«Tal vez llegará un
momento en que cada casa tendrá no sólo dormitorios, comedor, sala de estar,
sino también una sala de pensar, y los arquitectos la incluirán en sus planos.
Estará amueblada y adornada con aquello que induzca a un pensamiento serio y creativo.»
Esta reflexión fue escrita por Henry David Thoreau en un Yanqui en
Canadá en octubre de 1850, tras visitar el interior de la
majestuosa basílica de Notre-Dame de Montreal y brotar de dentro de sí el deseo
de poder sentarse a pensar en ese templo cualquier día de la semana, fuera de
todo oficio religioso, de encontrarse éste en Concord. Y si ahora mismo traigo
este pensamiento de Thoreau aquí es porque a colación ha regresado como un fogonazo a mi mente
la pregunta que hace mucho tiempo me hizo un amigo. Su pregunta, —palabra
más, palabra menos—, fue la siguiente: «¿Qué es lo que haces para poder
escribir a diario, si acaso te bloqueas cómo reviertes la situación?» Recuerdo
que le contesté: «Sumergirme en la naturaleza. Observarla, deleitarme con ella,
vivirla. Ando, camino, respiro por lugares donde pueda estar en total contacto
con el vientre de la Tierra. El frufrú de las hojas; el vuelo, el trino, los
nidos de los pájaros; el sonido de los insectos; el discurrir de un río; el
rumor de la mar; el ir y venir de cada ser vivo; el color del cielo, su luz,
incluso su niebla o sus nubarrones; el ulular del viento y sentirlo en mi cara;
como también notar el sol, la lluvia, la nieve sobre mí es todo lo que
necesito.» Sé que se quedó maravillado, o más bien, asombrado con mi respuesta, pues un rictus de extrañeza se asomó en su rostro, mucho me temo, que esperaba
que le dijese: «Me quedo sentada, sin moverme, frente a la página en blanco y
espero hora tras hora a que lleguen las musas.» No sé si mi respuesta lo
decepcionó y cambió su opinión sobre mí o sobre el oficio de escribir, pero no
importa. Pues lo importante siempre es la verdad y la verdad o mi realidad os
aseguro, lectores míos, es que jamás he sido de quedarme quieta y para que aflore
alguna idea de mí necesito movimiento. Para concentrarme necesito movimiento;
para escribir necesito movimiento; para reescribir un borrador necesito
movimiento; para descansar y volver a cargar pilas necesito movimiento. Y ese
movimiento siempre pasa por la naturaleza, nunca por el asfalto. Y si bien,
Thoreau en la basílica de Montreal encontró el silencio y la semioscuridad del
templo como invitación para pensar; yo, la halló en plena naturaleza, al aire
libre, tanto el silencio como la inspiración y la invitación. La naturaleza me satisface de tal
modo que es muy fácil que desborde en mí la alegría al saberme parte del TODO
que es. Sentirme parte de ese TODO, no al margen, es para mí lo más parecido al
paraíso en la Tierra. La naturaleza me llena de dicha, de energía positiva, me
resulta vitamínica. Con lo cual es fácil deducir cómo es mi sala de pensar,
dónde se halla, dónde podré encontrarla siempre, y volviendo al inicio y
escribiendo esto en mi sala de pensar, es decir en mitad de la vida, hago mío
otro de los pensamientos de Henry David Thoreau escrito en su diario el 22 de
junio de 1851: «Mi pulso debe latir con la naturaleza.» Puesto que así es, de ese
modo lo siento, y ello, me hace enormemente feliz.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
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[Fotografía de Alberto Fil]