Nuna ladra contenta en el asiento de atrás. Reconoce las montañas. Sabe que este paraje es sinónimo de libertad e independencia. Tombstone se amolda a ella y ella a Tombstone como si fuesen dos viejos enamorados que lo saben todo el uno sobre el otro y aun así o por ello sus encuentros están llenos de dulzura. Julio, sabíamos que cuando llegase, lo haría con Tombstone bajo el brazo, con las ganas de habitarlo al sol y a la serena. Deseábamos exterior, exterior y exterior. Ansiábamos Tombstone. Añorábamos tener por techo su cielo sin noche, dormirnos al amparo de sus montañas, caminarlo al amanecer y cabalgarlo en los atardeceres sin fin de este territorio. Pertenecemos a Yukón en la medida en que a nuestros cuerpos les recorre la misma savia compuesta de independencia, fascinación y coraje que ha recorrido desde que la humanidad es humanidad a los seres que lo han considerado el lugar al que se desea llegar. En Dawson City, enclave de nostalgia, somos extravagantemente felices. Como si a golpe de desearlo nos viésemos de pronto en una vida lejana a la conocida. De ahí la vacación mental. Desconectar para conectar con la tierra a ras de la pureza. Huir de las rutinas y costumbres. Inspirar y respirar. Dejar de lado los diarios. Celebrar lo natural. Celebrar la vida con los amigos. Aproximarnos a Whitehorse a pagar pequeñas fortunas por un poco de fruta y el pan nuestro de cada día. Dormir bajo el sol de medianoche. Pensar en un poema de Louise Glück al oír a lo lejos los ladridos de un perro que no es el tuyo. Salir de uno mismo, para entrar en los sentidos agudizados hasta lo inimaginable. Constatar día tras día que en algunas latitudes el cuerpo percibe el alma de todo a través de la piel. Rezarle a Dios en la lápida negra, mirarle a los ojos sin miedo para que te abrace en su amor, confiar en él hoy y siempre. Sentirte en paz, en calma, bien. Caminar, caminar, caminar. Un paso tras otro, un pie tras otro. Avanzar. Llorar para liberar. Reír para vivir. Tener fe. Amar y amarse porque sólo de ese modo la existencia es plena. Saber que las gotas de lluvia y las ráfagas de viento son las manecillas del reloj que transforman la roca; y el sol y la nieve, los días que abandonan los calendarios para insertarse en la montaña. Enredar los dedos en los rizos negros de Nuna, acariciarle el lomo y rascarle la barriga, ver como sonríe el hombre al que amas y te ama, echar de menos La Madriguera y la página en blanco donde depositas tus historias que surgen de lo aprendido, y comprender que con eso está todo. Vivir con sencillez. Libres. Escribir del tirón, quizás sin ton ni son (en una habitación de un hermosísimo Bed and Breakfast al norte del mundo) estas palabras como el pensamiento vagabundo que son, y sin releerlas ni revisarlas, datarlas (12 de Julio de 2021) y guardar el texto en un sobre, franquearlo, enviártelo a La Madriguera para que a tu regreso entrado agosto te espere como fruto maduro en el buzón del jardín. En tu jardín, en nuestro jardín, en el jardín de La Madriguera. Darte cuenta al ir a doblar la página que llevas enredando con jardines toda la vida. Entonces de la memoria como una imagen que emociona surge el recuerdo del jardín de Brasapla. ¡Qué apasionante fue recorrerlo y habitarlo durante un tiempo para contar su historia! De historias contadas sobre jardines hay muchas, piensas. La de Brasapla es la mía, te dices, la del jardín de La Madriguera también. Sabes que si algo se aprende al trabajar en los jardines, al escribir sobre ellos: es la fertilidad del tiempo. Todo está ahí, nada se pierde, absolutamente nada, ni las semillas ni los segundos. Y de esa manera en todo.
María Aixa Sanz
(Dawson City, 12 de Julio de 2021)