Amanezco. Salgo al jardín y reparo en que anoche cuando llovía, llovió barro. Las plantas están sucias. Su verde está sin lustre, moteado por el barro. Respiro profundamente. Desenrollo la manguera y coloco la pistola en posición de lluvia fina. Le lavo la cara al jardín. Aunque sé que esta martingala no será suficiente. El barro está adherido como si le fuese la vida en el apego. Dibujo un arco de agua bien alto con la manguera y espero que surta efecto, entretanto, recuerdo que anoche al oír desde el porche el croar feliz de las ranas en su charca y el golpeteo de la lluvia en las plantas también respiré profundamente. Amo el olor de la tierra mojada. Últimamente respiro profundamente en bastantes ocasiones, sea para detener el tiempo y atesorar la belleza del momento en la memoria, o, con tal de no perder la calma. En el segundo caso, mientras respiro, me sirve como ardid preguntarme si mi salud o mi integridad física están en peligro; si la respuesta es no, el enfado no tiene lugar y dejo correr lo que me molesta. Cierto es que son una o dos de cien las que respiro para mantener la paz conmigo misma, el resto (por fortuna) es como consecuencia de la belleza. Algo no extraño de experimentar cuando se habita un jardín. Cuando acabo la tarea de borrar el rastro de fango, sé que la resina azucarada en forma de gotitas que adorna la bola perfecta que es la flor de la peonía cuando está cerrada, ha saltado a mis ojos humedeciéndolos. Una mezcla de emoción, euforia y tibias lágrimas de gratitud estallan en mis ojos cuando una flor se abre por primera vez en el jardín de La Madriguera. Ahora mismito contemplo admirada la exuberancia de la flor de la peonía Coral Charm que sembré en diciembre con mis propias manos. Respiro profundamente, de nuevo. Retengo en mí su espectacular belleza, sus llamativos colores, la elegancia con la que viste el jardín de La Madriguera. Tres años son los que de media tarda una peonía en florecer. Afortunado es el jardín y el jardinero que obtiene su fruto a los pocos meses de su siembra. Sonrío. La sostengo entre mis dedos. Se lo agradezco. Seguidamente, la dejo a su aire. Con respeto me alejo para contarme su historia, para dibujarla con palabras. Ella es la rendija por donde entra la alegría, el tiempo de la felicidad que antaño fue para mí el verano, la constatación de que todo invierno necesita de una flor con la que o por la que sonreír, la prueba y la muestra de lo necesario del estío. Tanto ella como el jardín de La Madriguera en su totalidad son la excusa y el escudo para no renunciar del todo.《Bien vale el esfuerzo》, me digo, aupando sobre mis hombros la batalla que supondrá en las próximas semanas el calor y sus incomodidades. Cuando La Madriguera nos eligió para vivir nos obsequió con el extra de los atardeceres de invierno que se suceden en su cielo. Realidad es que con el transcurso de los años su magnetismo tiene fuerza y valor de ley para nosotros. Y confieso con honestidad haberme convertido en una adicta de lo invernal. Puesto que el invierno resulta más sencillo, tranquilo y menos complicado de vivir. Pero lo más destacable es que él (el propio invierno) está dentro de mí. La María de hoy, es más invernal; por tanto, más seria, triste, silenciosa y sólida que la de ayer. Y el verano que reinó en mí con su inocencia y volatilidad lejos queda. No obstante, llegados a esta época del año, a este segundo mes sin erre, a este junio ecuador del veintidós, de sobra sé lo impagable de lo que la vida afuera en el exterior me regala; pero no es menos cierto, que me digo a mí misma reconfortándome, que lo que ahora sucede son los minutos de descanso, de publicidad, que lo real es el otoño y el invierno.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 13 de Junio de 2022 )