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jueves, 11 de octubre de 2018

ACCIONES



«De nuestras mejores acciones somos ignorantes.»
―Emily Dickison―



Unos días antes de Acción de Gracias, ―festividad que me encanta―, acompañamos a nuestros vecinos los Drolet a una granja donde cosechan y venden calabazas expresamente para esta época y donde se te permite pasear entre las calabaceras por el inmenso calabazar tirando de un pequeño remolque de madera, y de esa forma escoger tu propia calabaza, arrancarla y cargarla en el carro, algo que rechifla a los niños. Tras pasar allí la mañana, al salir de la granja con nuestro botín naranja, nos dirigimos hacia un conocido mercadillo típico de otoño donde puedes degustar comida típica y pararte a comprar, o solamente a ojear, en los puestos donde venden gangas, antiguallas, artesanías y curiosidades varias. Un sitio fantástico si te gusta curiosear, husmear, meter las narices, es decir, dejar que la vida entre en ti, malgastando tiempo y energía con tal de darte a ti mismo la posibilidad de encontrarte de frente con una aventura que jamás se produciría de quedarte con los brazos cruzados sentado tras el muro que quizás has alzado entre el mundo y tú, creyendo tal vez que así todo te iría mejor. Y como ese quedarse de brazos cruzados no está en nuestra forma de ser ni es nuestro caso, allá que nos desperdigamos entre tenderetes, puestos, cachivaches y gentes. El ambiente era de día feriado. Los sonidos que acariciaban nuestros oídos tenían las hechuras de las vísperas de fiesta. De modo que mientras la voz de un cantante country nos ofrecía el marco para ir fabricando recuerdos y los Drolet desaparecían en puestos de juguetes de madera y Alberto le prestaba toda su atención a un puesto donde esperaban pacientes decenas de cuadernos de naturalistas, yo, sin esperarlo, me enamoré perdidamente de un juego de desayuno o merienda de un hermoso gris con relieves de copos de nieve y ciervos de color blanco roto, compuesto por una enorme taza, un cuenco y un plato. De tal manera que sin esforzarme, sino que al revés, a bote pronto y espontáneamente, visualicé un cacao caliente en la enorme taza, fruta de temporada cortadita a trozos en el cuenco y un sabroso y esponjoso trozo de bizcocho de manzana y almendras o unas apetitosas tostadas untadas con mermelada de arándanos en el plato. Tuve la imagen frente a mí y ante eso no me quedó otra que preguntar el precio e intercambiar unos cuantos dólares canadienses por semejante visión y hallazgo. Hasta ahí todo normal, todo perteneciente a una transacción comercial, sin embargo dejó de ser lo esperable, lo lógico, cuando vi cómo el vendedor agitaba con la mano un pequeño sobre amarillo desgastado y me dijo: «Esta cajita donde coloco el juego es la original y en ella, en su fondo, encontramos este sobre. No lo abrimos en su día porque en él está anotada la siguiente indicación: “Solo será abierto por la persona que se lo lleve a su hogar”, así pues como va a ser usted, que sepa que es suyo también por el mismo precio. Imagino que esta letra es de la misma persona a la que perteneció todo el conjunto.» Me quedé atónita, y le pregunté al vendedor si era una broma, si acaso no era un ardid para hacer la compra más emocionante. Ante mis palabras el vendedor puso los ojos en blanco, y me indicó que no con la cabeza y con el dedo índice de su mano derecha. Y me dijo: «No señora, este sobre iba con el juego. Verdad de la buena. Nosotros no tenemos ese tipo de ocurrencias.» Así que sonriendo para mis adentros, secretamente feliz, y por supuesto, como una niña en su cumpleaños me llevé a casa la caja como si llevase un animalillo frágil y asustado sin decirles ni mu a mis acompañantes sobre lo que tenía entre manos. Extrañamente he esperado unos cuantos días en abrir la caja, quizás para prolongar el enigma, o tal vez, por el hecho de ser poseedora de una nota secreta; sinceramente, desconozco el motivo real por el que he aguardado tanto, pero esta mañana lo he hecho, he abierto la caja. He sacado el juego, lo he lavado, lo he secado y me he preparado el desayuno en él. La taza, el plato y el cuenco han recobrado su razón de ser en la mesa de mi cocina y enfrente de ellos yo, y enfrente de mí el sobre. ¿Abrirlo o no? ¡Ay, la aventura de vivir! ¡Ay, de los muros inexistentes! ¡Ay, la dicha de saberse y sentirse vivo! He desayunado con una parsimonia inusual y después he sostenido entre mis dedos el sobre. La letra emborronada por el tiempo pero pulcra no me anticipaba nada, y entonces en un suspiro, como si ese momento fuese el esperado y oportuno, he abierto el sobre, rasgándolo suavemente, devolviéndolo a la vida, recuperando el tictac de los relojes para él, y dentro nada, vacío, pero, ¡oh!, la sorpresa, la aventura de vivir, los muros inexistentes, la dicha de saberse y sentirse vivo, que me deja atónita de nuevo: el sobre al desmontarlo es todo un dibujo a carboncillo por dentro de un pájaro que regresa a su nido, con una minúscula lombriz en su pico, y un verso o una reflexión que aquí transcribo, escrita alrededor del nido: «¿Quién te ama más, quién te ama siempre, quién piensa en ti cuando los otros duermen?»



Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz