«Es otra de las clemencias que la cocina
aporta a la vida: si el mundo puede ser ingrato,
en la cocina siempre hay algo
bueno que esperar.»
—Ignacio Peyró—
Nanna sabe que como en cada invierno su
casa roja ha quedado sepultada bajo la nieve, sabe que si la buscasen no la
encontrarían, que para encontrarla tendrían que olvidarse de las hechuras de
una construcción y buscar, en su lugar, una mancha roja, como si un silo de
zumo de grosellas rojas se hubiese desparramado en la blanca nieve. Entonces, sí que la podrían encontrar. Las encontrarían a las dos. A la casa en primer
lugar y a ella en su interior. Odia el invierno. Son las nueve de la noche,
bebe agua a punto de congelar de la jarra que tiene sobre la mesa y se acuesta.
Se esconde debajo de un montón de mantas, colchas y demás. Ha convertido su cama
en una madriguera. Allí está a gusto. De hecho, en invierno, es en el único
lugar en el que está a gusto. Le gustaría ser un animal y no tener que salir
para nada hasta la primavera o ya puestos hasta el verano. No. Mejor la
primavera. La primavera le gusta. Acurrucada, cierra los ojos e intenta no
pensar en nada. No lo consigue. Sus sentidos están atentos al golpeteo de algo
metálico en alguna parte de la casa. Se da la vuelta y todavía se acurruca más.
«Mañana después de abrir un sendero en la nieve, tendré que contestar, sí o
sí», se dice a sí misma, se ordena. Sabe que tiene que responder a la carta que
le llegó hace una semana, se dio un plazo de siete días para contestarla y el
plazo ha vencido. No puede retrasarlo más. Además sabe la respuesta que tiene
que escribir. Aunque eso ponga fin, al sueño, a la posibilidad de que las cosas
dejen de ser como son. Sabe que tiene que contestar que no puede irse de allí,
que no puede abandonar el parque a su suerte, aunque su deseo sea todo lo
contrario. Nada le gustaría más que al llegar el día poder levantarse, salir de
la cama, preparar una maleta, salir de la casa, ir al aeropuerto y coger un
avión que volase hacia cualquier parte del trópico. Calor. Necesita calor como
otros necesitan la naturaleza, los libros o el amor. Ella en estos momentos no
necesita nada de todo eso. Sólo quiere vivir por encima de los veinticinco
grados de temperatura. «Maldita herencia vikinga», susurra en su madriguera y
le da un puñetazo al colchón. Diez años encargándose ella sola del parque que
fundó su bisabuelo en Manitoba son demasiados años. Diez años sin vacaciones,
ni días libres, aunque bien mirado, la primavera y el verano en el parque son
como unas maravillosas vacaciones al aire libre; pero no, no es lo mismo. Debe
ocuparse de tantas cosas que no se puede comparar al placer de no hacer nada,
de no tener ninguna obligación durante días salvo la de alimentarse, cagar y
dormir. Nanna sabe que cuando está realmente agotada habla mal, pronuncia
palabras malsonantes e indecorosas que no utiliza de manera habitual. Pero en
esta noche está harta. Su bisabuelo podría enviarle desde allá donde esté un
ayudante o una ayudanta, así ella podría irse tan campante a tumbarse en una
playa en un lugar donde fuese verano todo el año. En un arranque de rabia se
destapa y salta de la cama. Va directa a la cocina y abre la alacena, y de ella
saca: mantequilla, leche, un huevo, levadura fresca, azúcar, sal, pepitas de
chocolate y harina de fuerza, que es lo que necesita para elaborar los bollos con
pepitas de chocolate que su bisabuela Bjorg le preparaba de niña. Nanna nunca
ha olvidado lo dulces y esponjosos que le parecían entonces y sabe que poco a
poco a base de recuerdos y tesón está consiguiendo que los suyos cada vez se
parezcan más a los de Bjorg. Necesita de su bisabuela en momentos de crisis.
Necesita que acuda en su ayuda, que la rescate en la ofuscación del momento.
Piensa, que nada como tener una bisabuela con el nombre de Bjorg. A Nanna
seguir paso a paso la receta que Bjorg se trajo hasta Canadá desde el norte de
Europa la reconforta, por eso no se salta ninguno. Y aunque sea de noche y
nadie la mire y no se oiga nada más en el mundo, —tiene esa impresión —, salvo
su trajinar en la cocina, hace las cosas en el orden en que deben hacerse, como
si se estuviese examinando delante del más estricto de los tribunales. A Nanna
no le gusta el desorden, no le gusta que en su vida haya desorden, y que la
tienten desde otra parte del globo para que abandone el parque la trastorna
porque altera y desordena su existencia, su vida pautada. Tal como elabora la
receta, su ansiedad va calmándose, y sabe que cuando los bollos estén listos
unas horas después y tome uno calentito entre sus manos y le dé un mordisco o
lo parta por la mitad y lo tueste ligeramente y lo tenga en su paladar, toda su
zozobra, se habrá convertido en humo y nada le vendrá tan cuesta arriba como
antes de prepararlos. Sentirá lo mismo que si la abrazase Bjorg. La sentirá en
ella, como se sienten en uno, los seres a los que se ha amado y que ya no están,
y sabe que eso la hará sentir bien y el invierno no será tan invierno y la
soledad del parque será menos soledad, y la idea de irse al trópico se
desvanecerá hasta parecerle absurda, porque quien tuvo, tiene, y guarda en el
corazón, que es donde se fijan para siempre los amores. Donde por esa razón la
temperatura nunca cae en picado.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz