Son casi las ocho y los pájaros mañaneros cantan su alegre canción espantando el gris del día. Con su trino abren un claro en el cielo y las nubes que desde hace unas semanas colapsan las vistas desaparecen, y la lluvia que martillea los espíritus como si fuesen barreños de zinc cesa. Se repliegan ambas sobre sí mismas y se esfuman ante la insistencia de tan terco canto. Asombrada, dejo de caminar y me quedo quieta sin mover un músculo para contemplar el milagro. Constato el milagro; y pienso que un año más los pájaros acaban de darle cuerda al reloj de la primavera. Retomo el camino. Estoy andando. Un paso, dos, tres y el tímido sol hace acto de presencia y al saberse invitado deseado y ansiosamente esperado cambia sus ropajes tímidos por unos de absolutamente radiantes. Sonrío y río.《¡Por fin!》, exclamo y sé que no estoy sola en mi alegría, en este alivio del invierno. Sé que la vida callada que acompaña mi caminar y que me tiene como a una más de los suyos (al escuchar mis pasos silenciosos y observar mis avances con cada amanecer hacia ese lugar que sólo yo conozco) comparte mi júbilo. Reparo en este instante en que en silencio camino, como en silencio cocino y cuento historias. En silencio y con cada una de las tareas avanzo hacia otra, pero sobre todo avanzo hacia lo más profundo que habita en mí: el conocimiento. Ese estar aprendiendo constantemente a través de todo lo que encuentro en mi caminar, en los márgenes del camino e incluso más allá. Al referirme a ese "más allá" no lo hago pensando únicamente en todos los puntos materiales o etéreos en los que se detiene entusiasta mi amplia y fértil curiosidad; también pienso, en ese tesoro tan a mano y tan a la vista (al que pertenezco como ser vivo) que es la tierra que piso y siento, el aire que respiro y huelo, la luz que me alimenta y que me mantiene viva. Aquí, en mi avance hacia el conocimiento, he descubierto la gran capacidad de observar que poseen mis ojos, y lo más importante, en este lugar, he comprendido que en la naturaleza el conocimiento se revela como sabiduría. 《Avanzar está en mí desde siempre 》, murmuro mientras camino, puesto que así es y no concibo la existencia de otro modo. Cada día debe ser algo más que el anterior. Debo de haber aprendido algo que no sabía el día antes. Son cuarenta y siete años y algo más de cuatro meses avanzando. Miro a mi alrededor y de nuevo me detengo, esta vez, en una especie de escaño natural formado por raíces que desde hace meses utilizo de asiento, unas veces para ajustarme el calzado, otras para comprobar si mi cuenta mental se corresponde con el kilometraje del podómetro, y en el escaño me doy cuenta de que han sido pocas las veces que me he sentado en él para descansar, lo cual me satisface. Ahora acabo de hacerlo puesto que hoy el cuello de lana estorba. Me quito el cuello, me paso las manos por mi corto cabello, y mis ojos me avisan de que dos cabecitas asoman por el espacio vacío de entre dos ramas en el árbol que tengo delante. La vida callada que siempre me acompaña está observándome con deleite. Ignoro, obviamente, el nombre que utilizan para referirse a mí. Sonrío. 《Me llamo María 》, les digo. Al oír mi voz quebrantando mi habitual silencio no se asustan, no huyen, me miran con mayor interés, y al rato, vuelan contentos hacia las copas de los árboles situados unos metros más al norte. Contemplando su espléndida ascensión, pienso, que es bien cierto que Dios no hizo el mundo al tuntún, cuando lo creó, pudiendo crear fealdad creo belleza. Pudiendo crear pájaros y flores desagradables a la vista que cumpliesen de igual manera su función, no lo hizo. Se recreó en los detalles y en la belleza. Y así lo hizo con el resto de seres. Depositó en la tierra y en quienes la poblamos la belleza y la sabiduría. 《Deberíamos confiar más en él. No va a consentir que todo esto se vaya al garete》, me oigo decir. Respiro. Abro y cierro los ojos a más no poder, el sol me ilumina de una manera grácil hasta deslumbrarme, pongo la mano a modo de visera y no consigo ver nada que no sea la hermosa luz del sol, restaurándome del invierno. Me pongo en pie y sigo caminando por instinto sin ver el camino, ni sus márgenes: confío. Con el tiempo (en ese avance mío, lento y firme, hacia el conocimiento, y con la sabiduría que me lega el mundo natural) he aprendido a confiar en el instinto, en eso que no recuerdo que sé. Confío y avanzo. Innegablemente avanzar está en mi forma de ser como lo está en todo lo que es naturaleza. Sé que llegaré donde me esperan, porque uno siempre llega al lugar donde una enseñanza que está por aprender le aguarda con paciencia.
María Aixa Sanz
(La Madriguera, 22 de Marzo de 2021)