ROY STIRLING recibió con entusiasmo los cinco cuadernos que Neville le entregó, al sentarse a la mesa del restaurant escogido para la reunión. El joven editor se quedó boquiabierto al verlos. Realmente se sorprendió porque en las ocasiones anteriores sólo le había entregado uno, y a veces sin terminar. Pensó, que igual, al fin, a Neville le estaba gustando más de lo que imaginaba lo de escribir sus memorias. Ignoraba cuán equivocado estaba al pensar de esa manera, porque lo que Neville pretendía era acabar lo antes posible de lo mucho que le fastidiaba. El piloto estaba dispuesto a cumplir con el contrato que había firmado por desconocimiento, pero que le agradase aquella tarea de vanidosos era otro cantar. De haber sabido lo mucho que le llegaría a disgustar, ni loco habría estampado su firma. Al atarse al proyecto había descubierto que lo de hablar y escribir de sí mismo, no era para él. Lo encontraba petulante. Del mismo modo como encontraba triste y doloroso recordar. En esos meses, al transcribir en los cuadernos sus recuerdos (sobre todas las cosas) lo malhumoraba: la fugacidad del tiempo, la poca duración de todo, lo deprisa que pasan los años, y cómo (en realidad) las etapas finalizan casi antes de comenzar. Acabó pensando en que nada dura lo suficiente, para no creer que lo que la vida se trae con nosotros es una broma infinita. Por eso, Neville, decidió a ser posible no seguir recordando adrede. Nunca había vivido con los ojos puestos en el pasado, ni se había alimentado de él. No estaba en su forma de ser. Y no iba a estarlo en un futuro. No miraría hacia atrás por voluntad propia. Aborrecía hacerlo. Cuánto antes acabase aquella pesadilla, muchísimo mejor. Es en lo primero que pensó, al sentarse frente a Roy Stirling y ver lo pagado de sí mismo que se mostraba. Como si redactar unas memorias ajenas, escribir un libro sobre un tiempo que no ha de regresar y que no te pertenece, fuese lo que en verdad mueve el mundo. En lo segundo que pensó, fue en lo inmaduro que le pareció aquel treintañero a la luz del último jueves de marzo. Tenía marcas en el rostro de haber tomado el sol en exceso. Lo imaginó apoyando su joven espalda en una pared al sol de invierno, creyendo que a partir del día veintiuno del tercer mes del año, es lo que se debe hacer. Que eso es la primavera. La inconsciencia de pensar que se posee todo el tiempo del mundo (para incluso malgastarlo) por creer que se tiene toda una vida por delante; fue en lo tercero que pensó Neville. Convencido de que el Roy Stirling que tenía delante, todavía no había comenzado a vivir en primera persona su propia vida. Y, sin embargo, ahí estaba (en su inconsciencia) a vueltas con la de otros. Intentando vislumbrar de una manera pasiva, ni siquiera como secundario, el brillo de otras existencias. Como un parásito. Porque aquel trabajo, como cualquier otro, no sólo era un trabajo. ¿Era un trabajo, para qué? ¿Para crecer él? ¿O el ego y la cuenta de otros? Como hombre inquieto que era, Neville, tuvo ganas de decirle al editor para ver cómo su joven mente procesaba y asimilaba sus palabras: que se existe para conquistar territorios (físicos y mentales, minúsculos y grandiosos) y morir con las botas puestas en el fragor de la batalla, no para vivir del recuerdo. Da igual la edad que uno tenga. Porque la realidad es que la vida sólo dura un rato; y si quiere, en menos de un segundo, te lo quita todo, te arrebata lo que más quieres, o lo que tanto esfuerzo te ha costado conseguir. Pero cuando fue a hablar, Roy Stirling, torpedeó su pensamiento con lo que para él era verdaderamente importante. El libro. Le dijo a Neville: “A este ritmo antes del verano habremos terminado. Usted estará libre. El trabajo restante será sólo de la editorial. Para Navidad lo tendremos listo. Estará en plazo. Será perfecto.” Neville acogió con regocijo las palabras del editor sobre la finalización del proyecto. Razones le sobraban; y el “usted estará libre", le sonó a una libertad que no tenía precio. Estuvo a poco de pedirle al joven que lo repitiese de nuevo. Se lo impidió (indirectamente) el camarero que se acercó a servirles el aperitivo. Cuando se marchó, Roy Stirling, ya había abierto el primero de