«Ser es la mejor forma de
explicarse.»
―Henry David Thoreau―
Estando en una cabaña en
Canadá en mitad de la vida, en plena naturaleza, con tu chico y escuchando el
susurrar de la voz ronca y desgarrada del canadiense Leonard Cohen os puedo
asegurar que todo se relativiza, la línea entre lo que en verdad importa y lo
que no, se concreta y se establece. Marcándose en tu interior como un antes y
un después, como el ahora y el ayer, como el pasado y el presente. Y todas esas
preguntas que jamás te fueron contestadas ni lo serán, caducan; todas las
respuestas que no te llegaron en el momento adecuado; prescriben; todas las
ansias de palabras que alguien tenía la obligación de decirte y no te las dijo,
ya fuese por pereza o porque no le dio la gana, se esfuman. Dándote cuenta de que
lo que un día fue primordial para ti, aun siendo trivial, deja de serlo y te
detienes admirada en ese segundo de plena consciencia en que ves con una
claridad total y una tranquilidad extraordinaria que nada importa de lo que
dejaste atrás. ¿Acaso eso no es el principal indicio de que has madurado, de
que has logrado alcanzar el nivel de serenidad deseado? Sí, yo creo que sí. Es
más, creo que el fruto ya ha caído dentro del cesto, que la serenidad ha
borrado el tictac del reloj que marcaba la urgencia de convencer para confirmar
lo que tú ya sabías. Y ahí estás tú, con tu chico y sus besos, en un buen sitio
en el que vivir y la voz de Cohen como compañía, y sabes que ya no va hacer
falta mucho más para ser feliz, que el ser que no se conformaba y que has sido
durante toda tu vida está sosegándose, se ha calmado, como si por fin hubiese
encontrado su estadio ideal. Esa niña de nueve años, —cuya fotografía te
acompaña siempre en cada uno de los viajes que emprendes y en todos los
proyectos que acometes—, a la que tú le prometiste cumplir sus sueños y cuidar
de ella, se da cuenta de que ya lo ha logrado, que ya tiene lo que deseaba, que
con disciplina, mucho trabajo y una gran dosis de talento, sus sueños e
ilusiones, se han convertido en una realidad tangible; y ahora, como si hubiese
llegado la hora del recreo advierte y le entra la risa al comprobar cómo la
vida ha pulsado la pausa, —como si de una tecla se tratase—, y se encarga
de ir cribando, relativizándolo todo. La vida con su tiempo no es que ponga a
cada uno en su lugar, sino que una vez tú ya has hecho tu parte del trabajo, te
hace el regalo de mostrarte lo que en realidad importa. Va quitando hoja
tras hoja y deja delante de tus ojos, a la vista, el cogollo de la existencia.
Entonces el ser que no se conformaba y que quería escribir novelas que valiese
la pena leer puede por fin respirar y decirse a sí misma, estando en lo cierto,
sin que sea humo su cavilación: «Lo conseguí. Ahí están mis novelas, mi
trabajo, mi trayectoria literaria, puedo permitirme aflojar el ritmo, y puedo
con Alberto vivir al compás de las estaciones, sin que nada me apremie,
puedo vivir al ritmo de la naturaleza. Ya que he demostrado que soy lo que
quería ser. Lo que soy es lo que es. Y ser es la mejor forma de explicarse,
como diría Thoreau. Si alguien quiere entenderme o conocerme mi obra habla por
mí. Ella, soy yo.»
Y de la misma forma como
la disciplina y el creer en mí me ha llevado hasta aquí, Alberto ha hecho tres
cuartos de lo mismo. Pues, es él, el responsable de haberme trasladado en
volandas de nuevo hasta la naturaleza, hasta la clase de vida que yo amo tanto
y que en la vorágine de no conformarme olvidé. Es una realidad que quien más
nos ama, quien mejor nos conoce, sabe qué es lo que necesitamos exactamente en
cada momento; y mientras, yo tejía historias, hilvanaba palabras y publicaba
novelas, él se encargaba de devolverme al origen de mi mundo, incluso al de mis
historias, es decir, al lugar de mi infancia, o lo que es lo mismo, a vivir en
plena naturaleza. Mientras yo estaba totalmente sumergida en mi presente, él
construía un futuro para los dos. Y ahora desde aquí, desde ese futuro, en este
espectacular enclave, desde el día de hoy, desde nuestro presente, de la misma
manera en que sé: que si bien, muchas cosas y personas, han quedado atrás para
siempre porque han perdido todo el interés para mí y eso es algo que debo decir que
ni siquiera me entristece, también sé, que en su día me importaron y fueron
como pequeños escalones que al subirlos, al vivirlos, me han conducido al día
de hoy. Si esto no es madurar, que alguien me diga qué es. Tengo cuarenta y
tres años, he cumplido el sueño de la niña que fui y he vivido una vida muy
intensa en todos los aspectos, me resulta raro pensar que pueda vivir otros
cuarenta, por muy larga que sea la esperanza de vida, no apostaría nada a que
doblar la edad que tengo ahora sea algo factible. La apuesta que sí que estoy
dispuesta hacer es a que los que me
quedan por vivir, vivirlos con lo que en realidad me importa, a otro ritmo, al
compás de lo que a fecha de hoy en verdad amo, de lo que me interesa, de lo que
me hace apaciblemente feliz, pues la niña que no se conformaba, la niña de la
fotografía que tenía una ambición concreta y unos sueños, al constatar cómo
estos se han materializado, puede satisfecha abrir los ojos y mirar la
inmensidad de lo que la rodea, de lo conseguido y sentirse afortunada.
Aun así, te puedo
asegurar lector mío, que mientras viva en plena naturaleza, mientras
tenga a mi chico al lado, mientras siga disfrutando de las canciones de Cohen,
mientras siga aprendiendo, prometo seguir contándote buenas historias,
confeccionadas con los elementos más elevados de la vida como siempre he hecho.
Eso es lo único que no ha variado ni cambiado en mí: escribir, inventar
historias, con el ánimo de mover tu sangre o remover tu interior.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz
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[Fotografía de Alberto
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