LA ESTANCIA ESTÁ REVESTIDA de la misma madera y del mismo tono natural que los muebles que la ocupan. Resulta sobria, austera; también, acogedora. Posee un aire de elegante seriedad. Como si deliberadamente se le hubiese imprimido ese carácter. Hay una mesa pegada a la pared y una silla junto a ella, situada a medio camino, como si alguien se acabase de levantar para ir a la búsqueda de algo y regresar a continuación. Sobre la mesa un soporte para libros (de la misma madera) ha quedado a esa hora huérfano, sin uso, desatendido con el libro abierto. Seguramente pertenece al estante que recorre la pared donde la mesa está apoyada. Muy probablemente es uno de las seis o siete docenas que alguien al que le sobrase el tiempo llegaría a contar si se lo propusiera. En la pared que hace esquina con la de la balda de libros una ventana con cuarterones muestra el frondoso bosque nevado de afuera en el exterior. Llama la atención debajo de la ventana sobre una cómoda de seis cajones junto a una lámpara, una caja robusta de tamaño grande, de una madera muy distinta al resto: oscura como la noche, antiquísima como la idea del amor. Si quisiéramos saber cuál es su contenido, sería fácil puesto que la llave está en la cerradura. Pero no, de momento, no sucumbimos al deseo de averiguar qué esconde. En cambio, lo que sí que hacemos es aproximarnos al libro abierto, y vemos que lo está por la página ochenta y cuatro. Desde ella se asoma a modo de ilustración la imagen de una buhardilla de techos altos y ventanas chatas con el dintel en forma de media luna. Toda ella pintada de gris, pero de un gris amigable. Tres camitas invernalmente vestidas están distribuidas en la zona amplia de la buhardilla, en la que también podemos contar un radiador por cama, un número igual de pupitres debajo de las ventanas, y un amplio y mullido sofá de tres plazas. En la parte estrecha (donde el tejado está más inclinado) se encuentra el baño, de él se infiere a simple vista que es amplio y completísimo. Un pasillo recubierto de armarios conduce de un extremo a otro. En alguno de ellos han sustituido las puertas de madera por otras con tela de gallinero para que se ventilen mejor las botas y zapatos ocultos en su interior. En el pie de la ilustración, leemos: antiguo lavadero de una casa señorial; actualmente, dormitorio infantil. Al leer la anotación pensamos en la fortuna de los niños que habitan semejante lugar. Tras leerla reparamos en el cuaderno cerrado sobre la mesa y en la pluma estilográfica que está encima. Si apurásemos la vista, si enfocásemos correctamente el ojo, podríamos ver en el plumín la sombra de las palabras, las huellas del porvenir de una historia y también el esfuerzo del escritor. Puesto que sí. La estancia, el lugar, pertenece al escritor; y de ese modo nos referimos a él en este cuento de Navidad. Y hablando del Rey de Roma, por la puerta asoma. Es el oído en primer lugar quien nos anuncia su llegada. Pies que caminan sobre la madera, pisadas que se acercan a su lugar de trabajo: el escritor llega. La inspiración está a punto de materializarse delante de nuestros ojos. Puede que nos deje acompañarlo si no le estorbamos, si no armamos estruendo, si nos comportamos, si le damos a entender que estamos de su parte. Al llegar a la estancia el escritor frena en seco como si hubiese llegado a la estación de destino mientras pensaba en otra cosa. Mira al frente, a su mesa, detiene la mirada en el cuaderno cerrado, y cuando va a tirar del respaldo de la silla para sentarse cambia de opinión. Gira el cuerpo fibroso que siempre ha tenido de ciclista profesional, y vivido y desgastado como está en esta época de la existencia por el uso y disfrute, por el paso del tiempo, lo encara hacia la pared de la ventana y se dirige hasta ella. Mira a través del doble cristal y entretanto se peina con los dedos los gruesos rizos de su cabello plateado, deja que a su rostro aflore una sonrisa. Seguidamente desliza la mano hacia la caja y sin mirar, en un gesto que ha realizado en millones de ocasiones, voltea la llave y abre la tapa. Si tenemos suerte pronto nos será revelado su contenido. Y la tenemos porque el escritor mete las manos en su interior y extrae ante nuestros ojos una antigua máquina de escribir que coloca sobre la mesa. Los minutos siguientes los dedica a cambiarle la cinta y a colocar en el carro un folio en blanco y alinearlo. ¿Cuántas historias habrá escrito con ella? Es la pregunta que nos gustaría hacerle. Pero meros observadores, callamos, nos