«Amigo mío,
toda hechicera es
pragmática por naturaleza;
nadie
percibe lo esencial si no
es capaz
de afrontar los límites.
Si tan sólo quisiera retenerte
podría haberte hecho
prisionero.»
―Louise Glück―
El pasado sábado una
compañera del trajinar en la cocina de Margot, ponía sobre las cazuelas y las sartenes, la cuestión
de que si no es conveniente delimitar los márgenes de la existencia para no
malgastar energía, si no es necesario acotar y demarcar nuestro territorio para
de ese modo no dejar pasar todo aquello que nos pueda perturbar y robar tiempo, serenidad y fuerzas. Eligiendo, para ello, con tiento y muy bien, después de
repensarlo, qué y a quién dejamos traspasar el cercado imaginario que hemos
construido para vivirnos. Al oír su reflexión lo primero que pensé: fue, que de
vivir así, ―al restringir el acceso a
nuestros días―, lo primero que limitaríamos es el azar y también el albedrío, es
decir, pensé en cuántas experiencias dejaríamos de vivir y a cuántas personas
de conocer, si nosotros mismos levantásemos un cercado o un muro a nuestro alrededor. También pensé que para hacerlo es menester ser poco o nada
aventurero, y estar más que en comunión con nuestra existencia para no ya
aspirar a más, sino para ni siquiera tener ganas de abrir la puerta a la
curiosidad. Pensé que muy probablemente es un rasgo de cobardía
impermeabilizarse a todo lo externo a nosotros, a todo lo que no controlamos o
que en primera instancia desconocemos. Y no pude no preguntarme de cuántas
experiencias no hubiese disfrutado si hubiese tenido ese planteamiento de vida.
Evidentemente, mi postura sobre la reflexión planteada en la cocina de
Margot distaba mucho de la posición de la compañera que había expuesto la
cuestión, pero me pareció estimulante y apropiado que se plantease, justamente
allí, porque el contraste de opiniones y juicios que afloran entre los viejos
fogones de Margot, entre las que formamos el grupo, es tremendamente
enriquecedor; además me apasiona contrastar mis opiniones con la de los otros.
Me gusta que lo que opino se ponga en tela de juicio y más en un lugar como
ese, donde las voces son distintas y heterogéneas, para saber entonces si mis
argumentos soportan una avalancha de opiniones tan dispares. El germen del que
partía la reflexión de nuestra compañera era que odiaba agotarse por culpa de
ciertas personas o actividades que en realidad, ―reparaba después―, no le
hacían ningún tipo de falta. Y cuando era consciente de eso, de la sensación de
inutilidad, se quedaba descolocada, y en esa hora, ya se había hartado de quedarse así. De manera, que se había autoimpuesto
construir una barrera entre ella y el mundo como un escudo y aun si bien no
llevaba intención de vivir dentro de una burbuja, sí que pretendía trazar un
límite entre ella y el resto, para aislarse de lo que pensaba le restaba
fuerzas. Y, sí, no podías al escucharla no darle la razón, pues todos hemos
notado en el paladar el sabor de lo inútil, del tiempo perdido y de los actos
estériles e improductivos que no nos aportan nada. Es más, a mí siempre me
ha dado muchísima rabia malgastar el tiempo porque el tiempo no sólo son las
manecillas de un reloj sino es el espacio que habitamos. Pero incluso así, mi
reticencias a la hora de delimitar adrede lo externo estaban ahí. No me convencía
el hecho de acotar mi vida con el fin de no malgastar tiempo si erraba en lo
que lo invertía. Y aun sabiendo que vivir es ir eligiendo y elegir es descartar
otras opciones, aun entendiendo que hay en el descarte y en la elección un
coste de oportunidad que jamás será resarcido, y aun conociendo que quizás lo
que más agota de ser adulto es estar sometidos a un constante goteo de
elecciones con forma de decisiones, no sé, seguía prefiriendo tener ante mí
todo un mundo por descubrir a alzar un muro entre el mundo y yo, y disfrutar de
esa manera de una pequeña parcelita en la que la probabilidad de aciertos fuese
mayor. Y lo que acabó de afianzarme en mi postura no fue, por extraño que
parezca, ninguna de las opiniones vertidas en la cocina de Margot, sino fue un
recuerdo que se plantó ante mí por una asociación rápida de ideas, cuando abrí, días después, el buzón de correos y encontré una revista en cuya portada estaba la fotografía de una máquina de un tren a vapor. Al sostenerla entre mis manos, de inmediato,
recordé como mi abuelo nos hacía jugar de niños a un juego llamado Cinco viajes en tren, un juego que era
una total elección y que nos entusiasmaba. Aquel juego nos divertía tanto como
pasar un domingo en la feria y consistía en que debíamos decirle cinco lugares
a los que viajar en tren, bien meditados y con una explicación que le
convenciese, porque sólo tendríamos la posibilidad a lo largo de la vida de
realizar esos cinco viajes sin poder cambiarlos jamás. Pues, una vez se lanzaba
al aire el lugar de destino no había vuelta atrás, por ello nos plantaba
delante: un globo terráqueo y la enciclopedia. Mi abuelo Miguel, nos daba los
utensilios, los medios, para que pudiésemos volar libres sabiendo hacia dónde
volábamos. Y eso era elegir. Así que con la revista en la mano, no pude dejar
de pensar que aunque nuestra compañera hubiese decidido ahora delimitar su
vida, muy probablemente lo estaba haciendo desde años ha, sin ser plenamente
consciente. Puesto que yo que en mi ánimo y en mi intención no estaba limitar nada, acababa de darme
cuenta de que desde niña estaba poniendo hitos a mi caminar, y de que
invariablemente elegir es algo ineludible, por tanto, ―y ahí mi postura se
afianzó y se hizo fuerte como la argamasa del hormigón bien elaborado―, lo
valiente no era alzar muros entre nosotros y el resto del mundo, lo valiente era derribar esos muros y mezclarnos para vivir.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz