El pasado veintisiete de
noviembre lo recuerdo muy bien, porque concretamente ese día del año tiene para
mí desde hace muchísimo tiempo sabor a conquista y a reconquista, a puntos
sobre las íes, a cerrar un círculo. Al regresar de uno de mis paseos matutinos
e invernales gracias a mis raquetas y a ese caminar tan vivificante que tiene
el andar con ellas por la nieve que te inunda de energía positiva me sentí
eufórica, sí, ese el adjetivo: eufórica. Me sentí eufórica porque esos paseos
no sólo te equilibran el cuerpo con tu propio reloj interno, sino que te hacen
disfrutar de lo hermosa que está la naturaleza en esa hora y del tesoro que
significa respirar bocanas de aire fresco, matutino y por estrenar. El hecho de
sentirte en cierta manera como si fueses el único habitante del planeta capaz
de estrenar el día cuando en verdad no lo eres, te infunda valor, poder y de
ahí seguramente la euforia. Y aún eufórica estaba yo abrazada a una taza de
chocolate, ―pensando
que el calor que desprendía la taza era el calor del corazón de algún ser amado
que desde lejos llegaba hasta mí borrando la distancia―, cuando surgió de la nada
un pájaro volando por la estancia en la que me encontraba. Evidentemente, no
surgió de la nada, seguramente aprovechó para entrar en el ínterin en que la
puerta estuvo abierta, mientras Nuna y yo entrabamos en la casa. Y
como no es algo habitual, sino más bien es un hecho insólito, que entre un
pájaro en la casa, ya que ni siquiera ocurre en verano cuando están todas las
puertas abiertas pues le presté toda mi atención. Presté atención al pájaro, a
la clase de pájaro qué era y al día qué era en el calendario. Y supe con una
certeza absoluta que aquel ser vivo estaba revistiendo de protección nuestra
casa y nuestros alimentos con su aleteo juguetón y su regordeta panza. Es
decir, había decidido proteger nuestro hogar en un día muy especial y por ende
nuestras vidas y saberlo, estar convencida de ello, me conmovió y me colmó de
satisfacción. Y volví a sentir la humildad de la pequeñez de lo humano ante el
resto de seres vivos y el asombro ante lo natural que percibo en mí cada vez
que me encuentro de frente con algo que hace sentirme a mí la elegida y no la
que elige. No quise molestar al pájaro, ni interrumpirlo en su viaje por el interior de nuestro hogar, así que me llevé la taza de chocolate conmigo y salí de la
casa por otra puerta para abrir desde el exterior la puerta de la estancia por
la que el pájaro había entrado. Lo único que quería es que el pájaro no se
sintiera para nada prisionero y que Nuna no le asustase si se enteraba de que
estaba. Así que hice todo el recorrido con sigilo. Abrí la puerta y me quedé un
largo rato en el exterior, pensando en que por nada del mundo mi casa tenía que
ser una jaula para aquel que nos estaba regalando su protección. Amo la vida
libre, libres quiero a los pájaros, libres quiero a todas los seres del mundo
que albergan paz, bondad y salud en su corazón y en sus extrañas, y sobre todo me quiero libre a
mí. Siempre he luchado por ser quién mi madre me distinguió al nacer como un
alma libre. Pues sin libertad no hay vida auténtica, enriquecedora, ni plena.
Sin libertad no hay María.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz