«Se necesitan dos años para aprender a
hablar
y sesenta para aprender a callar.»
—Ernest Hemingway—
«Tenía tanta ponzoña en el corazón que
acabó formándosele una costra. Despertó en mí la piedad. Un ser malvado como
aquel, qué ni latir su corazón sentía, no era probablemente digno de ningún otro
sentimiento pero sí de piedad, de compasión. Sólo existe sobre la faz de la
Tierra algo peor que la tristeza y es ser mala persona, tener el corazón seco
envuelto en una costra», dejé anoche de trascribir el cuaderno de Hope en ese
punto. Eran las cinco de la madrugada, había terminado mi jornada, me di una
ducha y me metí en la cama, instalándome en el hueco del cuerpo de Alberto, en
su abrazo, como siempre desde que nos conocemos. Amo encanecer, engordar y
hacerme vieja a la par que él y junto a él. Hay algo muy noble en perpetuarnos
de ese modo. Hay algo muy valioso en el amor que envejece no por desgaste sino
como consecuencia de las décadas y logra mantenerse a base de respeto, lealtad y generosidad como algo escrito en el
Universo. Como algo que debe ser así, sin preguntas ni cuestiones, puesto que a
los corazones que componen ese baile de dos, nada distinto a ellos les sirve,
ni les basta, ni lo necesitan tanto como para soltar amarras. Antes de cerrar los
ojos y dormirme le dije: «Debe ser muy triste ser mala persona», me lo ha
recordado esta mañana al despertar a las ocho y treinta y seis de la mañana, casi
que cuatro horas después de haberme dormido. No recordaba haberle dicho nada
sobre el texto en el que estoy trabajando, sólo recordaba su abrazo acogedor y
masculino. Alberto es mi hogar, mi norte y también mi memoria. La literatura y
él siempre están a mi lado mientras lo demás va y viene. Me sé afortunada. He
besado sus labios madrugadores. Yo, insomne en la noche, cada madrugada duermo tres o cuatro horas y después las ganas de vivir invaden mi ser de nuevo, así es
desde niña. Me reconozco en el dormir galopante e inquieto, deseoso del día, anhelante. Ansío que el día llegue cuanto antes. Le otorgo valor a mi afán como si mi empeño pudiese avanzar las manecillas del reloj, la
salida del sol. Y cuando amanece, en mí, habita la felicidad. Y una vez de pie: a vivir. Y vivir es acompañar en Canadá a mi
marido en su labor de fotógrafo naturalista, y de ahí, de todo lo que vivo en
su compañía en mitad de la naturaleza, de la gente y lugares que conocemos, de las
experiencias que estos atesoran y comparten con nosotros, y de nuestras nuevas
experiencias y de los recuerdos que fabricamos: escribo. Y con cada hora que
pasamos de este modo las ganas de más, crecen. Amamos esta clase de vida. Amamos
lo que nos regala y con lo que nos sorprende. Buen ejemplo es la historia que
os voy a contar, lectores míos, seguidamente: A principios de año conocimos
la existencia de Hope y de su cuaderno, en realidad, la conocimos mediante su
marido. Su marido guio a Alberto hasta la localización del escondrijo de unos zorros árticos. Él, Kilian Cadougan, tiene una cabaña cerca, donde talla a mano
utensilios de madera para la cocina, también talla figuras decorativas, pero
nos indicó que los utensilios tienen mejor salida. Convivimos con él tres días
y en el trascurso de esos tres días me habló de su esposa, al reparar yo, en la
existencia de un cuaderno de unos tres centímetros de grosor con las cubiertas
de piel ajada colocado sobre el alfeizar de la ventana, debajo de una figurilla
de una joven mujer tejiendo una manta. Kilian Cadougan al saber a qué me dedicaba me
lo tendió y me dijo: «Quisiera que se conservase de alguna manera. No sé si
tiene algún valor pero para mí sí lo tiene. Para, Hope, lo tenía. Si pudieras
hacer algo con él y que dejase de ser sólo polvo y recuerdo en este alfeizar
sería para mí como hacerle justicia de un modo muy íntimo a Hope. Si lo lees lo
comprenderás. Creo, sinceramente» Entonces no sabía lo que me estaba entregando
más allá del alma de Hope, ahora sé que me entregó su infancia y su dolor,
también la expiación de una culpa que nunca fue de ella, como nunca lo es de
los niños de los que se abusa. Hope plasmó la aberración. Ahora el material que
voy transcribiendo adoptara forma libro. Y el libro será de nuevo medio y
altavoz, soporte y luz. La edición ya tiene su lugar en
Manitoba, en Winnipeg, que tanto bueno está haciendo por los derechos humanos.
Respiro con profundidad cada vez que estoy sentada frente al original, cada vez
que mi vista recorre la letra inclinada y precisa de la mujer que no quería errar al narrar y decepcionar a la niña,
me estremezco con el rastro de dolor de Hope, con su búsqueda de lo intangible entre las tinieblas. A Kilian Cadougan le satisfizo que el testimonio Hope no se quedase
entre las cuatro paredes de su cabaña. Cuando hace tres semanas fui a visitarle y le comuniqué la fecha exacta de la publicación, dos lágrimas
redondas y robustas se deslizaron por sus viejas mejillas. Rodaron liberadas.
Luego se encendió un cigarro. Un puro habano que tenía guardado, reservado,
seguramente para una ocasión especial. Pensé que la publicación también era su
forma de vengarse. Pensé que se fumaba un puro en el nombre de Hope y en
el suyo propio. Unos minutos después apoyó el cigarro en un cenicero y se
restregó las mejillas con sus manos curtidas, secándoselas, se levantó y se
aproximó a la estantería donde almacena los utensilios que va fabricando.
Revolvió en ella y tomó una enorme bandeja redonda tallada a mano de unos
cincuenta centímetros de diámetro, me la entregó. «Gracias infinitas», me dijo,
y me estrechó la mano como se la estrechaban los hombres de antes tras cerrar
un negocio, un trato. Me llevé la bandeja como si llevase conmigo el testigo de
la carrera de relevos. Nadie nunca ha de permitir que la inmundicia caiga en el
olvido. Nadie.
Besos y abrazos a tod@s.
María Aixa Sanz