«Hace
algunas semanas me compré un catalejo.
Compro
muy pocas cosas y, las que compro,
no
hasta después de llevar mucho tiempo deseándolas,
por lo que, cuando me hago con ellas,
ya
estoy preparado para darles un uso perfecto
y
extraer el máximo placer.»
―Henry
David Thoreau―
[Diarios, 10 de abril de 1854]
Si alguien dice de mí que
soy impulsiva esa es la mejor muestra de que no me conoce. Soy reflexiva sino
no podría tener este oficio. Pero lo soy en todo en la vida, soy de las
personas que sopesan los pros y los contras, de las que medita un buen
argumento antes de dar una opinión y estoy siempre en disposición de con
tranquilidad escuchar opiniones dispares con tal de confrontarlas con las mías
para saber si mi postura sale reforzada o si estoy equivocada y antes de hablar
o actuar debo cambiarla. Por ello, cuando hablo intento llevar conmigo una
buena razón para poder defender siempre mi postura. Soy tan de medir las cosas
y los actos, y sobre todo las palabras por qué sé de su valor, y soy tan de
tener los pies en el suelo, que incluso no compro nada sin antes haberlo
meditado mucho, para como Thoreau extraer el máximo placer al haberlas deseado
en el tiempo y con constancia. Es decir, jamás compro fruto de un capricho y
aunque lo comprado muy bien pueda ser algo nacido del deseo, nunca será de un
deseo pasajero. Y del mismo como no soy amiga de la compra impulsiva, lo soy de
la compra reposada y más cuando se trata de adquirir libros. Desconozco
lectores míos de qué modo compráis vosotros los libros, de manera que yo ahora os
voy a relatar la mía e igual coincidimos. Tomáoslo como un juego. Y para contar
de dónde procede mi forma de comprar libros debo remontarme a cuando era niña:
Hubo un tiempo en que comprar libros de una manera reposada estuvo a mi alcance
gracias a que mi madre me hacía partícipe de un catálogo que era revista y que
a su vez era librería y que te daba la oportunidad de durante al menos quince
días sopesar, escoger, replantearte la compra, volver a elegir y comprar lo que
más deseabas de todas aquellas páginas que se convertían para mí en el más
maravilloso de los festines cada dos meses. Fue mi madre, como os he dicho,
quien me acostumbró a ello y desde entonces mi forma preferida de aproximarme a
los libros ha sido siempre esa, por fortuna con la llegada de las librerías
virtuales a nuestras vidas he podido reencontrarme con ese forma pausada y
delicada de comprar libros y he podido de ese modo quitarme de encima la
inmediatez de la compra a la que quieras o no te empujan las librerías físicas.
Y, será porque tengo las hechuras de la compra reposada, o porque no concibo
mejor manera a la hora de adquirir libros que la elección en calma de un objeto
que al ser mucho más que un objeto y que encierra tantos mundos requiere
siempre de su poso y reposo, del silencio de la elección, y de la confianza en
el instinto que sea por hábito o por su sagacidad nunca falla, que cuando
compro libros también lo hago desde el deseo meditado, nunca del pasajero. Pero
debo confesaros para ser totalmente honesta con vosotros que además de los
motivos expuestos, quizás la principal razón de esa querencia mía por comprar
los libros de ese modo es porque disfruto como una niña en el día de su
cumpleaños del momento en el que tengo que desembalar el título elegido unos
días antes y que todo él, ―al tenerlo por primera vez entre las manos―, sea una sorpresa. Ya que hay en mí tanta
ilusión en el instante de desembalarlo como cuando empiezo a leer las primeras
líneas de la primera página, puesto que esos dos actos me confirman algo que yo
ya sé por anticipado y es que estoy a punto de adentrarme en una nueva
historia, en una nueva vida. Y ese, coincidiréis conmigo, que para un lector
siempre es el mejor de los argumentos.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz