Queridísimo tú, apreciado lector y viejo amigo:
Estas vacaciones
de invierno están siendo encantadoras; con noches cinéfilas, de tomar bebidas
calientes y comer bizcocho de manzana y almendras en la madrugada para después
dormir largamente y de esa forma, a la mañana siguiente, disfrutar de días
repletos de risas y de tareas navideñas ajetreadas y divertidísimas. El día de
Nochebuena fue realmente bonito y apacible, la Madriguera lucía mágica, la
velada con su cena tranquila e íntima resultó ser hermosa, los regalos que
Santa dejó en el cesto de ratán bajo la supervisión de Don Farol cumplieron con
creces las expectativas, puesto que Santa nunca va desencaminado y sus
regalos siempre son certeros y pertinentes.
Armoniosa y rica fue la comida de Navidad. Ahora, en estas invernales jornadas
que le restan al año, creo sinceramente que sentarnos a comer cuencos calientes
cuando regresamos de las caminatas es un maravilloso plan. Están siendo unas
buenas Navidades, (a pesar de las circunstancias), y sí lo son es porque en nuestra forma de ser
está acoger en nuestra vida a la Navidad como lo que es: el más elegante y
dichoso de los regalos. Tengo el convencimiento de que quien alberga
la magia de la Navidad en su corazón cada día del año y todos los años de su
vida es un ser de sentimientos profundos, convicciones firmes y amores sólidos.
Como también soy del pensar de que los seres vivos, (todos), somos rocas y aún
a pesar de las graves cicatrices, de la vasta erosión e incluso de los
desprendimientos de lo que va fragmentándose en nosotros, en lo más profundo de
cada uno hay una luz que nunca deja de brillar. Una luz semejante a la fe que
nunca deja de alumbrar nuestro camino y nuestro caminar aunque en alguna mala
hora pensemos que no es así. Convencida estoy de que esa luz nos da aliento,
nos permite seguir, soportar la existencia, sentirnos ligeros aun a pesar de la
carga y sabernos permanentemente iluminados. Y si esa luz tiene la fortuna de
revestirse con la ilusión que depositamos en nuestros actos presentes y
futuros, en el coraje de nuestra actitud y en el corazón de los otros, se
transforma en una luz de una potencia equiparable a millones de luminarias
capaces de alumbrar la noche más obscura. Porque la ilusión hace de espejo
multiplicador de esa lucecita interna que todos poseemos. Entonces conscientes
de su poder debemos perseguir a la ilusión, encontrar su camino, la forma, el
modo de asirla y no dejarla marchar. Por ello, para los años que están por
venir, y por supuesto también para el 21,
(obviamente), no sólo deseo que confíes en la luz que hay en ti y que tengas
fe en ella, también deseo que no dejes de ilusionarte jamás.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 27 de Diciembre de 2020 )