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lunes, 31 de julio de 2023

LOS INQUIETOS ~ 28

ROY STIRLING recibió con entusiasmo los cinco cuadernos  que Neville le entregó, al sentarse a la mesa del restaurant  escogido  para la reunión. El joven editor  se quedó  boquiabierto al verlos. Realmente se sorprendió  porque  en las ocasiones  anteriores sólo  le había  entregado uno, y a veces sin terminar. Pensó, que igual, al fin, a Neville  le estaba  gustando más  de lo que imaginaba lo de escribir sus memorias. Ignoraba cuán equivocado estaba al pensar de esa manera,  porque  lo que Neville  pretendía  era acabar lo antes posible  de lo mucho que le fastidiaba. El piloto estaba dispuesto a cumplir con el contrato  que había  firmado por desconocimiento, pero que le agradase aquella tarea de vanidosos era otro cantar. De haber sabido lo mucho que le llegaría  a disgustar, ni loco habría  estampado su firma. Al atarse al proyecto  había  descubierto  que lo de hablar y escribir de sí mismo, no era para él. Lo encontraba petulante. Del mismo modo como encontraba triste y doloroso recordar. En esos  meses, al transcribir en los cuadernos sus recuerdos (sobre todas las cosas) lo malhumoraba: la fugacidad del tiempo, la poca duración de todo, lo deprisa que pasan los años, y cómo  (en realidad) las etapas finalizan casi antes de comenzar. Acabó pensando en que  nada dura lo suficiente,  para no creer que lo que la vida se trae con nosotros  es una broma infinita. Por eso,  Neville, decidió  a ser posible no seguir recordando adrede.  Nunca había  vivido con los ojos puestos en el pasado, ni se había  alimentado de él.  No estaba en su forma de ser. Y no iba a estarlo en un futuro. No  miraría  hacia atrás  por voluntad  propia.  Aborrecía  hacerlo. Cuánto  antes acabase aquella pesadilla,  muchísimo  mejor. Es en lo primero que pensó, al sentarse  frente a Roy Stirling  y ver lo pagado de sí  mismo que se mostraba.  Como si redactar unas memorias ajenas,  escribir un libro sobre un tiempo que no ha de regresar y que no te pertenece, fuese lo que en verdad mueve el mundo. En lo segundo que pensó, fue en lo inmaduro  que le pareció aquel treintañero a la luz del último jueves de marzo. Tenía marcas en el rostro de haber tomado el sol en exceso. Lo imaginó apoyando su joven espalda en una pared al sol de invierno,  creyendo que a partir del día  veintiuno del tercer mes del año, es lo que se debe hacer. Que eso es la primavera. La inconsciencia  de pensar que se posee todo el tiempo  del mundo (para incluso malgastarlo) por creer que se tiene toda una vida por delante; fue en lo tercero que pensó  Neville. Convencido de que  el Roy Stirling  que tenía  delante, todavía  no había  comenzado a vivir  en primera persona su propia vida. Y, sin embargo, ahí  estaba (en su inconsciencia)  a vueltas con la de otros. Intentando vislumbrar de una manera pasiva, ni siquiera  como secundario, el brillo de otras existencias. Como un parásito.  Porque aquel trabajo, como cualquier  otro,  no sólo  era un trabajo. ¿Era un trabajo, para qué? ¿Para crecer él?  ¿O el ego y la cuenta de otros? Como hombre  inquieto  que era, Neville, tuvo ganas de decirle al editor para ver cómo su joven mente procesaba y asimilaba sus palabras: que se existe para conquistar territorios (físicos y mentales, minúsculos y grandiosos) y morir con las botas puestas en el fragor de la batalla, no para vivir del recuerdo. Da igual la edad que uno tenga. Porque la realidad es que la vida sólo dura un rato; y si quiere, en menos de un segundo, te lo  quita todo, te arrebata lo que más quieres, o lo que tanto esfuerzo te ha costado conseguir. Pero cuando fue a hablar, Roy  Stirling,  torpedeó su pensamiento con lo que para él  era verdaderamente  importante. El libro.  