Cuán de maravilloso tiene
ese momento, ese instante mágico, —si
me lo permitís, lectores míos, denominarlo de ese modo―, en que estás leyendo una
novela y compruebas cómo el ritmo, el tono y el estilo de la narración encajan
sin ninguna fisura y con total armonía y plenitud con tu forma literaria de
ser. Ese instante es de una belleza sin igual. De ahí, lo mágico. Ya que notas
que estás ocupando un espacio perfecto, sin aristas. Redondo y sublime. Sientes
al leer que si no estás instalado en la misma perfección, estás muy cerca de ella.
Solamente los libros, —tan distintos los unos de
los otros, como las personas—,
son capaces de transportarnos a ese lugar donde la hora y el mundo resultan ser
perfectos. Donde todo es digno de ti y tú eres digno de todo. Sólo algo tan
inabarcable y tan difícil de definir como es la literatura es capaz de
trasladarnos y colocarnos en una estancia donde todo está en comunión.
Únicamente las palabras escritas en negro sobre blanco con total
intencionalidad por una mente hábil y experimentada hasta formar una historia son capaces de mantenernos suspendidos en la nada y en equilibrio en una
belleza sin red. Estoy más que segura, lectores míos, que habéis experimentando
ese regocijo de estar suspendidos en equilibrio y sin red en la belleza de
entre una página y otra, cuando piensas: «¡Qué
no se acabe, por favor, que no se acabe!»
Deseando con todas tus fuerzas quedarte a vivir en ese instante mágico, dentro
de un libro. Lo deseas con la fuerza del niño que fuiste, aquel que se sentía
capaz de tocar las estrellas y la luna con sólo proponérselo. Aunque lo
verdaderamente fastidioso no es saber en mitad del regocijo que la fugacidad
del instante mágico que estamos experimentando es algo real y que ese querer
hacer perdurable el equilibrio sin red conseguido es un imposible; no, hay algo
peor que la fugacidad y es la interrupción. Ahí estamos en pleno equilibrio
cuando aparece el estorbo. Y plof, nos caemos y nos damos de frente con la
cruda realidad, ¿a qué sí? No obstante, es tanto el poder de la literatura que
la caída no nos produce ni un chichón. ¿Y por qué? Porque somos conscientes de
que cuando abramos de nuevo el libro y retomemos la historia en el punto en que la hemos dejado, por
una especie de sortilegio hallaremos de nuevo la belleza del equilibrio sin
red.
Y de ese modo, a ratos y a
horas, sin darnos ni siquiera cuenta, nos vamos convirtiendo en nuestra vida
lectora en cazadores de instantes mágicos. Por eso, seguro que muchos de vosotros
los buscáis cuando todos duermen. Sí, lectores míos, lo hacéis y lo hacéis con
nocturnidad y alevosía, para estar libres de todo estorbo y de toda
interrupción. Y, una vez allí, en esa parcela de tiempo detenido miráis a vuestro
alrededor y con una sonrisa traviesa os sentís bienaventurados. Pues qué
bonito es sentirse funámbulo, saberse sin red y en total equilibrio. No
digáis que no. Ya que lo es.
Besos y abrazos a
tod@s.
María Aixa
Sanz