Estoy sentada afuera en el exterior. Es domingo y son poco más de las nueve de la mañana. Los domingos desayunamos en el porche, más bien, nuestros domingos transcurren en este espacio realmente perfecto. Contemplo maravillada (sentada en la mesa mientras me termino el café con leche) el destino de las peonías. El tránsito del color por ellas. Su evolución. En una semana, tras abrirse al mundo, han vestido el jardín de La Madriguera en los tres primeros días de un coral intenso, vivo y rojizo; de un elegante rosa aterciopelado en los siguientes; de un sabroso naranja, posteriormente; y de amarillo pálido en esta hora. Observar el paso del tiempo a través de las peonías es un absoluto espectáculo. En cada una de sus horas, el vuelo del plumaje que son sus pétalos libres y sedosos barre los límites imaginables de lo sublime y alcanza cuotas verdaderamente sorprendentes. Al contemplarlas se constata como ni por un segundo renuncian a la belleza, ni siquiera cuando se encuentran al borde de la desaparición. Aprovechan su vida de extremo a extremo, dándolo todo. Y resultan ser todo lo contrario a la mediocridad. En este punto, me pregunto si no deberíamos como humanos a aspirar a eso mismo, tal como nos aproximamos a desaparecer. Aspirar a darlo todo, según se acaba el tiempo, renunciando a la mediocridad. Levanto la mirada hacia el cielo azul verano radiante. Una avioneta sobrevuela las colinas de Ngong, no la veo, no veo las colinas desde mi porche, pero oigo la avioneta, y a ellas, las sé, están ahí presentes. Son parte fundamental de mi existencia. Aunque mi corazón no se escapa hacia ellas cuando sueño despierta, porque ya no sueño despierta. Lo he descubierto en esta semana. No me es menester. No deseo otra vida distinta a la que tengo. Asumo como parte inevitable, el coste de vivir, como el precio por la bendición que es ver materializados mis sueños, por mi existencia en sí. Y lo asumo, agradecida. Vivo serenamente en un presente lleno de fe y esplendor que me aleja de huidas, del deseo de fuga de una realidad que no gusta. Estoy donde amo estar. Levanto de nuevo la vista al cielo. Son las diez y media. Sé sin mirar el reloj la hora que es por el vuelo rasante de las golondrinas que regresan a sus nidos. Regresan a las diez y media de la mañana, y a las seis y media de la tarde. Tengo la sensación de que al habitar el mundo natural, la presencia de uno mismo se suma hasta confundirse o fusionarse con la de otros seres; y en la fracción de segundo, en que esa sensación se torna pensamiento en mi mente y se deja caer como hoja de otoño, sé (sin dudarlo) que La Madriguera y su jardín son el gran nido que lo contiene todo. El continente que alberga la vida en mayúsculas. Algo muy pero muy superior está en este lugar permitiendo y alentando que así sea desde siempre. Algo muy pero que muy superior que sólo puede ser mi Dios. El Dios de todos nosotros. El Dios de todas las cosas. Y, de repente, recuerdo con gran nitidez como en alguna hora de hace muchos, muchos, muchos meses tomé la decisión consciente de apartar la mediocridad y aspirar a dar toda la belleza, la bondad y la verdad que hay en mí, obligándome a ello, puesto que comprendí que según se acaba el tiempo es el único camino para llegar a casa. A la verdadera casa.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 19 de Junio de 2022 )