Le dijo a Neville: “A este ritmo antes del verano habremos terminado. Usted estará  libre. El trabajo  restante será sólo de la editorial. Para Navidad lo tendremos  listo. Estará  en plazo. Será  perfecto.” Neville acogió  con regocijo  las palabras  del editor  sobre la finalización del proyecto. Razones le sobraban; y el “usted estará libre", le sonó  a  una libertad que no tenía  precio. Estuvo a poco de pedirle al joven que lo repitiese de nuevo. Se lo impidió (indirectamente) el camarero que se acercó a servirles el aperitivo. Cuando se marchó, Roy Stirling, ya había  abierto el primero de los cuadernos y se había  puesto a leer. En ese momento,  cualquier petición o comentario estaba fuera de lugar. Era el turno de las dudas, preguntas y aclaraciones. Neville  bostezó  para sus adentros, sin abrir la boca. Hasta que no comenzó  con aquella farsa de sus memorias  no creía  que bostezar así  fuese posible. Una hora y pico más tarde, después de haber respondido (mientras comían los platos de un menú  insulso) a lo que le parecieron  un millón o dos de preguntas, harto de oírse, aburrido de repasar su propia  vida, pensando en que no había  sobre el planeta  tortura mayor para él,  acabaron. Antes de salir del restaurant  y para despedirse, Roy Stirling   (que escondía  sus inseguridades  y carencias con un extra de simpatía  impostada) le dijo a Neville unas palabras poco afortunadas: “Me hago cargo de lo que debe suponerle tanto  trabajo a su edad. Pero todo el esfuerzo  habrá  valido la pena cuando  el libro esté  en manos de sus hijos, nietos y futuras generaciones. Estará  orgulloso  de ser recordado así y no caer en el olvido como un trasto en el desván.” A Neville  que nunca había creído posible que aquellas memorias tuviesen interés para  ni  un solo  lector (ni siquiera de su familia) el escaso tacto y la nula visión de Roy, ese dar por sentado (osadía  de juventud) que necesitaba consuelo y que con unas palabras  bien intencionadas podía  dar carpetazo a la vanidad que no poseía y a una edad que hasta el momento no le había impedido hacer nada distinto a lo que hacía unos años antes,  lo soliviantó. Pensó  en si responderle  o no. En si contestarle, o por el contrario, optar por el silencio como era habitual  en él,  cuando le molestaba realmente  algo de alguien, con el que  no iba a tener mucho más  trato. Al final, más  por ver como el bisoño cerebro de Roy Stirling  se gripaba ante las palabras de un vejestorio, y también por un poco de diversión; antes de salir del restaurant (para dejarle sin habla de pie a las puertas del local)  le espetó con la amplia sonrisa de la experiencia dibujada en el rostro,  que lo convertía  en un hombre guapísimo: “Muchacho, se existe para conquistar territorios (físicos y mentales, minúsculos y grandiosos) y morir con las botas puestas en el fragor de la batalla, no para vivir del recuerdo. Da igual la edad que uno tenga. Porque la realidad es que la vida sólo dura un rato; y si quiere, en menos de un segundo, te lo  quita todo, te arrebata lo que más quieres, o lo que tanto esfuerzo te ha costado conseguir. Por si te sirve." CUANDO LLEVABA LOS SUFICIENTES  metros caminados, para que el ritmo de sus pies anduviese  acompasado al de su mente y corazón, reparó  en que acababa de pasar por delante  de una agencia  de alquiler de inmuebles. Así  que reculó y sin mirar los anuncios del escaparate, abrió  la puerta, y desde ella (al ver que el establecimiento estaba vacío) le preguntó  a la chica flacucha de pelo rosa que atendía  el mostrador: “¿Tenéis en alquiler  alguna casa sobre un acantilado?” “Varias. En distintos  lugares y con opción  de compra", le respondió  la muchacha. Al oír la respuesta,  Neville entró,  cerró la puerta tras de sí, y se aproximó al mostrador. “Enseguida le atiendo", le indicó  la chica. “No hay prisa. Tarde no es", le contestó Neville. Ella le sonrió y acabó de cumplimentar unos formularios. Cuando  finalizó, le dijo: “Me llamo Naipe. ¿Entonces lo que desea es una casa sobre un acantilado para alquilar con opción a compra?” “Exactamente. Aislada a ser posible. Encantado de conocerte, Naipe. Mi nombre es Neville”, le respondió  él. “Igualmente,  Neville. Lo es, Neville. Lo es.  Ese tipo de viviendas habitualmente lo están. Busco las fichas y se las muestro en un periquete.  Si quiere sentarse en la mesa de ahí,  estaremos más cómodos", le explicó  Naipe. “Perfecto", le contestó Neville y se dirigió ilusionado como un colegial hacia la mesa que le había  señalado Naipe. Se sentó y , entretanto,  veía  a la chica imprimir las fichas, se dijo a sí  mismo, en voz alta para reafirmarse en la decisión que acababa de tomar  y que iba a guiar sus días: “Nada que te haga perder el tiempo. Nada que no te salga del corazón.


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LOS INQUIETOS 

© MARÍA AIXA SANZ, 2023

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