos meses antes de que la Nochebuena nos acaricie los hombros, me di cuenta
de nuevo de cuánto me gusta la Navidad y de cómo cuanto más envejezco, más,
puesto que sigo pensado como siempre que la Navidad es la gran historia por
excelencia, la mejor contada, la que ha traspasado siglos y ha regalado,
cimentado, apuntalado y alimentado las esperanzas de pueblos enteros, tan
diversos como distintos y dispares. Al llevar a cabo este proyecto en el que
tuvimos que tener en cuenta una cantidad notable de objetos mediante los cuales
la Navidad se manifiesta, me encontré, el otro día sin esperarlo, al revolver
en un viejo baúl con una pequeña y bonita caja rectangular de color marrón, estampada con flores navideñas y bayas rojas. Siempre he pensado y así lo he
escrito en alguna que otra ocasión que los objetos nos hablan y es importante
saber y tener presente su historia, porque si el objeto es nuestro, su historia
es la nuestra, y si no lo es, no me cabe la más mínima duda, de que si ha
llegado hasta nuestras manos es para que descubramos qué historia esconde. Pues
bien, allí estaba yo, en el desván de una casa de Canadá, sentada frente a un
baúl viejo con una cajita en la mano a punto de abrirla y por el peso sabía que
la caja vacía no estaba. La abrí. Le quité la tapa y retiré el papel que
envolvía el contenido y: ¡oh, qué hermosa figurita delicada y antigua de un niño
que esquiaba descubrí en su interior! No sé por qué pensé que me hubiese
encantado contemplar al niño esquiando con su jersey y su gorro rojo con copos
de nieve, su bufanda verde y sus esquís de madera, escondiendo su miedo,
envalentonándose ante la montaña nevada que para él era la importancia de la vida misma. Estaba pensando en la arrebolada osadía que tenía el rostro del
niño cuando entró Alberto en el desván y le mostré la figurita. Sonrío. Él
siempre sonríe, con la boca y los ojos, con una sonrisa amplia y franca; y me
dijo: «Sobre este niño leí ayer un cuento hecho por encargo en el que se da
cuenta de lo que será su futuro a modo no sé si de premoción o más bien de lo
esperable. Era el niño de la familia a mediados del siglo pasado. El cuento
está en la primera planta, en la biblioteca. Vamos, si quieres.» Estábamos en
la casa de un veterano montañista, elaborando un reportaje, y Alberto me indicó
que ese niño era el padre de nuestro anfitrión y sabiendo como sabía que
aquella era una vasta saga de montañeros, pensé que al niño la montaña le era
desafío antes que entretenimiento. Y, ni aun siendo tan niño le era ajena, pues
como en todos, también en él, la herencia de los hábitos, de las costumbres, de
las preferencias, de las filias y de las fobias, y también cómo no, de las
pasiones de nuestros progenitores le era tan determinante como lo es la
herencia genética. Alberto y yo bajamos las escaleras desde el desván a la primera planta al
trote, a veces olvidamos la edad que tenemos y el niño y la niña que hay dentro
de nosotros vive a pleno pulmón y con todos los sentidos nuestras aventuras de
viejos.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
sábado, 3 de noviembre de 2018
VIAJE LECTOR A LA NAVIDAD
Querid@s: tengo sobre mi mesa unos cuántos títulos que representan lo más variado y exquisito de las novedades literarias de este otoño, puedo decir sin faltar a la verdad, que son los pata negra de este final de año y han llegado hasta mí como un regalo anticipado de la Navidad. En este momento no sé sí presentároslos como un listado en plan recomendación para cada carácter o personalidad, es decir, un título para el naturalista de la familia; otro, para el que le encanta lo negro y criminal; otro, para aquel en el que todavía habita un niño; otro, para el poeta; otro, para quien se derrite con los cuentos tradicionales..., y así hasta el infinito, o de otra manera seguro más ingeniosa. En fin, no sé. Lo que sí que sé es que como he dicho antes son todos pata negra y adentrarse en sus páginas y sumergirse en la lectura de cada uno de ellos es lo más parecido a vivir, ―sin levantarnos del sofá―, una apasionante aventura con las hechuras del regalo más inesperado y justamente por serlo, el más gratificante. De modo, que si os parece, si lo estimáis oportuno, podemos comenzar el viaje lector a la Navidad, deteniéndonos, en cada uno de estos magníficos títulos. Por un lado tenemos: ‘Un caballero en Moscú’ de Amor Towles, sinónimo de literatura de altos vuelos, si Towles con su anterior novela: ‘Normas de Cortesía’ deleitó a los lectores más sibaritas, con su nuevo título supera con creces las expectativas depositadas en él. Y ‘Un caballero en Moscú’ se convierte en una de esas lecturas en las que la literatura de alta calidad es tan protagonista como la trama. Algo semejante ocurre con ‘Después de la caída’ de Dennis Lehane que vendría a ser el Amor Towles de la novela negra, es decir, excelencia en la calidad de la literatura, en la trama, en el desarrollo de la historia y en su forma de ejecutarla. Al igual, que todos estos libros que os presento son pata negra, Dennis Lehane, es el pata negra de la intriga, dejándonos de nuevo boquiabiertos y satisfechos como ya hizo con ‘La entrega’, su otro título publicado en este sello. Seguidamente, y cambiando totalmente de registro y de edades, este otoño ha visto la luz ‘Jum hecho de oscuridad’ la secuela de la educativa y entrañable ‘Olga de papel’ de Elisabetta Gnone. Historia que como su antecesora conquista el corazón también de los no tan niños. Y si en esos niños adultos habitó en su día un aventurero, y a fecha de hoy, sigue tan intrépido, salvaje y amante de lo natural, Rick Bass con ‘Invierno’ y Robert Moor con ‘En los senderos’, nos regalan horas de esparcimiento con una literatura adictiva, real, en la que el pulso de la vida se mantiene en cada página. Y, a continuación, lectores míos, si atendéis bien, en este texto se puede escuchar de fondo el redoble de tambores para presentar dos auténticas joyas-libro: el compendio de poesía y cartas ‘Preferiría ser amada’ de Emily Dickinson, ilustrado espléndidamente por Elia Mervi, y el cuento más tradicional y adecuado para esta época del año el ‘Cascanueces y el Rey Ratón’ de E.T.A. Hoffmann, al que Maite Gurrutxaga le presta su talento. Así que con este título, pues mejor manera no imagino, doy por concluido el relato del viaje lector a la Navidad. Ahora sólo nos queda vivirlo y disfrutarlo, o lo que es lo mismo, leerlo y perdernos en sus páginas hasta encontrar la mejor versión de nosotros mismos. ¡Felices lecturas!
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
jueves, 1 de noviembre de 2018
Noviembre... #detrásdetodosiemprehayunahistoria
«Me paré hoy en el
camino para admirar cómo los árboles crecen sin premeditación, indiferentes al
tiempo y a las circunstancias. No esperan, como hace el hombre. Estamos ahora
en la era dorada del brote, y tierra, aire, sol y lluvia son motivo suficiente.»
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