mantenemos en silencio, en nuestra esquinita del mundo. El escritor recoloca su cuerpo en la silla y la silla en su sitio. Respira profundamente como aliviado, y abre el cuaderno. Echa un vistazo a su propia letra. Lee un fragmento y, desde él, con la idea recogida en la mente: teclea, imagina, crea, construye frases, mundos nuevos, insufla oxígeno a unos personajes y a una historia que nadie conoce salvo su mente. Escribe, escribe y escribe. Para él, ahora, escribir es como volar. Porque al hacerlo se siente liviano, ingrávido, sin peso. De lo contrario, de no hacerlo sería como dejarse morir, la renuncia total, el punto final. No cree estar equivocado en la visión que tiene de su presente. Tampoco le importa equivocarse. Jamás le ha importado. No le molesta. Si el que se equivoca es él. Lo insoportable, más bien, lo intolerable es soportar las equivocaciones de los otros cuando recaen y afectan a su persona. Nunca ha confiado demasiado en la gente. Sólo ha confiado ciegamente en su capacidad de trabajo y de disciplina para conseguir sus objetivos. Ha trabajado con ahínco, ha asumido esfuerzos y errores; y donde ha llegado, ha llegado. Por mérito. No es que no le guste dar las gracias. Aborrece a los desagradecidos, signo distintivo de la mala educación. También aborrece a los maleducados. Pero de preferir, siempre ha preferido no estar en deuda con nadie. No deberle nada a nadie. Será porque jamás le han tendido la mano, ni ha obtenido el favor de nadie. Sea como sea, el caso es que jamás le han gustado las deudas. Y, en cambio, le han encantado los retos. El espíritu de superación, el de supervivencia le definen. Son su orgullo callado. Tampoco le gusta presumir. Sus éxitos son algo suyo, algo personal, de sentimiento intransferible. Con ser consciente de lo conseguido, le basta. Todavía necesita seguir escribiendo como lo ha hecho siempre, o incluso más que nunca, lejos de todo. A distancia de todo. Necesita escribir para seguir creando vida alrededor de la tristeza. En torno a los desposeídos. ¿Acaso, en la actualidad, él no es uno de ellos? De ese modo se siente, y más desde que inesperadamente se dio cuenta de que había dejado de creer en el Universo, al comprender que éste no apuesta por el amor en general, ni siquiera por el amor verdadero, ni por el bien, la bondad, la verdad, el esfuerzo, el talento y la generosidad, ni por las personas. De lo contrario haría las cosas bien. Reparó en que lo que nos ofrece para vivir no son ni las migajas de lo que podría. Dejándonos en la mayoría de ocasiones con la miel en los labios, o a lo sumo otorgándonos su favor a destiempo cuando todo resulta ya un imposible. También en los últimos meses ha descubierto de nuevo para su sorpresa que se puede vivir sin ilusión. Ésta le abandonó hace mucho. Pero nadie se muere por vivir sin, puesto que nadie se muere hasta que llega su hora. Aunque con honestidad le resulta cada día más difícil encontrarle el interés a un mundo donde lo que ama ya no existe, salvo en su corazón; donde la capacidad de ilusionarse y ser feliz se ha esfumado porque la vida que conoció es sólo recuerdo y no hay vuelta atrás; donde se sabe desposeído de la luz del amor y de la vibrante intensidad de las ganas. Reconoce que ha perdido el miedo, empujado por ese sentimiento de pérdida total que le invade. Nada importa. Todo está hecho. Los retos superados, los sueños cumplidos, las novelas escritas, los libros publicados. Los amores verdaderos encontrados, el amor puro del que fue objeto instalado como tesoro cálido en el corazón, las risas a buen recaudo en la piel y en la memoria. Sabe que fueron buenos tiempos aquellos. Ha vivido lo suficiente. Ha vivido básicamente como quería vivir. Si muriese nada se quedaría por hacer. No teme morir. No obstante, no va a facilitarle el camino. Que llegue cuando tenga que llegar que le encontrará. Mientras tanto escribir es como volar. A sus años se convierte en un acto íntimo que en verdad sabe sin trascendencia para el resto de la humanidad. Sin embargo, más allá del paripé de la ficción, de la diversión de la historia que se inventa palabra a palabra, de la sonrisa y la máscara de los personajes interpuestos, es consciente de que es lo único que queda, que le queda.
LOS DESPOSEÍDOS. Cuento de Navidad.
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
Estás leyendo LOS DESPOSEÍDOS en línea y en nueve entregas, publicadas cada lunes, miércoles y viernes durante las tres semanas previas a la Navidad.