«Tienes que hacer lo que no puedas dejar de
hacer.»
—David Mitchell—
Todo empezó con un bombón. Exactamente con
un bombón de chocolate con leche relleno de trocitos de cereal envueltos en un
fundible interior de crema de chocolate. Primero con uno, después con dos, y
luego con tres, cuatro, cinco, seis y siete. Le sorprendió al ir a coger el
octavo, no encontrarlo. Le sorprendió la caja vacía. Le sorprendió que sólo
hubiese siete. «Siete», se dijo. «Siete», volvió a repetirse. Tenía la caja
sobre la mesa donde estaba hojeando el catálogo de semillas para plantar en la primavera de Manitoba. Se levantó y se dirigió hacia la ventana, la abrió de par en par,
sin importarle que afuera estuviese nevando lentamente. Se desnudó frente a la
ventana abierta y desnuda caminó hacia el dormitorio. Allí, abrió el armario y
sin vacilar descolgó la palomilla de la que pendía su vestido de terciopelo
rojo sin mangas. Era su preferido. Lo había sido y lo seguía siendo. Sin mirar, lanzó la palomilla sobre la cama y se enfundó el vestido. El roce del
terciopelo sobre su piel desnuda la hizo estremecer. La caricia del terciopelo
siempre la había hecho sentir diosa. Regresó a la ventana abierta. Sentirse y
saberse completamente desnuda debajo del vestido la excitaba, sobre todo al
andar. Miró hacia el horizonte, respiró profundamente, se dirigió hacia la
puerta de la casa, la abrió y salió, tal cual, sin abrigarse, sin
echarse encima ninguna prenda. Enfiló el sendero que salía de la finca y luego
el camino al otro lado de la verja. Caminó por el camino, sobre la nieve,
mientras nevaba, hasta que se perdió de la vista de la casa y se esfumó a la
vista de todos. Gaynor se evaporó con su vestido rojo de terciopelo. Más no
se supo de ella y se puede llegar a pensar que el detonador fueron los bombones
o quizás el número siete, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde
cuando Gaynor estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar
las riendas de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una
mujer en punto muerto. Todo empezó con un bombón. Exactamente con una crujiente
almendra cubierta de un irresistible y cremoso chocolate con leche. Juno estuvo
mirándolo tras quitarle el envoltorio dorado y depositarlo sobre la palma de su
mano izquierda. Lo contemplaba como quien sopesa un dilema. Pros y contras.
Observándola, se podía deducir que lo que sopesaba era algo que estaba más allá
del bombón. El bombón solamente había captado su mirada, no su pensamiento, que
andaba loco de un lado a otro. Reparando en la frente de Juno podía verse en
sus pliegues como éstos corrían. En un instante comprendido entre las tres y
media y las cuatro menos cuarto de una tarde de invierno, Juno, frunció el ceño y
luego lo relajó, la frente quedó plana como plana queda la hoja en la que se ha
resuelto una ecuación. Juno se llevó el bombón a la boca, se echó hacia atrás y
se apoyó en el respaldo del banco. Degustó el bombón, notó el chocolate
fundirse en su paladar, luego masticó la almendra con deleite con sus pequeños
dientes de roedora. Sonrió. Tomó el envoltorio dorado y lo estrujo, hizo con él
una pequeña bolita. La lanzó lejos. Se fijó en como caía y rodaba por la
superficie pulida del pavimento. Se levantó. Volvió a sonreír para sus
adentros. Se advertía en su sonrisa cierto grado de magnificencia. Parecía
sentirse dueña de sí y de todo su alrededor. De haberle preguntado si sentía
reina, seguramente habría contestado que sí. Estaba dispuesta en ánimo,
intención, espíritu y presencia y llevaba en la mirada la determinación de
quien sabe que acaba de decidir no el próximo minuto, ni la siguiente hora, sino
el tiempo comprendido en la palabra futuro. Cuando el envoltorio dorado volvió
a tomar carrerilla sobre el pavimento por el impulso del fuerte viento de las praderas que acaba de
levantarse, Juno, ya no estaba, andaba lejos con su determinación, su
experiencia y todo su ser. Más no se supo de ella y se puede llegar a pensar
que el detonador fue el bombón o quizás la almendra crujiente, si no se quiere
ir más allá, y, preguntarse desde cuando Juno estaba tan harta como para
dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas de su existencia, recobrar su vida,
decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto muerto. Todo empezó con un
bombón. Exactamente con un bombón de cremoso chocolate cubierto de chocolate
con leche con una delicada nota de chocolate blanco. Piper, compró un cucurucho
de bombones de camino del asilo de Winnipeg donde cada jueves iba a visitar a su madre, y,
aquel día no pudo evitar comerse uno, en vez de reservarlos todos para su
progenitora, contraviniendo así, su propia prohibición. Aunque pueda parecer
extraño hasta ese momento jamás se había saltado la norma que ella misma se
había autoimpuesto de no comer dulces en día de cada día. Una vez franqueó la
barrera de lo poco conveniente que eran sus labios, Piper, advirtió con placer
como el bombón se disolvía en su interior, en cada centímetro de su cuerpo, no
sólo en su boca, y, a la par, notó como los ojos se le inundaban de lágrimas y
como éstas con alivio corrían por sus mejillas. Piper se vio a sí misma llorar
sin llorar. Lloraba sorda y quedamente. Se vio introducir de nuevo la mano en
el cucurucho y tomar entre sus dedos otro bombón que se metió sin pensárselo en
la boca. Lloraba y comía y una mezcla de voluptuosidad y desahogo le recorría
todo el cuerpo desde la coronilla hasta los dedos de los pies. Pasó por delante
del asilo y no se detuvo, pasó una, dos y tres veces, a la cuarta entró echa un
mar de chocolate y lágrimas. Un tiempo cortito después salió y con un brío
desconocido, sintiéndose poderosa y soberana, silbó a un taxi que pasaba y le detuvo más con la fuerza de sus
hombros y de sus recias piernas que con aspavientos. Piper apretó el paso hacia
el taxi, abrió la portezuela de atrás y cuidadosamente como quien maneja material
muy frágil sentó a su madre, le levantó cada una de las piernas con sumo
cuidado hasta que ésta quedó instalada cómodamente. Seguidamente, Piper subió
delante y el taxista bajó la bandera y circuló. Más no se supo de ella y se
puede llegar a pensar que el detonador fue el bombón o quizás el incumplir su
propia prohibición, si no se quiere ir más allá, y, preguntarse desde cuando
Piper estaba tan harta como para dejarlo todo tras de sí y retomar las riendas
de su existencia, recobrar su vida, decidir por ella, dejar de ser una mujer en punto
muerto.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz