PARA ALEGRÍA DE NEVILLE el mes de febrero terminó con una sucesión de jornadas que transcurrieron apaciblemente; sin visitas inesperadas, ni fenómenos anormales. Se abocó con placer y en silencio a su rutina, se sumergió en ella como el experimentado buzo se sumerge en mitad del océano. Caminó. Trabajó en sus memorias. Leyó tres novelas. Hizo el amor con Margaret cada tarde. Durmió en la noche tranquilamente con ella acostada en el hueco de su cuerpo. Amaneció con la nariz hundida en su cuello, oliendo su piel. Vio no pocas películas y capítulos de series en distintas plataformas. Realizó unas cuantas videollamadas con cada uno de sus hijos. Celebró con entusiasmo y gratitud el cumpleaños de su hija. Planificó las vacaciones de verano. Cuantificó los daños que el invierno estaba provocando en cada uno de los jardines, e intentó ponerle remedio. Pergeñó un borrador sobre los valores destinado a las conferencias de la fundación, y olvidó el mundo en general como era costumbre en él. Y, así y asá, marzo se instauró en los calendarios como el mes vigente. Y, con el octavo día del tercer mes del año, regresaron a su vida los disparates (como él comenzó a llamarles). Fue en la mañana del primer miércoles de marzo; entretanto él caminaba a paso ligero (observando fascinado como el sol libraba su propia batalla con el gris del cielo para convertirlo en un color más alegre) cuando en su casa el cartero depositó en el buzón la invitación de la boda entre el notario y la mecanógrafa del coro, al mismo tiempo que un niño de estatura pequeña y cuerpo liviano se colaba a hurtadillas en el cobertizo de su jardín trasero, y a unos metros de la verja de su jardín delantero (en la calle) un coche que se dio a la fuga, atropelló a una joven de falda corta y tacón de aguja matándola en el acto. Demasiados asuntos para una sola jornada, pensó Neville, al recapitular para descubrírselos a Margaret uno a uno durante la cena. A lo largo de la mañana había bregado con todo, lo mejor que había sabido. Manteniendo su preciada calma y su claridad de mente: habló con la policía, resolvió no romper la invitación a la boda hasta mostrársela a Margaret, y descubrió al crío, le dio de comer y lo devolvió a su casa. Lo tenía todo en orden pasadas las cuatro de la tarde cuando tiró del lazo de la bata de Margaret y la desnudó para él. Se sentía bien. El orden que había impuesto al caos que había sido la jornada, lo llenó de un ímpetu y de un control que satisfizo el deseo de su esposa hasta hacerla gritar de placer. Siempre serían los mismos locos amantes de siempre, pensó ella al acabar. Ella también se sintió muy bien y tuvo ganas de más. Tuvieron más hasta que la tarde noche les rindió. Se ducharon juntos como siempre que podían. Ella lavó con mimo el cabello rizado de su marido y él la embadurnó de espuma, de besos y de amor. Como Margaret no había tenido tiempo de cocinar todavía, ejecutó una cena fría básicamente de exquisiteces gourmet y de un buen vino, mientras Neville disponía la mesa. Justo se sentaron Neville le dijo: “La puta está muerta". “Perdona, ¿ qué acabas de decir?”, le respondió Margaret. “Qué la puta está muerta", volvió a decir. “¿Qué puta?”, le preguntó Margaret desconcertada. “La puta. La prostituta de la función. La chica a la que Aldo se agarraba como si fuese un salvavidas la noche de San Valentín “, le aclaró. “¿Qué? ¿Entonces sí que era prostituta? ¿Acertamos? ¿Y cómo es que lo sabes? ¿Cómo te has enterado? ¿Quién te ha dado esa información?”, la batería de preguntas que salió de la boca de Margaret le dio la medida a Neville de hasta que punto la había intrigado, de modo que se lo explicó detalladamente: “De nadie. Sí, sí que era puta. No nos equivocamos. Sé que está muerta porque he visto su cadáver con mis propios ojos. La he reconocido enseguida. No estaba desfigurada y vestía igual que en aquella noche.” “Pero, ¡por el amor de Dios, Neville! ¿Qué clase de broma es esta?”, alcanzó a decir Margaret. “No es ninguna broma, preciosa mía. Esta mañana frente al ultramarinos de Samuel la ha atropellado un coche que se ha dado a la fuga. Al regresar de caminar me he encontrado con que la policía había cortado la calle al tráfico, entonces he visto su cadáver. Samuel me ha dicho que no creía que el atropello fuese intencionado, que no pensaba que pudiese tener enemigos, que es una habitual del centro de día para gente mayor, que alterna con hombres con andador, que se mean encima muy probablemente. Que seguro es adicta a algo, y por ello, tiene todo tipo de clientela con tal de sacarse unos cuartos. Ha sido muy desagradable, Margaret. Realmente desagradable. Mientras hablaba con Samuel un policía nos ha preguntado si la conocíamos. Samuel le ha relatado lo que te acabo de contar; y yo, le he dicho, que sólo la había visto una vez (ya sabes) la noche de San Valentín a las puertas del restaurant ‘A tus pies' abrazada al notario. Al oírlo, Samuel, ha asentido. Seguidamente, le ha aclarado al policía, que era una fija para el notario y tres tipos más, igual de mayores: el director de la sucursal bancaria de la Avenida La Frontera, el podólogo del centro médico de la Cruz Roja y el presentador del tiempo de la cadena local. ¡Qué asco, Margaret! El policía ha tomado nota y ha seguido interrogando a los viandantes. La muerte se la habrá provocado el golpe, pues no tenía heridas externas. Estaba en plena calle tendida como si se hubiese echado a descansar. Horripilante. Me ha parecido horripilante. No me he quedado a ver como levantaban el cadáver. Nunca he sido muy de novela negra. He entrado en casa, convencido no sé exactamente por qué de que el atropello no ha sido fortuito. Quizás porque soy de la opinión de que ese tipo de gente siempre acaba mal, o tal vez, por la información que Samuel le ha dado al policía. La de cosas qué sabe Samuel, ¿no crees?” “Sí que lo creo. El ultramarinos es un no parar de gente y la gente habla. Por uno que no sabe una cosa hay tres que sí la saben. Pero, ¿y tú? Es rara la noche en que en la cena no me cuentas una historia cada una más estrambótica que la anterior. Tu relato de hoy es horroroso. Pobre chica, morir de ese modo", observó Margaret realmente impresionada de igual manera por lo trágico del hecho, como por la vis cómica que tenía su marido. Una comicidad que aunque le constaba que siempre había tenido, desde que se había jubilado iba a más. Su forma de narrarle cualquier asunto acompañada de bastante teatralidad, siempre provocaba en ella un desternille difícil de ocultar. Mientras pensaba seriamente en ello, Margaret oyó como Neville le contestó: “No sé si es más horrible morir de esa manera o vivir tal como vivía. Para vivir sin bragas y con cualquiera, un día tras otro, un año tras otro, casi es preferible que te atropellen.” “Santo Dios, Neville, eres un bárbaro”, le indicó Margaret. “Ajá. No voy a contradecirte. En esto no, y puedes desternillarte. Tienes mi permiso. No finjas. No te consideraré cruel, sólo es que estás loca por mí y por mi forma de contarte las cosas, preciosa mía". Margaret sonrió. En sus labios se dibujó una sonrisa que tardó poquísimo en convertirse en risa. “Te amo, piloto", le dijo a Neville. “Y yo a ti, más que a mi vida”, le respondió él. Ambos sabían que esa era su verdad. La verdad en mayúsculas de su vida en común. Se besaron. Neville tuvo ganas de contarle que la mañana había dado para mucho más, que las historias disparatadas de esa jornada no habían finalizado con el atropello de la puta, pero prefirió callar. Se las reservó para las noches siguientes. Satisfecho con lo que conseguía provocar en Margaret, como un avezado jugador de póker se guardó las historias como ases en la manga. Volvió a besarla. Antes de recoger la cocina, la ayudó a preparar la comida del día siguiente. Hablaron de esto y de aquello. También de sus hijos. De la compañera de Margaret (la laboriosa Betsy) a la que merecidamente habían ascendido a jefa de compras. Del apartamento al que se había mudado su antiguo y querido vecino (el entrañable Timothy) al que pronto tendrían que visitar. “Tengo ganas de desnudarte aquí mismo", le dijo Neville de repente. Margaret le miró, como sólo ella en todo el planeta le miraba, y le preguntó: “¿Qué te lo impide, piloto?”
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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