los cuadernos y se había puesto a leer. En ese momento, cualquier petición o comentario estaba fuera de lugar. Era el turno de las dudas, preguntas y aclaraciones. Neville bostezó para sus adentros, sin abrir la boca. Hasta que no comenzó con aquella farsa de sus memorias no creía que bostezar así fuese posible. Una hora y pico más tarde, después de haber respondido (mientras comían los platos de un menú insulso) a lo que le parecieron un millón o dos de preguntas, harto de oírse, aburrido de repasar su propia vida, pensando en que no había sobre el planeta tortura mayor para él, acabaron. Antes de salir del restaurant y para despedirse, Roy Stirling (que escondía sus inseguridades y carencias con un extra de simpatía impostada) le dijo a Neville unas palabras poco afortunadas: “Me hago cargo de lo que debe suponerle tanto trabajo a su edad. Pero todo el esfuerzo habrá valido la pena cuando el libro esté en manos de sus hijos, nietos y futuras generaciones. Estará orgulloso de ser recordado así y no caer en el olvido como un trasto en el desván.” A Neville que nunca había creído posible que aquellas memorias tuviesen interés para ni un solo lector (ni siquiera de su familia) el escaso tacto y la nula visión de Roy, ese dar por sentado (osadía de juventud) que necesitaba consuelo y que con unas palabras bien intencionadas podía dar carpetazo a la vanidad que no poseía y a una edad que hasta el momento no le había impedido hacer nada distinto a lo que hacía unos años antes, lo soliviantó. Pensó en si responderle o no. En si contestarle, o por el contrario, optar por el silencio como era habitual en él, cuando le molestaba realmente algo de alguien, con el que no iba a tener mucho más trato. Al final, más por ver como el bisoño cerebro de Roy Stirling se gripaba ante las palabras de un vejestorio, y también por un poco de diversión; antes de salir del restaurant (para dejarle sin habla de pie a las puertas del local) le espetó con la amplia sonrisa de la experiencia dibujada en el rostro, que lo convertía en un hombre guapísimo: “Muchacho, se existe para conquistar territorios (físicos y mentales, minúsculos y grandiosos) y morir con las botas puestas en el fragor de la batalla, no para vivir del recuerdo. Da igual la edad que uno tenga. Porque la realidad es que la vida sólo dura un rato; y si quiere, en menos de un segundo, te lo quita todo, te arrebata lo que más quieres, o lo que tanto esfuerzo te ha costado conseguir. Por si te sirve." CUANDO LLEVABA LOS SUFICIENTES metros caminados, para que el ritmo de sus pies anduviese acompasado al de su mente y corazón, reparó en que acababa de pasar por delante de una agencia de alquiler de inmuebles. Así que reculó y sin mirar los anuncios del escaparate, abrió la puerta, y desde ella (al ver que el establecimiento estaba vacío) le preguntó a la chica flacucha de pelo rosa que atendía el mostrador: “¿Tenéis en alquiler alguna casa sobre un acantilado?” “Varias. En distintos lugares y con opción de compra", le respondió la muchacha. Al oír la respuesta, Neville entró, cerró la puerta tras de sí, y se aproximó al mostrador. “Enseguida le atiendo", le indicó la chica. “No hay prisa. Tarde no es", le contestó Neville. Ella le sonrió y acabó de cumplimentar unos formularios. Cuando finalizó, le dijo: “Me llamo Naipe. ¿Entonces lo que desea es una casa sobre un acantilado para alquilar con opción a compra?” “Exactamente. Aislada a ser posible. Encantado de conocerte, Naipe. Mi nombre es Neville”, le respondió él. “Igualmente, Neville. Lo es, Neville. Lo es. Ese tipo de viviendas habitualmente lo están. Busco las fichas y se las muestro en un periquete. Si quiere sentarse en la mesa de ahí, estaremos más cómodos", le explicó Naipe. “Perfecto", le contestó Neville y se dirigió ilusionado como un colegial hacia la mesa que le había señalado Naipe. Se sentó y , entretanto, veía a la chica imprimir las fichas, se dijo a sí mismo, en voz alta para reafirmarse en la decisión que acababa de tomar y que iba a guiar sus días: “Nada que te haga perder el tiempo. Nada que no te salga del corazón.”
*
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
Estás leyendo LOS INQUIETOS en línea y por entregas.