Siento un amor especial por las papelerías desde mi
infancia. Recuerdo como en aquel entonces, ―en aquellos días en que sólo podías
comprar si ibas a una tienda física―, recorría con frecuencia diaria (sí, no exagero)
los pasillos de alguna y revisaba sus anaqueles comprobando como todo
permanecía extrañamente en su lugar, de la misma forma como comprobaba y hacía
inventario de las novedades que iban incorporado. Me emocionaba con las
novedades. Soñaba con comprar todo lo que contenían aquellos laberintos de
papel. Ahorraba dinero y pensaba durante días cuál de aquellas maravillas era
la idónea para que se viniese conmigo a casa. Miraba embelesada los lápices de
minas de diferente grosor, los bolígrafos, los rotuladores de colores, las lupas, los pisapapeles, los sujetalibros, los plumiers, los estuches, y sobre
todo los cuadernos de diferentes tamaños y diferentes tapas. Tapas con dibujos,
tapas de cartón y color cartón, tapas de hule, tapas de tela. Como aquel que
compré de tapa de tela de lino de color morado que se convirtió en un cuaderno
mágico. He paseado durante años por los pasillos de papelerías pequeñas y por
las de los grandes almacenes, contemplando el material, hechizada por los
colores, texturas y tamaños de sus productos, sin cansarme. Todavía lo hago.
Está claro que me atraen como un imán. Una vez dentro, jamás he podido dejar de
hacerme la misma pregunta: ¿Cuántas cosas se pueden escribir y contar, y cuántas
dibujar y pintar con todos los cachivaches que hay en ellas? La respuesta
siempre es la misma: infinitas. Recuerdo como si fuese ayer la papelería en la
que me compré el cuaderno de tapas de lino morado y páginas grises que he
mencionado antes, recuerdo su largo mostrador de madera, sus expositores, hasta
el viejo hombre que despachaba. La papelería ya no existe, el cuaderno sí.
Escribí en él durante mucho tiempo. Escribí deseos, canciones y algún cuento.
Si unas líneas atrás lo he llamado cuaderno mágico es porque los deseos que
escribí en él, con los años y uno detrás de otro se hicieron realidad. Y no
eran deseos pusilánimes, ―si es que los hay―. Eran deseos en mayúscula, osados,
valientes, atrevidos incluso con cierto empaque. Me atraía tanto escribir en él
al finalizar el día, como miedo me daban las cabinas telefónicas de puertas
plegables. Siempre fui una niña que renovaba mis ilusiones con cada salida de
sol, que escribía y dibujaba en cuadernos, y que iba por las calles tarareando
canciones por lo bajini. Y con sinceridad creo que no he cambiado tanto.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz.