HUELE EL INTERIOR DE LA CASA a berenjenas rellenas, a patatas custodia, a dos tipos de arroces con marisco y a flan casero. Todo recién hecho. Con la mezcolanza de aromas procedentes de la cocina se abre el apetito y te invita a abandonarlo todo y sentarte a la mesa cuanto antes mejor. Afuera, el exterior, huele a mar de verano, y resulta muy agradable estar en el inmenso porche. En él han colocado (a la derecha de las escaleras que lo divide) una enorme mesa con sillas para una veintena de personas, y (a la izquierda) cuatro sofás mullidos para sentarse o tumbarse acompañados de mesitas auxiliares. Neville acaba de poner la mesa. Doce servicios. Son doce. Como los doce apóstoles. Está a punto de hacer sonar el gong que encontró en el trastero de la casa; y de esa manera, reclamar la atención de todo aquel que esté famélico en este mediodía. Los ve desde el porche. Ve a su tropa desperdigada. Unos toman el sol, los otros nadan, y otros caminan por los distintos senderos dejando que el mar del verano conquiste su nariz, y la brisa (de ese mismo mar) acaricie su piel. Hace sonar el gong y les presupone dándose la vuelta hacia la casa. Haciendo visera con la mano para verlo sonreír. Les imagina recogiendo sus pertenencias y enfilando alguno de los caminitos. Cuenta hasta diez. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez. Ve asomarse a pocos metros unas cabezas. Oye las primeras voces. Alguno de entre todos ellos canta, otro se ríe como si no hubiera un mañana. Neville sonríe. Margaret y él todavía tienen el poder de reagruparlos en torno a la mesa. Saben que cuando están hambrientos, vuelven a ser chiquillos dóciles. Margaret cocina con alegría para sus tres hijos, sus parejas y amigos. Neville, por su parte, disfruta de la alegría de su esposa y de su familia bien avenida como un niño con un juguete nuevo. La casa que se encuentra alejada, apartada de todo, aislada tal como le pidió a Naipe y que puede parecer que está vacía, que nadie habita ni mora por sus estancias, que ni en sus camas ni se duerme ni se hace el amor, que en sus paredes no prenden los sueños, ni los suspiros, ni las voces cantando por lo bajini, en estos días está ocupada hasta la bandera. Por un par de semanas ellos le han dicho adiós a lo de vivir solos y a caminar si les apetece desnudos por su interior. A Neville la casa le resulta perfecta. A Margaret es la suma de la casa sobre el acantilado lo que le resulta perfecto. Al ver el conjunto frente a ella la idea de Neville le parece una genialidad. Piensa que jamás hubo dinero mejor empleado. Y ahora, en estos días, viendo lo felices que se encuentran sus hijos en el lugar, cree que Neville no ha podido pensar una herencia más equilibrada y provechosa, un regalo mejor para ella. Al séptimo día de habitarla, caminando juntos de la mano por uno de los muchos senderos que la bordean, al contemplarla imponente delante de ellos, Neville le dijo a Margaret: “Igual es una locura, pero no pude resistir la tentación de comprarla para ti en primavera. Y eso que su interior no tenía la pinta que tiene ahora." “¿Qué? ¿Te refieres a la casa? ¿Para mí? ¿En primavera?”, le preguntó Margaret asustada, temblando de la emoción. “Sí. La casa es tuya. Cuando salió en la portada de la revista de decoración ya lo era", le confesó Neville. “Serás idiota, piloto. Pedazo de embaucador, ¿por qué me haces esto?”, le espetó Margaret llorando, ella que no lloraba nunca. Le dio un puñetazo en el antebrazo y seguidamente le besó. Neville le secó las lágrimas con los pulgares y la estrechó entre sus brazos. Ella dejó de temblar. Qué rara se había sentido. Desde que estaban en la casa tenía los sentimientos a flor de piel. Estaba como con la guardia baja. Porque ciertamente se sentía en su casa. No en la casa de todos, sino en la suya en particular. De alguna manera tenía la impresión de que había llegado a un lugar que la estaba esperando a saber desde cuándo. Enterarse de que su marido había propiciado el encuentro lo convertía todavía más en el héroe de su historia. Porque la realidad era que Margaret sin entender muy bien la razón desde que puso los pies en la casa del acantilado (aunque sólo fuese de alquiler, como en un principio creía) se sintió extrañamente en paz, y pensó (por vez primera en su vida) que de tener que escoger un lugar determinado para envejecer, incluso para morir, sería en ella. Pensó en pedirle a Neville que la alquilase todos los años por varios meses en distintas épocas no sólo en verano. Ya que en lo más profundo sintió la urgente necesidad de habitarla cuando el afuera en el exterior fuese completamente distinto al azul del estío. No supo al recorrerla, si lo suyo con la casa había sido un amor a primera vista que se trasladó a la realidad desde el brillante papel de una publicación con una edición muy cuidada, o sólo se trataba de cómo la abrazó al conocerla en aquella mañana radiante de mediados de julio, pero comprendió que estaban hechas la una para la otra. El caso es que se cayeron mutuamente bien. Tuvieron la sensación de que encajaban.
LOS INQUIETOS
© MARÍA AIXA SANZ, 2023
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