«Se gira y me saluda por encima del hombro.
Está sonriendo.»
—Helen Garner—
Somos seres inundables. Y no discurrimos
por el río de la vida, sino que, somos nosotros el río que baña los paisajes de
nuestra existencia. De hecho, ni una sola gota de los que somos se malgasta.
Todo lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos colma, satisface, acaricia,
arriba a todo aquello, —gentes, lugares, olores y estados de ánimo—, por donde
nuestro ser transita. Y aunque no volvamos nunca más a caminar por las sendas
por las que ya hemos transitado todo queda en algún lugar. Aunque nosotros
estemos en el olvido, ese algo nuestro está en otra realidad en ese instante.
Aunque nosotros no recordemos, alguien o algo, disfruta a fecha de hoy de lo
que una vez fuimos, sentimos y vivimos. Aunque para nosotros fue ráfaga sin
importancia, sin ninguna duda, es huella indeleble en otras realidades. Aunque
fue de extrema seriedad en nuestra vida fue ave de paso, brisa que corre, gota
de lluvia en otras, pero en definitiva, fue, algo fue. Y en buena medida, somos
inundables porque somos vulnerables, sobre todo al amor, poseedores y dadores
de amor, sólo el amor nos empapa hasta el alma, sólo desde el amor crecemos
sanamente y en positivo, pues es el amor quien hace que nos multipliquemos y
discurramos como el río que somos. El amor, ese amor, que en todas las
vertientes te catapulta a la sonrisa o al llanto, que es detonante de alegría o
de zozobra, y que resulta ser la única vestimenta que nadie se quiere sacar, pero que paradójicamente es por lo único que nos desnudamos en cuerpo, corazón,
alma, espíritu e intenciones. Somos seres inundables, también, porque la pasión
es nuestro motor y porque por ella nos adaptamos, decimos y nos desdecimos, avanzamos, no retrocedemos, pero sí que nos
retorcemos, subimos y bajamos, cambiamos de postura, aprendemos y nos
desvivimos. Pasión por alguien u alguienes, por un oficio o por un modo de
vida, y por habitar en esa pasión, por llevarla a término, inundamos cada poro
de nuestra piel con una intensidad de una fuerza inusitada y nos dejamos calar
hasta los huesos, anegar, desbordar, ahogar, con tal de comprobar cómo nos saca a flote y le da sentido a toda nuestra existencia. Ya que sin
ella nos sentimos morir, nos secamos. De esa manera, como el amor, la pasión, nos enfrenta a nuestro verdadero yo, nos cuenta nuestros propios secretos
y nuestras jugadas maestras, es decir, nos convierte y nos transforma finalmente en seres
inundables. E, igualmente, somos seres inundables, por supuesto, porque no
somos indiferentes a nada. Incluso el mayor arrogante y jactancioso tiene su
propio talón de Aquiles, su punto débil. Somos porosos y permeables, seres empáticos,
maleables, de ahí la necesidad de sentirnos inundables por lo que les sucede a
nuestros congéneres en la medida en que podemos echarles una mano o
convertirnos en un modo de salvación. La salvación de los otros nos libera de
nuestro propios miedos. Nos gusta aun sin reconocerlo sentirnos puerto seguro y
fortín ante la fragilidad de la vida. Por ello, nos dejamos inundar por las
fragilidades ajenas y las propias, porque sentirse frágil y vulnerable es la
antesala de sentirse poderoso, fuerte, lleno de vida y fascinación ante el regalo que es la vida
en sí, a palo seco, sin necesidad de nada más. Acuclillada en el suelo en
Manitoba mientras moldeo la nieve en forma de pelota para lanzársela a Nuna, levanto
la vista y no veo nada ante mí, es un día blanco. No existe otro color. No se ve nada, más allá de unos pocos metros. Pienso: La vida es esto, no ver nada, sabernos
ciegos, avanzar sabiéndonos inundables y que no nos importe. Seguir avanzando
puesto que la vida nos va en ello, porque somos río. Es nuestro destino avanzar.
Lanzo la pelota. Nuna salta, un salto inmenso, lleno de fuerza y vigor.
Cincuenta quilos que vuelan. La luna llena de esta noche intentara romper esta
quietud blanca. Los insomnes en la noche volveremos a bordear las maravillas de
las horas sin tregua. Nuna volverá a saltar y a morder el aire con bocados de
felicidad y yo volveré a admirarla. Nada se pierde, nada se malgasta y hasta
los actos más repetitivos y repetidos llevan consigo algo supremo. La llamo por su nombre:
«Nuna. Nuna. ¡Vamos!». Leal. Cinco años juntas, el veintidós de febrero. Lleva
cinco años acoplándose a mi forma de ser y a mi vida y yo a la suya. Me agacho
a su altura. La miro a los ojos. Le acaricio el cuello por debajo de las orejas. Yo sé que mataría y
moriría por mí y yo por ella. La lealtad es esto. Noto su aliento caliente en
mi rostro helado. La miro a los ojos y le digo: «Todos sabemos por quién
inundarse vale la pena. Y en la última hora, en el último día, su nombre será
pronunciado a la entrada del desierto.» Me devuelve la mirada con sus ojos
grandes, negros y eternos, y sé que comprende mis pensamientos vagabundos, sus
esbozos y sus borradores, levanta su mano derecha y la apoya sobre mi hombro.
Me empuja como cada vez que nota que estoy circunspecta y me tira al suelo. Ríe
sin reírse. Lo sé. Avanza unos pasos. Se gira y me mira, con la mirada me
habla: «Levanta». Me levanto. Ella me espera. Camino hacia ella. Sonríe, y
emprende de nuevo, llevándome de la mano, la senda que nos ha de llevar.
Avanzamos. Somos río.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz