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jueves, 10 de septiembre de 2020

PUMPKIN PATCH


Dejar atrás el amanecer caminando mientras el viento acaricia y redondea mi cuerpo y agita mis rizos me llena de energía. Cambia mi estado de ánimo. Me hace sonreír. Me pone de buen humor. Si he de elegir entre la lluvia y el viento, indiscutiblemente, siempre elijo el viento. En él me siento libre, dichosa, en paz. Es lógico, entonces, que en Manitoba sea feliz como jamás lo he sido. No obstante, si reviso los últimos treinta años estoy en la posición de afirmar que he sido muy feliz, más de lo que imaginaba en la adolescencia. He cumplido mis sueños y he amado intensamente y me han amado a la par. Y aunque en el transcurso de estos meses me encuentro en otro ámbito mental en todo, haciendo mía de nuevo la vida autónoma y el bienestar indispensable para que el día a día sea soportable, soy consciente de que no por ello dejo de ser feliz, en esta Manitoba nuestra, en la que Alberto fotografía con talento e inteligencia y yo escribo con delicadeza y cocino con entusiasmo. Pero es ahora, concretamente, en estos días de septiembre, cuando todo me resulta más hermoso y fácil puesto que me deleito con la llegada del otoño, antesala de la Navidad, algo que me llena de alegría. Por fin, llega a nuestra vida los meses más bonitos del año. En mi caminar diario, cada mañana, salen a mi encuentro las señales que me indican que el otoño está aquí. Sonrío al verlas. Las contemplo. Algunas las recojo. Les prometo a todas ellas una historia. Respiro aliviada puesto que con el cambio de estación no sólo se mitiga el calor y se descansa y duerme mejor, para los que nos gusta dormir arropados, también llega el cambio en las cocinas que hace de cocinar y de comer el placer que debe ser siempre para el paladar y el alma. A todo eso se le une la costumbre que existe por estos lares de celebrar el otoño, de celebrar que la naturaleza, y por ende, la vida se ralentiza y se recoge con sus colores acogedores y sus olores dulzones como el de las calabazas. El otoño sin ninguna duda es hogar, como lo es la Navidad. E inmersos ya en él, desde hace unas semanas andamos con los preparativos para decorar nuestra farmhouse y que de ese modo la casa sea merecedora de la dicha del otoño. En esa labor nos hemos agenciado con materiales suficientes para tal fin y no sólo va a ser emocionante montarlos y ver cómo quedan, lo ha sido también encontrar las piezas que personalizan una decoración de índole popular en algo que será muy nuestro, muy del hogar que Alberto y yo hemos creado en esta parte del mundo. Incontables son las veces en que le he dado las gracias por haberme traído hasta aquí, por haber elegido Manitoba para asentarnos. 《Gracias por traerme hasta aquí》, le repito. Él sonríe. 《Acertaste de nuevo》, le digo. Siempre ha sabido que nos conviene y que no. Llegó el día, lo recuerdo bien, porque ahí comenzó la que considero la etapa más feliz y libre de mi existencia, en que me dijo: «Vente conmigo a Manitoba. Vámonos a Manitoba.» Habíamos recorrido todo Canadá como nómadas, habíamos residido unos meses en Vancouver, otros en Québec y el último año en las montañas de Alberta. Habíamos habitado algunas semanas las islas del Atlántico, Churchill y Dawson City. Íbamos de punta a punta según la estación y lo que a él le encargaban fotografiar. Por aquel entonces yo estaba agotada, llevaba doce años escribiendo a destajo, y en ese verano había tenido que sacar un texto de mil palabras cada tarde,  sobre el tema que me proponían a mediodía,  para la edición del día siguiente del magazine en el que colaboraba. Estaba siendo un verano de locos. Entonces, Alberto, dador de mi vida, me tomó de la mano y me propuso que nos fuéramos a Manitoba. A permanecer en ella. La idea era chocante viniendo de alguien que ama las montañas. Con las horas supe que llevaba meses meditándolo. Obvio, pensé, nunca deja nada al azar. Acepté. Y cuando estuve de pie en las mismas praderas del Oeste, comprendí. Sabía que nunca buscaría la explicación ni la razón de su deseo por ellas, entendí. Supe inmediatamente que de nuevo, con ellas, había vuelto a depositar en mí la belleza de lo innegociable. Quería que nos instalásemos en Manitoba, quería que tuviésemos una farmhouse, una casa de campo para toda la vida, -concepto muy americano éste-, quería fotografiar la pradera de Manitoba sin pausa y que yo escribiese en ella sin prisa. Quería Manitoba para nosotros. Y Manitoba tenemos. Hemos construido una vida aquí en nuestra granja reformada. Manitoba es ya nuestra casa, y al final, todo se reduce a la misma cuestión: encontrar un lugar en el mundo en el que no te importe morir. 《O en el que te sientas en casa hasta morir》, Alberto me responde sonriendo cuando hago hincapié en ello. Entonces, al oír su respuesta, soy yo la que sonríe. Es hermoso que pensemos igual, que comprendamos la existencia y entendamos la manera de estar en el mundo de la misma forma. De hecho, es fundamental. Y le agradezco al Universo que sea así. Le agradezco nuestra absoluta comunión. Dicen del otoño que no sólo es el tiempo del recogimiento también es el de dar las gracias por la cosecha del verano. En realidad siempre hay tanto que agradecer. Engalanar la casa va a ser nuestro modo de hacerlo, no el único,  pero si una manera que ahora mismo nos llena de trajín e ilusión. Así que haremos de nuestro hogar: otoño,  prepararemos cremas y tarta de calabaza, beberemos sidra y desearemos el bien no sólo para nosotros, también para los otros; y, por supuesto, nos sentiremos afortunados y agradecidos. ¡Feliz otoño! 


Besos y abrazos a tod@s. 
María Aixa Sanz